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Los guerreros depositaron en el suelo la camilla de Mokarita, que al punto fue rodeada por los habitantes de la aldea. Se comunicaban en susurros y en un tono melódico, imitando los sonidos del bosque, la lluvia, el agua sobre las piedras de los ríos, tal como hablaba Walimaí. Maravillado, Alex se dio cuenta que podía comprender bastante bien, siempre que no hiciera un esfuerzo, debía «oír con el corazón». Según Nadia, quien tenía una facilidad asombrosa para las lenguas, las palabras no son tan importantes cuando se entienden las intenciones.

Iyomi, la esposa de Mokarita, aún más anciana que él, se aproximó. Los demás le abrieron paso con respeto y ella se arrodilló junto a su marido, sin una lágrima, murmurando palabras de consuelo en su oreja, mientras las demás mujeres formaban un coro a su alrededor, serias y en silencio, sosteniendo a la pareja con su cercanía, pero sin intervenir.

Muy pronto cayó la noche y el aire se tornó frío. Normalmente en un shabono había siempre bajo el gran techo común un collar de fogatas encendidas para cocinar y proveer calor, pero en Tapirawa-teri el fuego estaba disimulado, como todo lo demás. Las pequeñas hogueras se encendían sólo de noche y dentro de las chozas, sobre un altar de piedra, para no llamar la atención de los posibles enemigos o los malos espíritus. El humo escapaba por las ranuras del techo, dispersándose en el aire. Al principio Alex tuvo la impresión de que las viviendas estaban distribuidas al azar entre los árboles, pero pronto comprendió que estaban colocadas en forma vagamente circular, como un shabono, y conectadas por túneles o techos de ramas, dando unidad a la aldea. Sus habitantes podían trasladarse mediante esa red de senderos ocultos, protegidos en caso de ataque y resguardados de la lluvia y el sol.

Los indios se agrupaban por familias, pero los muchachos adolescentes y hombres solteros vivían separados en una habitación común, donde había hamacas colgadas de palos y esterillas en el suelo. Allí instalaron a Alex, mientras Nadia fue llevada a la morada de Mokarita. El jefe indio se había casado en la pubertad con Iyomi, su compañera de toda la vida, pero tenía además dos esposas jóvenes y un gran número de hijos y nietos. No llevaba la cuenta de la descendencia, porque en realidad tampoco importaba quiénes eran los padres: los niños se criaban todos juntos, protegidos y cuidados por los miembros de la aldea.

Nadia averiguó que entre la gente de la neblina era común tener varias esposas o varios maridos; nadie se quedaba solo. Si un hombre moría, sus hijos y esposas eran de inmediato adoptados por otro que pudiera protegerlos y proveer para ellos. Ese era el caso de Tahama, quien debía ser buen cazador, porque tenía la responsabilidad de varias mujeres y una docena de criaturas. A su vez una madre, cuyo esposo era un mal cazador, podía conseguir otros maridos para que la ayudaran a alimentar a sus hijos. Los padres solían prometer en matrimonio a las niñas cuando nacían, pero ninguna muchacha era obligada a casarse o a permanecer junto a un hombre contra su voluntad. El abuso contra mujeres y niños era tabú y quien lo violaba perdía a su familia y quedaba condenado a dormir solo, porque tampoco era aceptado en la choza de los solteros. El único castigo entre la gente de la neblina era el aislamiento: nada temían tanto como ser excluidos de la comunidad. Por lo demás, la idea de premio y castigo no existía entre ellos; los niños aprendían imitando a los adultos, porque si no lo hacían estaban destinados a perecer. Debían aprender a cazar, pescar, plantar y cosechar, respetar a la naturaleza y a los demás, ayudar, mantener su puesto en la aldea. Cada uno aprendía con su propio ritmo y de acuerdo a su capacidad.

