Los cinco soldados eran caboclos nacidos en la región; Matuwe, el guía empleado por César Santos, era indígena y les serviría de intérprete con las tribus. El otro indio puro era Karakawe, el asistente de Leblanc. Según la doctora Omayra Torres, Karakawe no se comportaba como otros indios y posiblemente nunca podría volver a vivir con su tribu.
Entre los indios todo se compartía y las únicas posesiones eran las pocas armas o primitivas herramientas que cada uno pudiera llevar consigo. Cada tribu tenía un shabono, una gran choza común en forma circular, techada con paja y abierta hacia un patio interior. Vivían todos juntos, compartiendo desde la comida hasta la crianza de los niños. Sin embargo, el contacto con los extranjeros estaba acabando con las tribus: no sólo les contagiaban enfermedades del cuerpo, también otras del alma. Apenas los indios probaban un machete, un cuchillo o cualquier otro artefacto metálico, sus vidas cambiaban para siempre. Con un solo machete podían multiplicar por mil la producción en los pequeños jardines, donde cultivaban mandioca y maíz. Con un cuchillo cualquier guerrero se sentía como un dios. Los indios sufrían la misma obsesión por el acero que los forasteros sentían por el oro. Karakawe había superado la etapa del machete y estaba en la de las armas de fuego: no se desprendía de su anticuada pistola. Alguien como él, que pensaba más en sí mismo que en la comunidad, no tenía lugar en la tribu. El individualismo se consideraba una forma de demencia, como ser poseído por un demonio.
Karakawe era un hombre hosco y lacónico, sólo contestaba con una o dos palabras cuando alguien le hacía una pregunta ineludible; no se llevaba bien con los extranjeros, con los caboclos ni con los indios. Servia a Ludovic Leblanc de mala gana y en sus ojos brillaba el odio cuando debía dirigirse al antropólogo. No comía con los demás, no bebía una gota de alcohol y se separaba del grupo cuando acampaban por la noche. Nadia y Alex lo sorprendieron una vez escarbando el equipaje de la doctora Omayra Torres.
– Tarántula -dijo a modo de explicación.
Alexander y Nadia se propusieron vigilarlo. A medida que avanzaban, la navegación se hacía cada vez más dificultosa porque el río solía angostarse, precipitándose en rápidos que amenazaban volcar los lanchones. En otras partes el agua parecía estancada y flotaban cadáveres de animales, troncos podridos y ramas que impedían avanzar. Debían apagar los motores y seguir a remo, usando pértigas de bambú para apartar los escombros. Varias veces resultaron ser grandes caimanes, que vistos desde arriba se confundían con troncos. César Santos explicó que cuando el agua estaba baja aparecían los jaguares y cuando estaba alta llegaban las serpientes. Vieron un par de gigantescas tortugas y una anguila de metro y medio de largo que, según César Santos, atacaba con una fuerte descarga eléctrica. La vegetación era densa y desprendía un olor a materia orgánica en descomposición, pero a veces al anochecer abrían unas grandes flores enredadas en los árboles y entonces el aire se llenaba de un aroma dulce a vainilla y miel. Blancas garzas los observaban inmóviles desde el pasto alto que crecía a orillas del río y por todos lados había mariposas de brillantes colores.
César Santos solía detener los botes ante árboles cuyas ramas se inclinaban sobre el agua y bastaba estirar la mano para coger sus frutos. Alex nunca los había visto y no quiso probarlos, pero los demás los saboreaban con placer. En una oportunidad el guía desvió la embarcación para cosechar una planta que, según dijo, era un estupendo cicatrizante. La doctora Omayra Torres estuvo de acuerdo y recomendó al muchacho americano que frotara la cicatriz de su mano con el jugo de la planta, aunque en realidad no era necesario, porque había sanado bien. Apenas le quedaba una línea roja, que en nada le molestaba.
