Algunos hombres partieron a cazar y pescar, guiados por Tahama, mientras varias mujeres fueron a buscar maíz y plátanos a los pequeños huertos disimulados en el bosque y otras se dedicaron a moler mandioca. Los niños más pequeños juntaban hormigas y otros insectos para cocinarlos; los mayores recolectaron nueces y frutas, otros subieron con increíble agilidad a uno de los árboles para sacar miel de un panal; única fuente de azúcar en la selva. Desde que podían tenerse en pie, los muchachos aprendían a trepar, eran capaces de correr sobre las ramas más altas de un árbol sin perder el equilibrio. De sólo verlos suspendidos a gran altura, como simios, Nadia sentía vértigo.
Entregaron a Alex un canasto, le enseñaron a atárselo colgado de la cabeza y le indicaron que siguiera a otros jóvenes de su edad. Caminaron un buen rato bosque adentro, cruzaron el río sujetándose con pértigas y lianas, y llegaron frente a unas esbeltas palmeras cuyos troncos estaban erizados de afiladas espinas. Bajo las copas, a más de quince metros de altura, brillaban racimos de un fruto amarillo parecido al durazno. Los jóvenes amarraron unos palos para hacer dos firmes cruces, rodearon el tronco con una y pusieron la otra más arriba. Uno de ellos trepó en la primera, empujó la otra hacia arriba, se subió en ésa, estiró la mano para elevar la cruz de más abajo y así fue ascendiendo con la agilidad de un trapecista hasta la cumbre. Alex había oído hablar de esa hazaña, pero hasta que no la vio no entendió cómo se podía subir sin herirse con las espinas. Desde arriba el indio lanzó los frutos, que los demás recogieron en los canastos. Más tarde las mujeres de la aldea los molieron, mezclados con plátano, para hacer una sopa, muy apreciada entre la gente de la neblina.
A pesar de que todos estaban atareados con los preparativos, había un ambiente relajado y festivo. Nadie se apuraba y sobró tiempo para remojarse alegremente durante horas en el río. Mientras chapoteaba con otros jóvenes, Alexander Coid pensó que nunca el mundo le había parecido tan hermoso y nunca volvería a ser tan libre. Después del largo baño las muchachas de Tapirawa-teri prepararon pinturas vegetales de diferentes colores y decoraron a todos los miembros de la tribu, incluso los bebés, con intrincados dibujos. Entretanto los hombres de más edad molían y mezclaban hojas y cortezas de diversos árboles para obtener yopo, el polvo mágico de las ceremonias.
RITO DE INICIACIÓN
La fiesta comenzó por la tarde y duró toda la noche. Los indios, pintados de pies a cabeza, cantaron, bailaron y comieron hasta hartarse. Era una descortesía que un invitado rechazara el ofrecimiento de comida o bebida, de manera que Alex y Nadia, imitando a los demás, se llenaron la panza hasta sufrir arcadas, lo cual se consideraba una muestra de muy buenos modales. Los niños corrían con grandes mariposas y escarabajos fosforescentes atados con largos cabellos. Las mujeres, adornadas con luciérnagas, orquídeas y plumas en las orejas y palillos atravesados en los labios, comenzaron la fiesta dividiéndose en dos bandos, que se enfrentaban cantando en una amistosa competencia. Luego invitaron a los hombres a danzar inspiradas en los movimientos de los animales cuando se emparejan en la estación de las lluvias. Finalmente los hombres se lucieron solos, primero girando en una rueda imitando monos, jaguares y caimanes, enseguida hicieron una demostración de fuerza y destreza blandiendo sus armas y dando saltos ornamentales. A Nadia y Alex les daba vueltas la cabeza, estaban mareados por el espectáculo, el tam tam de los tambores, los cánticos, los gritos, los ruidos de la selva a su alrededor. Mokarita había sido colocado en el centro de la aldea, donde recibía los saludos ceremoniosos de todos. Aunque bebía pequeños sorbos de masato, no pudo probar la comida. Otro anciano, con reputación de curandero, se presentó ante él cubierto con una costra de barro seco y una resma a la cual le habían pegado plumitas blancas, dándole el aspecto de un extraño pájaro recién nacido. El curandero estuvo largo rato dando saltos y alaridos para espantar a los demonios que habían entrado en el cuerpo del jefe. Luego le chupó varias partes del vientre y el pecho, haciendo la mímica de aspirar los malos humores y escupirlos lejos. Además frotó al moribundo con una pasta de paranary, una planta empleada en el Amazonas para curar heridas; sin embargo, las heridas de Mokarita no eran visibles y el remedio no tuvo efecto alguno. Alex supuso que la caída había reventado algún órgano interior del jefe, tal vez el hígado, pues a medida que pasaban las horas el anciano iba poniéndose más y más débil, mientras un hilo de sangre escapaba por la comisura de sus labios.
