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César Santos, el guía, apareció momentos después, tan bien lavado como su hija, invitando al resto de los sudorosos miembros de la expedición a darse un chapuzón en el río. Todos lo siguieron, menos el profesor Leblanc, quien mandó a Karakawe a buscar varios baldes de agua para bañarse en la terraza, porque la idea de nadar en compañía de una mantarraya no le atraía. Algunas eran del tamaño de una alfombra grande y sus poderosas colas no sólo cortaban como sierras, también inyectaban veneno. Alex consideró que, después de la experiencia con la serpiente de la noche anterior, no pensaba retroceder ante el riesgo de toparse con un pez, por mala fama que tuviera. Se tiró al agua de cabeza.

– Si te ataca una mantarraya, quiere decir que estas aguas no son para ti -fue el único comentario de su abuela, quien partió con las mujeres a bañarse a otro lado.

– Las mantarrayas son tímidas y viven en el lecho del río. Por lo general escapan cuando perciben movimiento en el agua, pero de todos modos conviene caminar arrastrando los pies, para no pisarlas -lo instruyó César Santos. El baño resultó delicioso y lo dejó fresco y limpio.

EL JAGUAR NEGRO

Antes de partir, los miembros de la expedición fueron invitados al campamento de Mauro Carías. La doctora Omayra Torres se disculpó, dijo que debía enviar a los jóvenes mormones de vuelta a Manaos en un helicóptero del Ejército, porque habían empeorado. El campamento se componía de varios remolques, transportados mediante helicópteros y colocados en círculo en un claro del bosque, a un par de kilómetros de Santa María de la Lluvia. Sus instalaciones eran lujosas comparadas con las casuchas de techos de cinc de la aldea. Contaba con un generador de electricidad, antena de radio y paneles de energía solar.

Carías tenía recintos similares en varios puntos estratégicos del Amazonas para controlar sus múltiples negocios, desde la explotación de madera hasta las minas de oro, pero vivía lejos de allí. Decían que en Caracas, Río de Janeiro y Miami poseía mansiones dignas de un príncipe y en cada una mantenía a una esposa. Se desplazaba en su jet y su avioneta, también usaba los vehículos del Ejército, que algunos generales amigos suyos ponían a su disposición. En Santa María de la Lluvia no había un aeropuerto donde pudiera aterrizar su jet, de manera que utilizaba su avioneta bimotor, que comparada con el avioncito de César Santos, un decrépito pájaro de latas oxidadas, resultaba impresionante. A Kate Coid le llamó la atención que el campamento estuviera rodeado de alambres electrificados y custodiado por guardias.

– ¿Qué puede tener este hombre aquí que requiera tanta vigilancia? -le comentó a su nieto.

Mauro Carías era de los pocos aventureros que se habían hecho ricos en el Amazonas. Miles y miles de garimpeiros se internaban a pie o en canoa por la selva y los ríos buscando minas de oro o yacimientos de diamantes, abriéndose paso a machetazos en la vegetación, comidos de hormigas, sanguijuelas y mosquitos. Muchos morían de malaria, otros a balazos, otros de hambre y soledad; sus cuerpos se pudrían en tumbas anónimas o se los comían los animales.

Decían que Carías había comenzado su fortuna con gallinas: las soltaba en la selva y después les abría el buche de un cuchillazo para cosechar las pepitas de oro que las infelices tragaban. Pero ése, como tantos otros chismes sobre el pasado de ese hombre, debía ser exagerado, porque en realidad el oro no estaba sembrado como maíz en el suelo del Amazonas. En todo caso, Carías nunca tuvo que arriesgar la salud como los míseros garimpeiros, porque tenía buenas conexiones y ojo para los negocios, sabía mandar y hacerse respetar; lo que no obtenía por las buenas, lo obtenía por la fuerza. Muchos murmuraban a sus espaldas que era un criminal, pero nadie se atrevía a decirlo en su cara; no se podía probar que tuviera sangre en las manos. De apariencia nada tenía de amenazador o sospechoso, era hombre simpático, apuesto, bronceado, con las manos cuidadas y los dientes blanquísimos, vestido con fina ropa deportiva. Hablaba con una voz melodiosa y miraba directo a los ojos, como si quisiera probar su franqueza en cada frase.