A veces no nacían suficientes niñas en una generación, entonces los hombres partían en largas excursiones en busca de esposas. Por su parte, las muchachas de la aldea podían encontrar marido durante las raras ocasiones en que visitaban otras regiones. También se mezclaban adoptando familias de otras tribus, abandonadas después de una batalla, porque un grupo muy pequeño no podía sobrevivir en la selva. De vez en cuando había que declarar la guerra a otro shabono, así se hacían fuertes los guerreros y se intercambiaban parejas. Era muy triste cuando los jóvenes se despedían para ir a vivir en otra tribu, porque muy raramente volvían a ver a su familia. La gente de la neblina guardaba celosamente el secreto de su aldea, para defenderse de ser atacados y de las costumbres de los forasteros. Habían vivido igual durante miles de años y no deseaban cambiar. En el interior de las chozas había muy poco: hamacas, calabazas, hachas de piedra, cuchillos de dientes o garras, varios animales domésticos, que pertenecían a la comunidad y entraban y salían a gusto. En el dormitorio de los solteros se guardaban arcos, flechas, cerbatanas y dardos. No había nada superfluo, tampoco objetos de arte, sólo lo esencial para la estricta supervivencia y el resto lo proveía la naturaleza. Alexander Coid no vio ni un solo objeto de metal que indicara contacto con el mundo exterior y recordó cómo la gente de la neblina no había tocado los regalos colgados por César Santos para atraerlos. En eso también se diferenciaba de las otras tribus de la región, que sucumbían una a una a la codicia por el acero y otros bienes de los forasteros.

Cuando bajó la temperatura, Alex se puso su ropa, pero igual tiritaba. Por la noche vio que sus compañeros de vivienda dormían de a dos en las hamacas o amontonados en el suelo para infundirse calor, pero él venía de una cultura donde el contacto físico entre varones no se tolera; los hombres sólo se tocan en arranques de violencia o en los deportes más rudos. Se acostó solo en un rincón sintiéndose insignificante, menos que una pulga. Ese pequeño grupo humano en una diminuta aldea de la selva era invisible en la inmensidad del espacio sideral. Su tiempo de vida era menos que una fracción de segundo en el infinito. O tal vez ni siquiera existían, tal vez los seres humanos, los planetas y el resto de la Creación eran sueños, ilusiones. Sonrió con humildad al recordar que pocos días antes él todavía se creía el centro del universo. Tenía frío y hambre, supuso que ésa sería una noche muy larga, pero en menos de cinco minutos estaba durmiendo como si lo hubieran anestesiado.

Despertó acurrucado en el suelo sobre una esterilla de paja, apretado entre dos fornidos guerreros, que roncaban y resoplaban en su oreja como solía hacer su perro Poncho. Se desprendió con dificultad de los brazos de los indios y se levantó discretamente, pero no llegó muy lejos, porque atravesada en el umbral había una culebra gorda de más de dos metros de largo. Se quedó petrificado, sin atreverse a dar un paso, a pesar de que el reptil no daba muestras de vida: estaba muerto o dormido. Pronto los indios se sacudieron el sueño y comenzaron sus actividades con la mayor calma, pasando por encima de la culebra sin prestarle atención. Era una boa constrictor domesticada, cuya misión consistía en eliminar ratas, murciélagos, escorpiones y espantar a las serpientes venenosas. Entre la gente de la neblina había muchas mascotas: monos que se criaban con los niños, perritos que las mujeres amamantaban igual que a sus hijos, tucanes, loros, iguanas y hasta un decrépito jaguar amarillo, inofensivo, con una pata coja. Las boas, bien alimentadas y por lo general letárgicas, se prestaban para que los niños jugaran con ellas. Alex pensó en lo feliz que estaría su hermana Nicole en medio de aquella exótica fauna amaestrada. Buena parte del día se fue en preparar la fiesta para celebrar el regreso de los guerreros y la visita de las dos «almas blancas», como llamaron a Nadia y Alex. Todos participaron, menos un hombre, que permaneció sentado en un extremo de la aldea, separado de los demás. El indio cumplía el rito de purificación -unokaimú- obligatorio cuando se ha matado a otro ser humano. Alex se enteró que unokaimú consistía en ayuno total, silencio e inmovilidad durante varios días, de esa manera el espíritu del muerto, que había escapado por las narices del cadáver para pegarse en el esternón del asesino, iría poco a poco desprendiéndose. Si el homicida consumía cualquier alimento, el fantasma de su víctima engordaba y su peso acababa por aplastarlo. Frente al guerrero inmóvil en unokaimú había una larga cerbatana de bambú decorada con extraños símbolos, idénticos a los del dardo envenenado que atravesó el corazón de uno de los soldados de la expedición durante el viaje por el río.