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Esperaron quietos, sintiendo que se hundían en una algodonosa niebla, como si al caer la noche se perdieran las dimensiones habituales de la realidad. Entonces, poco a poco, Alex comenzó a ver a los seres que los rodeaban, uno a uno. Estaban desnudos, pintados de rayas y manchas, con plumas y tiras de cuero atadas en los brazos, silenciosos, ligeros, inmóviles. A pesar de encontrarse a su lado, era difícil verlos; se mimetizaban tan perfectamente con la naturaleza, que resultaban invisibles, como tenues fantasmas. Cuando pudo distinguirlos, Alex calculó que había por lo menos veinte de ellos, todos hombres y con sus primitivas armas en las manos.

– Aía -susurró Nadia muy quedamente.

Nadie contestó, pero un movimiento apenas perceptible entre las hojas indicó que los indios se aproximaban. En la penumbra y sin anteojos, Alex no estaba seguro de lo que veía, pero su corazón se disparó en loca carrera y sintió que la sangre se le agolpaba en las sienes. Lo envolvió la misma alucinante sensación de estar viviendo un sueño, que tuvo en presencia del jaguar negro en el patio de Mauro Carías. Había una tensión similar, como si los acontecimientos transcurrieran en una burbuja de vidrio que en cualquier instante podía hacerse añicos. El peligro estaba en el aire, tal como lo había estado con el jaguar, pero el chico no tuvo miedo. No se creyó amenazado por aquellos seres transparentes que flotaban entre los árboles. La idea de sacar su navaja o de llamar pidiendo socorro no se le ocurrió. En cambio pasó por su mente, como un relámpago, una escena que había visto años antes en una película: el encuentro de un niño con un extraterrestre. La situación que vivía en ese momento era similar. Pensó, maravillado, que no cambiaría esa experiencia por nada en el mundo.

– Aía -repitió Nadia.

– Aía -murmuró él también.

No hubo respuesta.

Los muchachos esperaron, sin soltarse las manos, quietos como estatuas, y también Borobá se mantuvo inmóvil, expectante, como si supiera que participaba en un instante precioso. Pasaron minutos interminables y la noche se dejó caer con gran rapidez, arropándolos por completo. Finalmente se dieron cuenta de que estaban solos; los indios se habían esfumado con la misma ligereza con que habían surgido de la nada.

– ¿Quiénes eran? -preguntó Alex cuando volvieron al campamento.

– Deben ser la «gente de la neblina», los invisibles, los habitantes más remotos y misteriosos del Amazonas. Se sabe que existen, pero nadie en verdad ha hablado con ellos.

– ¿Qué quieren de nosotros? -preguntó Alex.

– Ver cómo somos, tal vez… -sugirió ella.

– Lo mismo quiero yo -dijo él.

– No le digamos a nadie que los hemos visto, Jaguar.

– Es raro que no nos hayan atacado y que tampoco se acerquen atraídos por los regalos que colgó tu papá -comentó el muchacho.

– ¿Crees que fueron ellos los que mataron al soldado en la lancha? -preguntó Nadia.

– No lo sé, pero si son los mismos ¿por qué no nos atacaron hoy? Esa noche Alex hizo su guardia junto a su abuela sin temor, porque no percibió el olor de la Bestia y no le preocupaban los indios. Después del extraño encuentro con ellos, estaba convencido de que unas pistolas servirían de muy poco en caso que quisieran atacarlos. ¿Cómo apuntar a esos seres casi invisibles? Los indios se disolvían como sombras en la noche, eran mudos fantasmas que podían caerles encima y asesinarlos en cuestión de un instante sin que ellos alcanzaran a darse cuenta. En el fondo, sin embargo, él tenía la certeza de que las intenciones de la gente de la neblina no eran ésas.

RAPTADOS

El día siguiente transcurrió lento y fastidioso con tanta lluvia que no alcanzaban a secar la ropa antes que cayera otro chapuzón. Esa misma noche desaparecieron los dos soldados durante su turno y pronto vieron que tampoco estaba la lancha. Los hombres, que desde la muerte de sus compañeros estaban aterrorizados, huyeron por el río. Estuvieron a punto de amotinarse cuando no les permitieron regresar a Santa María de la Lluvia con la primera lancha; nadie les pagaba por arriesgar la vida, dijeron. César Santos les respondió que justamente para eso les pagaban: ¿no eran soldados, acaso? La decisión de huir podría costarles muy cara, pero prefirieron enfrentar una corte marcial antes que morir en manos de los indios o de la Bestia. Para el resto de los expedicionarios, esa lancha representaba la única posibilidad de regresar a la civilización; sin ella y sin la radio se encontraban definitivamente aislados.

