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– ¡Ah! Ese colega siempre tuvo ideas algo raras… -admitió el profesor.

El guía enseñó a Alex y Nadia a cargar y usar las pistolas. La chica no demostró gran habilidad ni interés; parecía incapaz de dar en el blanco a tres pasos de distancia, Alex, en cambio, estaba fascinado. El peso de la pistola en la mano le daba una sensación de invencible poder; por primera vez comprendía la obsesión de tanta gente por las armas.

– Mis padres no toleran las armas de fuego. Si me vieran con esto, creo que se desmayarían -comentó.

– No te verán -aseguró su abuela, mientras le tomaba una fotografía.

Alex se agachó e hizo ademán de disparar, como hacia cuando jugaba de niño.

– La técnica segura para errar el tiro es apuntar y disparar apurado -dijo Kate Coid-. Si nos atacan, eso es exactamente lo que harás, Alexander, pero no te preocupes, porque nadie estará mirándote. Lo más probable es que para entonces ya estemos todos muertos.

– No confías en que yo pueda defenderte, ¿verdad?

– No. Pero prefiero morir asesinada por los indios en el Amazonas, que de vejez en Nueva York -replicó su abuela.

– ¡Eres única, Kate! -sonrió el chico.

– Todos somos únicos, Alexander -lo cortó ella.

Al tercer día de navegación vislumbraron una familia de venados en un pequeño claro de la orilla. Los animales, acostumbrados a la seguridad del bosque, no parecieron perturbados por la presencia de los botes. César Santos ordenó detenerse y mató a uno con su rifle, mientras los demás huían despavoridos. Esa noche los expedicionarios cenarían muy bien, la carne de venado era muy apreciada, a pesar de su textura fibrosa, y sería una fiesta después de tantos días con la misma dieta de pescado. Matuwe llevaba un veneno que los indios de su tribu echaban en el río. Cuando el veneno caía al agua, los peces se paralizaban y era posible ensartarlos fácilmente con una lanza o una flecha atada a una liana. El veneno no dejaba rastro en la carne del pescado ni en el agua, el resto de los peces se recuperaba a los pocos instantes.

Se encontraban en un lugar apacible donde el río formaba una pequeña laguna, perfecto para detenerse por un par de horas a comer y reponer las fuerzas. César Santos les advirtió que tuvieran cuidado porque el agua era turbia y habían visto caimanes unas horas antes, pero todos estaban acalorados y sedientos. Con las pértigas los guardias movieron el agua y como no vieron huellas de caimanes, todos decidieron bañarse, menos el profesor Ludovic Leblanc, quien no se metía al río por ningún motivo. Borobá, el mono, era enemigo del baño, pero Nadia lo obligaba a remojarse de vez en cuando para quitarle las pulgas. Montado en la cabeza de su ama, el animalito lanzaba exclamaciones del más puro espanto cada vez que lo salpicaba una gota. Los miembros de la expedición chapotearon por un rato, mientras César Santos y dos de sus hombres destazaban el venado y encendían fuego para asarlo.

Alex vio a su abuela quitarse los pantalones y la camisa para nadar en ropa interior, sin muestra de pudor, a pesar de que al mojarse aparecía casi desnuda. Trató de no mirarla, pero pronto comprendió que allí, en medio de la naturaleza y tan lejos del mundo conocido, la vergüenza por el cuerpo no tenía cabida. Se había criado en estrecho contacto con su madre y sus hermanas y en la escuela se había acostumbrado a la compañía del sexo opuesto, pero en los últimos tiempos todo lo femenino le atraía como un misterio remoto y prohibido. Conocía la causa: sus hormonas, que andaban muy alborotadas y no lo dejaban pensar en paz. La adolescencia era un lío, lo peor de lo peor, decidió. Deberían inventar un aparato con rayos láser, donde uno se metiera por un minuto y, ¡plaf!, saliera convertido en adulto. Llevaba un huracán por dentro, a veces andaba eufórico, rey del mundo, dispuesto a luchar a brazo partido con un león; otras era simplemente un renacuajo. Desde que empezó ese viaje, sin embargo, no se había acordado de las hormonas, tampoco le había alcanzado el tiempo para preguntarse si valía la pena seguir viviendo, una duda que antes lo asaltaba por lo menos una vez al día. Ahora comparaba el cuerpo de su abuela -enjuto, lleno de nudos, la piel cuarteada- con las suaves curvas doradas de la doctora Omayra Torres, quien usaba un discreto traje de baño negro, y con la gracia todavía infantil de Nadia. Consideró cómo cambia el cuerpo en las diferentes edades y decidió que las tres mujeres, a su manera, eran igualmente hermosas. Se sonrojó ante esa idea. Jamás hubiera pensado dos semanas antes que podía considerar atractiva a su propia abuela. ¿Estarían las hormonas cocinándole el cerebro?

