Era Gabriel Ouvrard quien así se dirigía a mí tendiéndome el abanico de nácar que se me había caído. Agradecí su gesto, pero fui incapaz de contestar. En París, ahora como antes del diluvio, se estilaban las respuestas ingeniosas o, en su defecto, las boutades u ocurrencias, pero ni una cosa ni otra me venía a la cabeza. A falta de palabras sonreí mientras me detenía unos segundos en estudiar el rostro de aquel hombre. Lo que me acababa de decir podía interpretarse como un atrevimiento o como una gentileza; elegí tomarlo como lo segundo, pues me pareció más acorde con la sonrisa franca y admirativa que me dedicaba. Él siempre había sido extremadamente atento y generoso conmigo.
— Mil gracias–dije, y añadí-: Hacía tiempo que no os veía, Ouvrard. Imagino que ahora que nuestros gloriosos soldados ganan todas las batallas vuestra tarea como suministrador del ejército se habrá multiplicado. Decidme, ¿os gustaría que diéramos un paseo? Dadme vuestro brazo, hace una tarde espléndida.
***
Aquella noche volví a soñar. En mi pesadilla, la voz que gritaba «¡Viva Nuestra Señora de Septiembre!» era ahora la de Barras, que reía a carcajadas mientras una muchedumbre entusiasta admiraba mi atuendo de merveilleuse, mi pelo entretejido de diminutas perlas, las joyas que cubrían mi pecho y los dedos de mis pies llenos de sortijas. Poco a poco se fue dispersando la multitud hasta que quedamos él y yo, solos, frente a frente. Entonces, tomando mi cara entre sus manos, cuajadas también de anillos, pude ver cómo Barras bajaba la voz para decir, casi en un susurro: «Lo siento, querida, voy a tener que prescindir de ti. Te has convertido en un lujo demasiado caro, trop cher, ma belle, vraiment trop cher». Y luego reía con esa risa suya que yo, oh Dios mío, aún tanto amaba. Pero el sueño no acababa ahí. A continuación pude reparar en cómo Barras se volvía hacia otra figura que estaba junto a él para decirle: «Una mujer como ella os convendría mucho a vos, Ouvrard. Ahora que sois tan indecentemente rico gracias a mi amistad, a la patria y a los soldados de Francia, os irá de maravilla un adorno como Teresa Cabarrús. Tened, os la regalo. ¿O preferís tal vez que nos la juguemos al whist? Claro que si no aceptáis mi generoso ofrecimiento, lamentándolo mucho, la concesión que tenéis para suministrar bienes al ejército podría caducar… ».
Me desperté con esa inexplicable sensación de peligro que más responde a un instinto animal que a una verdadera amenaza. El corazón me latía con fuerza y por mucho que intenté calmarme diciéndome que aquello no era más que otra de mis pesadillas, cada vez que cerraba los ojos volvía a ver el rostro de Barras pronunciando aquellas crueles palabras: «Trop cher, ma belle, trop cher». Salté de la cama, apenas eran las siete de la mañana. Por aquel entonces yo, al igual que todas mis amigas, tenía la costumbre de levantarme tarde, rara vez antes del mediodía y en ocasiones bien entrada la tarde. Por eso debió de ser una sorpresa para Frenelle que la llamara tan temprano y así pareció traslucirse en su pregunta:
— ¿Estáis bien, madame?
— Sólo es otra de mis pesadillas–le dije, pero me cuidé mucho de confesarle que ésta no era como las anteriores, sino que tenía como protagonista a mi amante. Y es que si no lo he dicho antes lo diré ahora: Frenelle siempre odió a Barras. Desde el comienzo de nuestra relación, y sobre todo ahora que ella y yo pernoctábamos con más frecuencia en casa de Barras que en la mía, Frenelle se limitaba a desempeñar estrictamente sus labores domésticas y a tratarme con una lejana deferencia que al principio me impacientó y que más tarde procuré ignorar. Lejos quedaban ya los tiempos en que éramos cómplices y amigas o, más aún, compañeras de aventuras. Ya no era para ella «Teresa», sólo «madame».
— ¿Deseáis que abra las cortinas, madame?
