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– No creo que los indios presenten voluntariamente los brazos para que los pinches, Omayra. No han visto una aguja en sus vidas -sonrió César Santos. Entre ambos había una corriente de simpatía y para entonces se trataban con familiaridad.

– Les diremos que es una magia muy poderosa de los blancos -dijo ella, guiñándole un ojo.

– Lo cual es totalmente cierto -aprobó César Santos.

Según el guía, había varias tribus en los alrededores que seguro habían tenido algún contacto, aunque breve, con el mundo exterior. Desde su avioneta había vislumbrado algunos shabonos, pero como no había dónde aterrizar por esos lados, se había limitado a señalarlos en su mapa. Las chozas comunitarias que había visto eran más bien pequeñas, lo cual significaba que cada tribu se componía de muy pocas familias. Según aseguraba el profesor Leblanc, quien se decía experto en la materia, el número mínimo de habitantes por shabono era de alrededor de cincuenta personas -menos no podrían defenderse de ataques enemigos- y rara vez sobrepasaba los doscientos cincuenta. César Santos sospechaba también la existencia de tribus aisladas, que no habían sido vistas aún, como esperaba la doctora Torres, y la única forma de llegar hasta ellas sería por el aire. Deberían ascender a la selva del altiplano, a la región encantada de las cataratas, donde nunca pudieron llegar los forasteros antes de la invención de aviones y helicópteros.

Con la idea de atraer a los indios, el guía amarró una cuerda entre dos árboles y de ella colgó algunos regalos: collares de cuentas, trapos de colores, espejos y chucherías de plástico. Reservó los machetes, cuchillos y utensilios de acero para más tarde, cuando comenzaran las verdaderas negociaciones y el trueque de regalos.

Esa tarde César Santos intentó comunicarse por radio con el capitán Ariosto y con Mauro Carías en Santa María de la Lluvia, pero el aparato no funcionaba. El profesor Leblanc se paseaba por el campamento, furioso ante esa nueva contrariedad, mientras los demás se turnaban tratando en vano de enviar o recibir un mensaje. Nadia se llevó a Alex aparte para contarle que la noche anterior, antes que el soldado fuera asesinado durante el turno de Karakawe, ella vio al indio manipulando la radio. Dijo que ella se acostó cuando terminó su vigilancia, pero no se durmió de inmediato y desde su hamaca pudo ver a Karakawe cerca del aparato.

– ¿Lo viste bien, Nadia?

– No, porque estaba oscuro, pero los únicos que estaban en pie en ese turno eran los dos soldados y él. Estoy casi segura de que no era ninguno de los soldados -replicó ella-. Creo que Karakawe es la persona que mencionó Mauro Carías. Tal vez parte del plan es que no podamos pedir socorro en caso de necesidad.

– Debemos advertir a tu papá -determinó Alex.

César Santos no recibió la noticia con interés, se limitó a advertirles que antes de acusar a alguien debían estar bien seguros. Había muchas razones por las cuales un equipo de radio tan anticuado como ése podía fallar. Además, ¿qué razón tendría Karakawe para descomponerlo? Tampoco a él le convenía encontrarse incomunicado. Los tranquilizó diciendo que dentro de tres o cuatro días vendrían refuerzos.

– No estamos perdidos, sólo aislados -concluyó.

– ¿Y la Bestia, papá? -preguntó Nadia, inquieta.

– No sabemos si existe, hija. De los indios, en cambio, podemos estar seguros. Tarde o temprano se aproximarán y esperemos que lo hagan en son de paz. En todo caso estamos bien armados.

– El soldado que murió tenía un fusil, pero no le sirvió de nada -refutó Alex.

– Se distrajo. De ahora en adelante tendremos que ser mucho más cuidadosos. Desgraciadamente somos sólo seis adultos para montar guardia.

– Yo cuento como un adulto -aseguró Alex.

– Está bien, pero Nadia no. Ella sólo podrá acompañarme en mi turno -decidió César Santos.

Ese día Nadia descubrió cerca del campamento un árbol de urucupo, arrancó varios de sus frutos, que parecían almendras peludas, los abrió y extrajo unas semillitas rojas del interior. Al apretarlas entre los dedos, mezcladas con un poco de saliva, formó una pasta roja con la consistencia del jabón, la misma que usaban los indios, junto con otras tinturas vegetales, para decorarse el cuerpo. Nadia y Alex se pintaron rayas, círculos y puntos en la cara, luego se ataron plumas y semillas en los brazos. Al verlos, Timothy Bruce y Kate Coid insistieron en tomarles fotos y Omayra Torres en peinar el cabello rizado de la chica y adornarlo con minúsculas orquídeas. César Santos, en cambio, no los celebró: la visión de su hija decorada como una doncella indígena pareció llenarlo de tristeza.

Cuando disminuyó la luz, calcularon que en alguna parte el sol se aprestaba para desaparecer en el horizonte, dando paso a la noche; bajo la cúpula de los árboles rara vez aparecía, su resplandor era difuso, filtrado por el encaje verde de la naturaleza. Sólo a veces, donde había caído un árbol, se veía claramente el ojo azul del cielo. A esa hora las sombras de la vegetación comenzaban a envolverlos como un cerco, en menos de una hora el bosque se tornaría negro y pesado. Nadia pidió a Alex que tocara la flauta para distraerlos y durante un rato la música, delicada y cristalina, invadió la selva. Borobá, el monito, seguía la melodía, moviendo la cabeza al compás de las notas. César Santos y la doctora Omayra Torres, en cuclillas junto a la fogata, estaban asando unos pescados para la cena. Kate Coid, Timothy Bruce y uno de los soldados se dedicaban a afirmar las carpas y proteger las provisiones de los monos y las hormigas. Karakawe y el otro soldado, armados y alertas, vigilaban. El profesor Leblanc dictaba las ideas que pasaban por su mente en una grabadora de bolsillo, que siempre llevaba a mano para cuando se le ocurría un pensamiento trascendental que la humanidad no debía perder, lo cual ocurría con tal frecuencia que los muchachos, fastidiados, esperaban la oportunidad de robarle las pilas. Como a los quince minutos del concierto de flauta, la atención de Borobá cambió súbitamente de foco; el mono comenzó a dar saltos, tironeando la ropa de su ama, inquieto. Al principio Nadia pretendió ignorarlo, pero el animal no la dejó en paz hasta que ella se puso de pie. Después de atisbar hacia la espesura, ella llamó a Alex con un gesto, guiándolo lejos del círculo de luz de la fogata, sin llamar la atención de los otros.

– Chisss -dijo, llevándose un dedo a los labios.

Todavía quedaba algo de claridad diurna, pero casi no se distinguían colores, el mundo aparecía en tonos de gris y negro. Alex se había sentido constantemente observado desde que saliera de Santa María de la Lluvia, pero justo esa tarde la impresión de ser espiado había desaparecido. Lo invadía una sensación de calma y seguridad que no había tenido en muchos días. También se había esfumado el penetrante olor que acompañó el asesinato del soldado la noche anterior. Los dos muchachos y Borobá se internaron unos metros en la vegetación y allí aguardaron, con más curiosidad que inquietud. Sin haberlo dicho, suponían que si había indios por los alrededores y tuvieran intención de hacerles daño, ya lo habrían hecho, porque los miembros de la expedición, bien iluminados por la hoguera del campamento, estaban expuestos a sus flechas y dardos envenenados.