El empresario recibió a los miembros de la expedición del International Geographic en uno de los remolques acondicionado como salón, con todas las comodidades que no existían en el pueblo. Lo acompañaban dos mujeres jóvenes y atractivas, quienes servían los tragos y encendían los cigarros, pero no decían ni media palabra. Alex pensó que no hablaban inglés. Las comparó con Morgana, la chica que le robó la mochila en Nueva York, porque tenían la misma actitud insolente. Se sonrojó al pensar en Morgana y volvió a preguntarse cómo pudo ser tan inocente y dejarse engañar de esa manera. Ellas eran las únicas mujeres a la vista en el campamento, el resto eran hombres armados hasta los dientes. El anfitrión les ofreció un delicioso almuerzo de quesos, carnes frías, mariscos, frutas, helados y otros lujos traídos de Caracas. Por primera vez desde que salió de su país, el muchacho americano pudo comer a gusto.

– Parece que conoces muy bien esta región, Santos. ¿Cuánto hace que vives aquí? -preguntó Mauro Carías al guía.

– Toda la vida. No podría vivir en otra parte -replicó éste.

– Me han dicho que tu mujer se enfermó aquí. Lo lamento mucho… No me extraña, muy pocos extranjeros sobreviven en este aislamiento y este clima. ¿Y esta niña, no va a la escuela? -Y Carías estiró la mano para tocar a Nadia, pero Borobá le mostró los dientes.

– No tengo que ir a la escuela. Sé leer y escribir -dijo Nadia enfática.

– Con eso ya no necesitas más, bonita -sonrió Carías.

– Nadia también conoce la naturaleza, habla inglés, español, portugués y varias lenguas de los indios -añadió el padre.

– ¿Qué es eso que llevas al cuello, bonita? -preguntó Carías con su entonación cariñosa.

– Soy Nadia -dijo ella.

– Muéstrame tu collar, Nadia -sonrió el empresario, luciendo su perfecta dentadura.

– Es mágico, no me lo puedo quitar.

– ¿Quieres venderlo? Te lo compro -se burló Mauro Carías.

– ¡No! -gritó ella apartándose.

César Santos interrumpió para disculpar los modales ariscos de su hija. Estaba extrañado de que ese hombre tan importante perdiera el tiempo embromando a una criatura. Antes nadie se fijaba en Nadia, pero en los últimos meses su hija empezaba a llamar la atención y eso no le gustaba nada. Mauro Carías comentó que si la chica había vivido siempre en el Amazonas, no estaba preparada para la sociedad. ¿Qué futuro la esperaba? Parecía muy lista y con una buena educación podría llegar lejos, dijo. Incluso se ofreció para llevársela con él a la ciudad, donde podría mandarla a la escuela y convertirla en una señorita, como era debido.

– No puedo separarme de mi hija, pero se lo agradezco de todos modos -replicó Santos.

– Piénsalo, hombre. Yo sería como su padrino… -agregó el empresario.

– También puedo hablar con los animales -lo interrumpió Nadia.

Una carcajada general recibió las palabras de Nadia. Los únicos que no se rieron fueron su padre, Alex y Kate Coid.

– Si puedes hablar con los animales, tal vez puedas servirme de intérprete con una de mis mascotas. Vengan conmigo -los invitó el empresario con su suave entonación. Siguieron a Mauro Carías hasta un patio formado por los remolques colocados en círculo, en cuyo centro había una improvisada jaula hecha con palos y alambrado de gallinero. Adentro se paseaba un gran felino con la actitud enloquecida de las fieras en cautiverio. Era un jaguar negro, uno de los más hermosos ejemplares que se había visto por esos lados, con la piel lustrosa y ojos hipnóticos color topacio. Ante su presencia, Borobá lanzó un chillido agudo, saltó del hombro de Nadia y escapó a toda velocidad, seguido por la niña, quien lo llamaba en vano. Alex se sorprendió, pues hasta entonces no había visto al mono separarse voluntariamente de su ama. Los fotógrafos de inmediato enfocaron sus lentes hacia la fiera y también Kate Coid sacó del bolso su pequeña cámara automática. El profesor Leblanc se mantuvo a prudente distancia.