Un alarido escalofriante sacó a Alex de tan importantes cavilaciones. El grito provenía de Joel González, uno de los fotógrafos, quien se debatía desesperadamente en el lodo de la orilla. Al principio nadie supo lo que sucedía, sólo vieron los brazos del hombre agitándose en el aire y la cabeza que se hundía y volvía a emerger. Alex, quien participaba en el equipo de natación de su colegio, fue el primero en alcanzarlo de dos o tres brazadas. Al acercarse vio con absoluto horror que una serpiente gruesa como una hinchada manguera de bombero envolvía el cuerpo del fotógrafo. Alex cogió a González por un brazo y trató de arrastrarlo hacia tierra firme, pero el peso del hombre y el reptil era demasiado para él. Con ambas manos intentó separar al animal, tirando con todas sus fuerzas, pero los anillos del reptil apretaron más a su víctima. Recordó la escalofriante experiencia de la surucucú que unas noches antes se le había enrollado en una pierna. Esto era mil veces peor. El fotógrafo ya no se debatía ni gritaba, estaba inconsciente.

– ¡Papá, papá! ¡Una anaconda! -llamó Nadia, sumándose a los gritos de Alex.

Para entonces Kate Coid, Timothy Bruce y dos de los soldados se habían aproximado y entre todos luchaban con la poderosa culebra para desprenderla del cuerpo del infeliz González. El alboroto movió el barro del fondo de la laguna, tornando el agua oscura y espesa como chocolate. En la confusión no se veía lo que pasaba, cada uno halaba y gritaba instrucciones sin resultado alguno. El esfuerzo parecía inútil hasta que llegó César Santos con el cuchillo con que estaba destazando el venado. El guía no se atrevió a usarlo a ciegas por temor a herir a Joel González o a cualquiera de los otros que forcejeaban con el reptil; debió esperar el momento en que la cabeza de la anaconda surgió brevemente del lodo para decapitarla de un tajo certero. El agua se llenó de sangre, volviéndose color de óxido. Necesitaron cinco minutos más para liberar al fotógrafo, porque los anillos constrictores seguían oprimiéndolo por reflejo.

Arrastraron a Joel González hasta la orilla, donde quedó tendido como muerto. El profesor Leblanc se había puesto tan nervioso, que desde un lugar seguro disparaba tiros al aire, contribuyendo a la confusión y el trastorno general, hasta que Kate Coid le quitó la pistola y lo conminó a callarse. Mientras los demás habían estado luchando en el agua con la anaconda, la doctora Omayra Torres había trepado de vuelta a la lancha a buscar su maletín y ahora se encontraba de rodillas junto al hombre inconsciente con una jeringa en la mano. Actuaba en silencio y con calma, como si el ataque de una anaconda fuera un acontecimiento perfectamente normal en su vida. Inyectó adrenalina a González y una vez que estuvo segura de que respiraba, procedió a examinarlo.

– Tiene varias costillas rotas y está choqueado -dijo-. Esperemos que no tenga los pulmones agujereados por un hueso o el cuello fracturado. Hay que inmovilizarlo.

– ¿Cómo lo haremos? -preguntó César Santos.

– Los indios usan cortezas de árbol, barro y lianas -dijo Nadia, todavía temblando por lo que acababa de presenciar.

– Muy bien, Nadia -aprobó la doctora.

El guía impartió las instrucciones necesarias y muy pronto la doctora, ayudada por Kate y Nadia, había envuelto al herido desde las caderas hasta el cuello en trapos empapados en barro fresco, encima había puesto lonjas largas de corteza y luego lo había amarrado. Al secarse el barro, ese paquete primitivo tendría el mismo efecto de un moderno corsé ortopédico. Joel González, atontado y adolorido, no sospechaba aún lo ocurrido, pero había recuperado el conocimiento y podía articular algunas palabras.