– Debemos conducir a Joel de inmediato a Santa María de la Lluvia. Allí podrán llevarlo en el avión de Mauro Carías a un hospital -determinó la doctora.
– ¡Éste es un terrible inconveniente! Tenemos solamente dos botes. No podemos mandar uno de vuelta -replicó el profesor Leblanc.
– ¿Cómo? ¿Ayer usted quería disponer de un bote para escapar y ahora no quiere enviar uno con mi amigo mal herido? -preguntó Timothy Bruce haciendo un esfuerzo por mantener la calma.
– Sin atención adecuada, Joel puede morir -explicó la doctora.
– No exagere, mi buena mujer. Este hombre no está grave, sólo asustado. Con un poco de descanso se repondrá en un par de días -dijo Leblanc.
– Muy considerado de su parte, profesor -masculló Timothy Bruce, cerrando los puños.
– ¡Basta, señores! Mañana tomaremos una decisión. Ya es demasiado tarde para navegar, pronto oscurecerá. Debemos acampar aquí -determinó César Santos. La doctora Omayra Torres ordenó que hicieran una fogata cerca del herido para mantenerlo seco y caliente durante la noche, que siempre era fría. Para ayudarlo a soportar el dolor le dio morfina y para prevenir infecciones comenzó a administrarle antibióticos. Mezcló unas cucharadas de agua y un poco de sal en una botella de agua y dio instrucciones a Timothy Bruce de administrar el líquido a cucharaditas a su amigo, para evitar que se deshidratara, puesto que resultaba evidente que no podría tragar alimento sólido en los próximos días. El fotógrafo inglés, quien rara vez cambiaba su expresión de caballo abúlico, estaba francamente preocupado y obedeció las órdenes con solicitud de madre. Hasta el malhumorado profesor Leblanc debió admitir para sus adentros que la presencia de la doctora era indispensable en una aventura como ésa.
Entretanto tres de los soldados y Karakawe habían arrastrado el cuerpo de la anaconda hasta la orilla. Al medirla vieron que tenía casi seis metros de largo. El profesor Leblanc insistió en ser fotografiado con la anaconda enrollada en torno a su cuerpo de tal modo que no se viera que le faltaba la cabeza. Después los soldados arrancaron la piel del reptil, que clavaron sobre un tronco para secarla; con ese método podían aumentar el largo en un veinte por ciento y los turistas pagarían buen precio por ella. No tendrían que llevarla a la ciudad, sin embargo, porque el profesor Leblanc ofreció comprarla allí mismo, una vez que estuvo seguro de que no se la darían gratis. Kate Coid cuchicheó burlona al oído de su nieto que seguramente dentro de algunas semanas, el antropólogo exhibiría la anaconda como un trofeo en sus conferencias, contando cómo la cazó con sus propias manos. Así había ganado su fama de héroe entre estudiantes de antropología en el mundo entero, fascinados con la idea de que los homicidas tenían el doble de mujeres y tres veces más hijos que los hombres pacíficos. La teoría de Leblanc sobre la ventaja del macho dominante, capaz de cometer cualquier brutalidad para transmitir sus genes, atraía mucho a esos aburridos estudiantes condenados a vivir domesticados en plena civilización.
Los soldados buscaron en la laguna la cabeza de la anaconda, pero no pudieron hallarla, se había hundido en el lodo del fondo o la había arrastrado la corriente. No se atrevieron a escarbar demasiado, porque se decía que esos reptiles siempre andan en pareja y ninguno estaba dispuesto a toparse con otro de aquellos ejemplares. La doctora Omayra Torres explicó que indios y caboclos por igual atribuían a las serpientes poderes curativos y proféticos. Las disecaban, las molían y usaban el polvo para tratar tuberculosis, calvicie y enfermedades de los huesos, también como ayuda para interpretar sueños. La cabeza de una de ese tamaño sería muy apreciada, aseguró, era una lástima que se hubiera perdido.
