Una vez instalados en el hotel, César Santos procedió a organizar el equipaje de la expedición y planear el resto del viaje con la escritora Kate Coid y los fotógrafos, porque el profesor Leblanc decidió descansar hasta que refrescara un poco el clima. No soportaba bien el calor. Entretanto Nadia, la hija del guía, invitó a Alex a recorrer los alrededores.
– Después de la puesta de sol no se aventuren fuera de los limites de la aldea, es peligroso -les advirtió César Santos. Siguiendo los consejos de Leblanc, quien hablaba como un experto en peligros de la selva, Alex se metió los pantalones dentro de los calcetines y las botas, para evitar que las voraces sanguijuelas le chuparan la sangre. Nadia, que andaba casi descalza, se rió.
– Ya te acostumbrarás a los bichos y el calor -le dijo. Hablaba muy buen inglés porque su madre era canadiense-. Mi mamá se fue hace tres años -aclaró la niña.
– ¿Por qué se fue?
– No pudo habituarse aquí, tenía mala salud y empeoró cuando la Bestia empezó a rondar. Sentía su olor, quería irse lejos, no podía estar sola, gritaba… Al final la doctora Torres se la llevó en un helicóptero. Ahora está en Canadá -dijo Nadia.
– ¿Tu padre no fue con ella?
– ¿Qué haría mi papá en Canadá?
– ¿Y por qué no te llevó con ella? -insistió Alex, quien nunca había oído de una madre que abandonara a los hijos.
– Porque está en un sanatorio. Además no quiero separarme de mi papá.
– ¿No tienes miedo de la Bestia?
– Todo el mundo le tiene miedo. Pero si viene, Borobá me advertiría a tiempo -replicó la niña, acariciando al monito negro, que nunca se separaba de ella.
Nadia llevó a su nuevo amigo a conocer el pueblo, lo cual les tomó apenas media hora, pues no había mucho que ver. Súbitamente estalló una tormenta de relámpagos, que cruzaban el cielo en todas direcciones, y empezó a llover a raudales. Era una lluvia caliente como sopa, que convirtió las angostas callejuelas en un humeante lodazal. La gente en general buscaba amparo bajo algún techo, pero los niños y los indios continuaban en sus actividades, indiferentes por completo al aguacero. Alex comprendió que su abuela tuvo razón al sugerirle que reemplazara sus vaqueros por ropa ligera de algodón, más fresca y fácil de secar. Para escapar de la lluvia, los dos chicos se metieron en la iglesia, donde encontraron a un hombre alto y fornido, con unas tremendas espaldas de leñador y el cabello blanco, a quien Nadia presentó como el padre Valdomero. Carecía por completo de la solemnidad que se espera de un sacerdote: estaba en calzoncillos, con el torso desnudo, encaramado a una escalera pintando las paredes con cal. Tenía una botella de ron en el suelo.
– El padre Valdomero ha vivido aquí desde antes de la invasión de las hormigas -lo presentó Nadia.
– Llegué cuando se fundó este pueblo, hace casi cuarenta años, y estaba aquí cuando vinieron las hormigas. Tuvimos que abandonar todo y salir escapando río abajo. Llegaron como una enorme mancha oscura, avanzando implacables, destruyendo todo a su paso -contó el sacerdote.
– ¿Qué pasó entonces? -preguntó Alex, quien no podía imaginar un pueblo víctima de insectos.
– Prendimos fuego a las casas antes de irnos. El incendio desvió a las hormigas y unos meses más tarde pudimos regresar. Ninguna de las casas que ves aquí tiene más de quince años -explicó.
El sacerdote tenía una extraña mascota, un perro anfibio que, según dijo, era nativo del Amazonas, pero su especie estaba casi extinta. Pasaba buena parte de su vida en el río y podía permanecer varios minutos con la cabeza dentro de un balde con agua. Recibió a los visitantes desde prudente distancia, desconfiado. Su ladrido era como trino de pájaros y parecía que estaba cantando.