– Los indios saben que estamos aquí. ¡No podemos quedarnos! -exclamó el profesor Leblanc.

– ¿Adónde pretende ir, profesor? Si nos movemos, cuando lleguen los helicópteros no nos encontrarán. Desde el aire sólo se ve una masa verde, jamás darían con nosotros -explicó César Santos.

– ¿No podemos seguir el cauce del río y tratar de volver a Santa María de la Lluvia por nuestros propios medios? -sugirió Kate Coid.

– Es imposible hacerlo a pie. Hay demasiados obstáculos y desvíos -replicó el guía.

– ¡Esto es culpa suya, Coid! Deberíamos haber regresado todos a Santa María de la Lluvia, como yo propuse -alegó el profesor.

– Muy bien, es culpa mía. ¿Qué hará al respecto? -preguntó la escritora.

– ¡La denunciaré! ¡Voy a arruinar su carrera!

– Tal vez sea yo quien arruine la suya, profesor -replicó ella sin inmutarse.

César Santos los interrumpió diciendo que, en vez de discutir, debían unir las fuerzas y evaluar la situación: los indios desconfiaban y no habían demostrado interés por los regalos, se limitaban a observarlos, pero no los habían atacado.

– ¿Le parece poco lo que le hicieron a ese pobre soldado? -preguntó, sarcástico, Leblanc.

– No creo que fueran los indios, no es ésa su manera de pelear. Si tenemos suerte, ésta puede ser una tribu pacífica -replicó el guía.

– Pero si no tenemos suerte, nos comerán -gruñó el antropólogo.

– Sería perfecto, profesor. Así usted podría probar su teoría sobre la ferocidad de los indios -dijo Kate.

– Bueno, basta de tonterías. Hay que tomar una decisión. Nos quedamos o nos vamos… -los cortó el fotógrafo Timothy Bruce.

– Han pasado casi tres días desde que se fue la primera lancha. Como iba con la corriente y Matuwe conoce el camino, ya deben estar en Santa María de la Lluvia. Mañana, o a lo más dentro de dos días, llegarán los helicópteros del capitán Ariosto. Volarán de día, así es que mantendremos una hoguera siempre encendida, para que vean el humo. La situación es difícil, como dije, pero no es grave, hay mucha gente que sabe dónde estamos, vendrán a buscarnos -aseguró César Santos.

Nadia estaba tranquila, abrazada a su monito, como si no comprendiera la magnitud de lo que les sucedía. Alex, en cambio, concluyó que nunca se había encontrado en tanto peligro, ni siquiera cuando quedó colgando en El Capitán, una roca escarpada que sólo los más expertos se atrevían a escalar. Si no hubiera ido atado por una cuerda a la cintura de su padre, se habría matado. César Santos había advertido a los expedicionarios contra diversos insectos y animales de la selva, desde tarántulas hasta serpientes, pero olvidó mencionar las hormigas. Alex había renunciado a usar sus botas, no sólo porque estaban siempre húmedas y con mal olor, sino porque le apretaban; suponía que con el agua se habían encogido. A pesar de que los primeros días no se sacaba las chancletas que le dio César Santos, los pies se le llenaron de costras y durezas.

– Éste no es lugar para pies delicados -fue el único comentario de su abuela cuando le mostró las cortaduras sangrantes en los pies.

Su indiferencia se tornó en inquietud cuando a su nieto lo picó una hormiga de fuego. El muchacho no pudo evitar un alarido: sintió que lo quemaban con un cigarro en el tobillo. La hormiga le dejó una pequeña marca blanca que a los pocos minutos se volvió roja e hinchada como una cereza. El dolor ascendió en llamaradas por la pierna y no pudo dar ni un paso más. La doctora Omayra Torres le advirtió que el veneno haría su efecto durante varias horas y habría que soportarlo sin más alivio que compresas de agua caliente.