Los hombres cortaron la carne del reptil, la salaron y procedieron a asarla ensartada en palos. Alex, quien hasta entonces se había negado a probar pirarucú, oso hormiguero, tucán, mono o tapir, sintió una súbita curiosidad por saber cómo era la carne de aquella enorme serpiente de agua. Tuvo en consideración, sobre todo, cuánto aumentaría su prestigio ante Cecilia Burns y sus amigos en California cuando supieran que había cenado anaconda en medio de la selva amazónica. Posó frente a la piel de la serpiente, con un pedazo de su carne en la mano, exigiendo que su abuela dejara testimonio fotográfico. El animal, bastante carbonizado porque ninguno de los expedicionarios era buen cocinero, resultó tener la textura del atún y un vago sabor de pollo. Comparado con el venado, era desabrido, pero Alex decidió que en todo caso era preferible a los gomosos panqueques que preparaba su padre. El súbito recuerdo de su familia lo golpeó como una bofetada. Se quedó con el trozo de anaconda ensartado en el palillo mirando la noche, pensativo.
– ¿Qué ves? -le preguntó Nadia en un susurro.
– Veo a mi mamá -respondió el chico y un sollozo se le escapó de los labios.
– ¿Cómo está?
– Enferma, muy enferma -respondió él.
– La tuya está enferma del cuerpo, la mía está enferma del alma.
– ¿Puedes verla? -inquirió Alex.
– A veces -dijo ella.
– Esta es la primera vez que puedo ver a alguien de esta manera -explicó Alex-. Tuve una sensación muy extraña, como si viera a mi mamá con toda claridad en una pantalla, sin poder tocarla o hablarle.
– Todo es cuestión de práctica, Jaguar. Se puede aprender a ver con el corazón. Los chamanes como Walimaí también pueden tocar y hablar desde lejos, con el corazón -dijo Nadia.
LA GENTE DELA NEBLINA
Esa noche colgaron las hamacas entre los árboles y César Santos asignó los turnos, de dos horas cada uno, para montar guardia y mantener el fuego encendido. Después de la muerte del hombre víctima de la flecha y del accidente de Joel González, quedaban diez adultos y los dos chicos, porque Leblanc no contaba, para cubrir las ocho horas de oscuridad. Ludovic Leblanc se consideraba jefe de la expedición y como tal debía «mantenerse fresco»; sin una buena noche de sueño no se sentiría lúcido para tomar decisiones, argumentó. Los demás se alegraron, porque en realidad ninguno quería montar guardia con un hombre que se ponía nervioso a la vista de una ardilla. El primer turno, que normalmente era el más fácil, porque la gente aún estaba alerta y todavía no hacía mucho frío, fue asignado a la doctora Omayra Torres, un caboclo y Timothy Bruce, quien no se consolaba por lo ocurrido a su colega. Bruce y González habían trabajado juntos durante varios años y se estimaban como hermanos. El segundo turno correspondía a otro soldado, Alex y Kate Coid; el tercero a Matuwe, César Santos y su hija Nadia. El turno del amanecer fue entregado a dos soldados y Karakawe. Para todos fue difícil conciliar el sueño, porque a los gemidos del infortunado Joel González se sumaba un extraño y persistente olor, que parecía impregnar el bosque. Habían oído hablar de la fetidez que, según se aseguraba, era característica de la Bestia. César Santos explicó que probablemente estaban acampando cerca de una familia de iracas, una especie de comadreja de rostro muy dulce, pero con un olor parecido al de los zorrillos. Esa interpretación no tranquilizó a nadie.
– Estoy mareado y con náuseas -comentó Alex, pálido.
– Si el olor no te mata, te hará fuerte -dijo Kate, que era la única impasible ante la hediondez.
– ¡Es espantoso!
– Digamos que es diferente. Los sentidos son subjetivos, Alexander. Lo que a ti te repugna, para otro puede ser atractivo. Tal vez la Bestia emite este olor como un canto de amor, para llamar a su pareja -dijo sonriendo su abuela.
– ¡Puaj! Huele a cadáver de rata mezclado con orina de elefante, comida podrida y…