Kate Coid contó que muchos hombres buscaron en esa región la ciudad mítica de El Dorado, donde según la leyenda las calles estaban pavimentadas de oro y los niños jugaban con piedras preciosas. Muchos aventureros se internaron en la selva y remontaron el Amazonas y el río Orinoco, sin alcanzar el corazón de ese territorio encantado, donde el mundo permanecía inocente, como en el despertar de la vida humana en el planeta. Murieron o retrocedieron, derrotados por los indios, los mosquitos, las fieras, las enfermedades tropicales, el clima y las dificultades del terreno.
Se encontraban ya en territorio venezolano, pero allí las fronteras nada significaban, todo era el mismo paraíso prehistórico. A diferencia del río Negro, las aguas de esos ríos eran solitarias. No se cruzaron con otras embarcaciones, no vieron canoas, ni casas en pilotes, ni un solo ser humano. En cambio la flora y la fauna eran maravillosas, los fotógrafos estaban de fiesta, nunca habían tenido al alcance de sus lentes tantas especies de árboles, plantas, flores, insectos, aves y animales. Vieron loros verdes y rojos, elegantes flamencos, tucanes con el pico tan grande y pesado, que apenas podían sostenerlo en sus frágiles cráneos, centenares de canarios y cotorras. Muchos de esos pájaros estaban amenazados con desaparecer, porque los traficantes los cazaban sin piedad para venderlos de contrabando en otros países. Los monos de diferentes clases, casi humanos en sus expresiones y en sus juegos, parecían saludarlos desde los árboles. Había venados, osos hormigueros, ardillas y otros pequeños mamíferos. Varios espléndidos papagayos -o guacamayas, como las llamaban también- los siguieron durante largos trechos. Esas grandes aves multicolores volaban con increíble gracia sobre las lanchas, como si tuvieran curiosidad por las extrañas criaturas que viajaban en ellas. Leblanc les disparó con su pistola, pero César Santos alcanzó a darle un golpe seco en el brazo, desviando el tiro. El balazo asustó a los monos y otros pájaros, el cielo se llenó de alas, pero poco después los papagayos regresaron, impasibles.
– No se comen, profesor, la carne es amarga. No hay razón para matarlos -reprochó César Santos al antropólogo.
– Me gustan las plumas -dijo Leblanc, molesto por la interferencia del guía.
– Cómprelas en Manaos -dijo secamente César Santos.
– Las guacamayas se pueden domesticar. Mi madre tiene una en nuestra casa de Boa Vista. La acompaña a todas partes, volando siempre a dos metros por encima de su cabeza. Cuando mi madre va al mercado, la guacamaya sigue al bus hasta que ella se baja, la espera en un árbol mientras compra y luego vuelve con ella, como un perrito faldero -contó la doctora Omayra Torres.
Alex comprobó una vez más que la música de su flauta alborotaba a los monos y a los pájaros. Borobá parecía particularmente atraído por la flauta. Cuando él tocaba, el monito se quedaba inmóvil escuchando, con una expresión solemne y curiosa; a veces le saltaba encima y tironeaba del instrumento, pidiendo música. Alex lo complacía, encantado de contar por fin con una audiencia interesada, después de haber peleado por años con sus hermanas para que lo dejaran practicar la flauta en paz. Los miembros de la expedición se sentían confortados por la música, que los acompañaba a medida que el paisaje se volvía más hostil y misterioso. El muchacho tocaba sin esfuerzo, las notas fluían solas, como si ese delicado instrumento tuviera memoria y recordara la impecable maestría de su dueño anterior, el célebre Joseph Coid. La sensación de que eran seguidos se había apoderado de todos. Sin decirlo, porque lo que no se nombra es como si no existiera, vigilaban la naturaleza. El profesor Leblanc pasaba el día con sus binoculares en la mano examinando las orillas del río; la tensión lo había vuelto aún más desagradable. Los únicos que no se habían contagiado por el nerviosismo colectivo eran Kate Coid y el inglés Timothy Bruce. Ambos habían trabajado juntos en muchas ocasiones, habían recorrido medio mundo para sus artículos de viaje, habían estado en varias guerras y revoluciones, trepado montañas y descendido al fondo del mar, de modo que muy pocas cosas les quitaban el sueño. Además les gustaba alardear de indiferencia.