— Gracias, Frenelle…
Se dirigió hacia la ventana y una vez que se hizo la luz miró hacia el lecho. Entonces pude comprobar cómo en sus labios asomaba una sonrisa cuyo significado no me fue difícil adivinar: Frenelle se congratulaba al comprobar que Barras, la noche anterior, no había compartido mi cama. Sin embargo, si este hecho era para ella motivo de alegría, para mí lo era de gran pesar. Hacía tres días que no me visitaba, demasiados ya.
— Hay una carta para vos–dijo a continuación Frenelle y en el mismo tono impersonal añadió-: Arribó ayer a La Chaumiére y Bidos la ha traído hasta aquí esta mañana. La dejaré junto a la bandeja del desayuno y si no deseáis nada más…
Se retiró sin esperar mi respuesta y yo la dejé marchar. Eran demasiadas las preocupaciones que rondaban mi cabeza como para ocuparme de Frenelle. Sin embargo, un nuevo motivo de pesar me esperaba al rasgar aquel sobre, puesto que la carta era de Tallien y decía así:
Bella niña mía:
Nada puede ser más desgraciado que nuestras vidas aquí. Carecemos de todo. Desde hace cinco días no logro cerrar mis ojos, debemos dormir sobre la mera tierra. Nos comen las moscas, los piojos, las chinches y toda especie de insectos. El papel en el que escribo está húmedo de mis lágrimas. Adiós, mi bella niña, el dulce recuerdo de ti y la esperanza de volver a veros a ti y a nuestra hijita me mantienen con vida, así como mi único deleite es pensar en tu casa de La Chaumiére; nunca te deshagas de ella, te lo ruego.
Tu infeliz Tallien
La carta me llenó de infinita tristeza, no sólo por la miseria que traslucía, sino también por su última frase. «Nunca te deshagas de La Chaumiére», apuntaba en ella Tallien, pero lo cierto era que acababa de hacerlo. Había vendido esa casa que ambos compartimos con la intención de comprar, más adelante, otra cerca de la de Josefina. Pero también con la secreta esperanza de que el hecho de que mis hijos y yo pasáramos cada vez mayor tiempo en este rimbombante palacio de Grosbois en el que ahora me encontraba fuera algo así como la oficialización de mi entente con Barras. Sin embargo, lo único que había logrado con mi estratagema era no tener casa propia, mientras que Barras apenas visitaba mi lecho. Al igual que un fallido estratega que yerra sus cálculos y es ya por siempre prisionero de un movimiento equivocado, yo había quemado mis naves. ¿Qué me esperaba ahora?
DE CÓMO BARRAS SE LIBRÓ DE MÍ
(O YO DE ÉL)
— Mi bella ateniense. — La voz de Barras sonaba suave, sinuosa. (Nos encontramos ahora en esa mañana la misma que había comenzado con mis pesadillas y la carta de Tallien)-. Mi bella Aspasia, descuidáis demasiado a vuestros invitados. El amigo Ouvrard estaba impaciente por veros; mirad, os ha preparado una maravillosa sorpresa.
Estaba prevista para ese día una gran batida de caza y, como si de la continuación de mis sueños se tratara, como si en efecto Barras y Ouvrard hubieran estado hablando de algo que me concernía, ambos me esperaban al pie de la escalera.
— Ésta es Coquette–dijo el segundo señalando una magnífica yegua que llevaba de la brida-. Me he permitido traérosla como regalo, la más bella de las damas merece tener también la más hermosa de las monturas.
No era inusual que otros caballeros que no fueran Barras me hicieran regalos caros, pero después de mi sueño de horas antes, todo tenía para mí una secreta lectura. Miré a mi amante: había en sus ojos una mirada de impaciencia, de velado hastío, me pareció.
— Mi bella directora–dijo a continuación dirigiéndose casi más a Ouvrard que a mí-. Dado el magnífico regalo que acaba de haceros Ouvrard, creo que bien merece ser vuestra pareja durante todo el día. Coquette es sin duda un soberbio animal y a vos, querida, os gusta tanto galopar…
***
Precisamente en este punto comienza mi historia amorosa con Gabriel Ouvrard, banquero de fortuna y abastecedor del ejército de la República.