– Al padre Valdomero lo raptaron los indios. ¡Qué daría yo por tener esa suerte! -exclamó Nadia admirada.
– No me raptaron, niña. Me perdí en la selva y ellos me salvaron la vida. Viví con ellos varios meses. Son gente buena y libre, para ellos la libertad es más importante que la vida misma, no pueden vivir sin ella. Un indio preso es un indio muerto: se mete hacia adentro, deja de comer y respirar y se muere -contó el padre Valdomero.
– Unas versiones dicen que son pacíficos y otras que son completamente salvajes y violentos -dijo Alex.
– Los hombres más peligrosos que he visto por estos lados no son indios, sino traficantes de armas, drogas y diamantes, caucheros, buscadores de oro, soldados, y madereros, que infectan y explotan esta región -rebatió el sacerdote y agregó que los indios eran primitivos en lo material, pero muy avanzados en el plano mental, que estaban conectados a la naturaleza, como un hijo a su madre.
– Cuéntenos de la Bestia. ¿Es cierto que usted la vio con sus propios ojos, padre? -preguntó Nadia.
– Creo que la vi, pero era de noche y mis ojos ya no son tan buenos como antes -contestó el padre Valdomero, echándose un largo trago de ron al gaznate.
– ¿Cuándo fue eso? -preguntó Alex, pensando que su abuela agradecería esa información.
– Hace un par de años…
– ¿Qué vio exactamente?
– Lo he contado muchas veces: un gigante de más de tres metros de altura, que se movía muy lentamente y despedía un olor terrible. Quedé paralizado de espanto.
– ¿No lo atacó, padre?
– No. Dijo algo, después dio media vuelta y desapareció en el bosque.
– ¿Dijo algo? Supongo que quiere decir que emitió ruidos, como gruñidos, ¿verdad? -insistió Alex.
– No, hijo. Claramente la criatura habló. No entendí ni una palabra, pero sin duda era un lenguaje articulado. Me desmayé… Cuando desperté no estaba seguro de lo que había pasado, pero tenía ese olor penetrante pegado en la ropa, en el pelo, en la piel. Así supe que no lo había soñado.
EL CHAMÁN
La tormenta cesó tan súbitamente como había comenzado, y la noche apareció clara. Alex y Nadia regresaron al hotel, donde los miembros de la expedición estaban reunidos en torno a César Santos y la doctora Omayra Torres estudiando un mapa de la región y discutiendo los preparativos del viaje. El profesor Leblanc, algo más repuesto de la fatiga, estaba con ellos. Se había pintado de insecticida de pies a cabeza y había contratado a un indio llamado Karakawe para que lo abanicara con una hoja de banano. Leblanc exigió que la expedición se pusiera en marcha hacia el Alto Orinoco al día siguiente, porque él no podía perder tiempo en esa aldea insignificante. Disponía sólo de tres semanas para atrapar a la extraña criatura de la selva, dijo.
– Nadie lo ha logrado en varios años, profesor… -apuntó César Santos.
– Tendrá que aparecer pronto, porque yo debo dar una serie de conferencias en Europa -replicó él.
– Espero que la Bestia entienda sus razones -dijo el guía, pero el profesor no dio muestras de captar la ironía.
Kate Coid le había contado a su nieto que el Amazonas era un lugar peligroso para los antropólogos, porque solían perder la razón. Inventaban teorías contradictorias y se peleaban entre ellos a tiros y cuchilladas; otros tiranizaban a las tribus y acababan creyéndose dioses. A uno de ellos, enloquecido, debieron llevarlo amarrado de vuelta a su país.
– Supongo que está enterado de que yo también formo parte de la expedición, profesor Leblanc -dijo la doctora Omayra Torres, a quien el antropólogo miraba de reojo a cada rato, impresionado por su opulenta belleza.
– Nada me gustaría más, señorita, pero…
– Doctora Torres -lo interrumpió la médica.
– Puede llamarme Ludovic -aventuró Leblanc con coquetería.
– Llámeme doctora Torres -replicó secamente ella.