Al amanecer Mokarita llamó a su lado a Nadia y Alex y con las pocas fuerzas que le quedaban les explicó que ellos eran los únicos forasteros que habían pisado Tapirawa-teri desde la fundación de la aldea.
– Las almas de la gente de la neblina y de nuestros antepasados habitan aquí. Los nahab hablan con mentiras y no conocen la justicia, pueden ensuciar nuestras almas -dijo.
Habían sido invitados, agregó, por instrucciones del gran chamán, quien les había advertido que Nadia estaba destinada a ayudarlos. No sabía qué papel jugaba Alex en los acontecimientos que vendrían, pero como compañero de la niña también era bienvenido en Tapirawa-teri. Alexander y Nadia entendieron que se refería a Walimaí y a su profecía sobre el Rahakanariwa.
– ¿Qué forma adopta el Rahakanariwa? -preguntó Alex.
– Muchas formas. Es un pájaro chupasangre. No es humano, actúa como un demente, nunca se sabe lo que hará, siempre está sediento de sangre, se enoja y castiga -explicó Mokarita.
– ¿Han visto unos grandes pájaros? -preguntó Alex.
– Hemos visto a los pájaros que hacen ruido y viento, pero ellos no nos han visto a nosotros. Sabemos que no son el Rahakanariwa, aunque se parecen mucho, ésos son los pájaros de los nahab. Vuelan sólo de día, nunca de noche, por eso tenemos cuidado al encender fuego, para que el pájaro no vea el humo. Por eso vivimos escondidos. Por eso somos el pueblo invisible -replicó Mokarita.
– Los nahab vendrán tarde o temprano, es inevitable. ¿Qué hará la gente de la neblina entonces?
– Mi tiempo en el Ojo del Mundo se está terminando. El jefe que venga después de mí deberá decidir -replicó Mokarita débilmente. Mokarita murió al amanecer. Un coro de lamentos sacudió a Tapirawa-teri durante horas: nadie pocha recordar el tiempo anterior a ese jefe, que había guiado a la tribu durante muchas décadas. La corona de plumas amarillas, símbolo de su autoridad, fue colocada sobre un poste hasta que el sucesor fuera desaguado, entretanto la gente de la neblina se despojó de sus adornos y se cubrió de barro, carbón y ceniza, en signo de duelo. Reinaba gran inquietud, porque creían que la muerte rara vez se presenta por razones naturales, en general la causa es un enemigo que ha empleado magia para hacer daño. La forma de apaciguar al espíritu del muerto es encontrar el enemigo y eliminarlo, de otro modo el fantasma se queda en el mundo molestando a los vivos. Si el enemigo era de otra tribu, eso podía conducir a una batalla, pero si era de la misma aldea, se podía «matar» simbólicamente mediante una ceremonia apropiada. Los guerreros, que habían pasado la noche bebiendo masato, estaban muy excitados ante la idea de vencer al enemigo causante de la muerte de Mokarita. Descubrirlo y derrotarlo era una cuestión de honor. Ninguno aspiraba a reemplazarlo, porque entre ellos no existían las jerarquías, nadie era más importante que los demás, el jefe sólo tenía más obligaciones. Mokarita no era respetado por su posición de mando, sino porque era muy anciano, eso significaba más experiencia y conocimiento. Los hombres, embriagados y enardecidos, podían ponerse violentos de un momento a otro.