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– Creo que ha llegado el momento de llamar a Walimaí -susurró Nadia a Alex.

Se retiró a un extremo de la aldea, se quitó el amuleto del cuello y comenzó a soplarlo. El agudo graznido de lechuza que emitía el hueso tallado sonó extraño en ese lugar. Nadia imaginaba que bastaba con usar el talismán para ver aparecer a Walimaí por arte de magia, pero por mucho que sopló, el chamán no se presentó.

En las horas siguientes la tensión en la aldea fue aumentando. Uno de los guerreros agredió a Tahama y éste le devolvió el gesto con un garrotazo en la cabeza, que lo dejó tirado en el suelo y sangrando; debieron intervenir varios hombres para separar y calmar a los exaltados. Finalmente decidieron resolver el conflicto mediante el yopo, un polvo verde que, como el masato, sólo usaban los varones. Se distribuyeron de a dos, cada pareja provista de una larga caña hueca y tallada en la punta, a través de la cual se soplaban el polvo unos a otros directamente en la nariz. El yopo se introducía hasta el cerebro con la fuerza de un mazazo y el hombre caía hacia atrás gritando de dolor, enseguida empezaba a vomitar, dar saltos, gruñir y ver visiones, mientras una mucosidad verde le salía por las fosas nasales y la boca. No era un espectáculo muy agradable, pero lo usaban para transportarse al mundo de los espíritus. Unos hombres se convirtieron en demonios, otros asumieron el alma de diversos animales, otros profetizaron el futuro, pero a ninguno se le apareció el fantasma de Mokarita para designar su sucesor.

Alex y Nadia sospechaban que ese pandemónium iba a terminar con violencia y prefirieron mantenerse apartados y mudos, con la esperanza de que nadie se acordara de ellos. No tuvieron suerte, porque de pronto uno de los guerreros tuvo la visión de que el enemigo de Mokarita, el causante de su fallecimiento, era el muchacho forastero. En un instante los demás se juntaron para castigar al supuesto asesino del jefe y, enarbolando garrotes, salieron tras de Alex. Ese no era el momento de pensar en la flauta como medio para calmar los ánimos; el chico echó a correr como una gacela. Sus únicas ventajas eran la desesperación, que le daba alas, y el hecho de que sus perseguidores no estaban en las mejores condiciones. Los indios intoxicados tropezaban, se empujaban y en la confusión se daban palos unos a otros, mientras las mujeres y los niños corrían a su alrededor animándolos. Alex creyó que había llegado la hora de su muerte y la imagen de su madre pasó como un relámpago por su mente, mientras corría y corría en el bosque.

El muchacho americano no podía competir en velocidad ni destreza con esos guerreros indígenas, pero éstos estaban drogados y fueron cayendo por el camino, uno a uno. Por fin pudo refugiarse bajo un árbol, acezando, extenuado. Cuando creía que estaba a salvo, se sintió rodeado y antes que pudiera echar a correr de nuevo, las mujeres de la tribu le cayeron encima. Se reían, como si haberlo cazado fuera sólo una broma pesada, pero lo sujetaron firmemente y, a pesar de sus manotazos y patadas, entre todas lo arrastraron de vuelta a Tapirawa-teri, donde lo ataron a un árbol. Más de alguna muchacha le hizo cosquillas y otras le metieron trozos de fruta en la boca, pero a pesar de esas atenciones, dejaron las ligaduras bien anudadas. Para entonces el efecto del yopo comenzaba a ceder y poco a poco los hombres iban abandonando sus visiones para regresar a la realidad agotados. Pasarían varias horas antes que recuperaran la lucidez y las fuerzas.

Alex, adolorido por haber sido arrastrado por el suelo, y humillado por las burlas de las mujeres, recordó las escalofriantes historias del profesor Ludovic Leblanc. Si su teoría era acertada, se lo comerían. ¿Y qué pasaría con Nadia? Se sentía responsable por ella. Pensó que en las películas y en las novelas ése sería el momento en que llegan los helicópteros a rescatarlo y miró el cielo sin esperanza, porque en la vida real los helicópteros nunca llegan a tiempo. Entretanto Nadia se había acercado al árbol sin que nadie la detuviera, porque ninguno de los guerreros podía imaginar que una muchacha se atreviera a desafiarlos. Alex y Nadia se habían puesto su ropa al caer el frío de la primera noche y como ya la gente de la neblina se había acostumbrado a verlos vestidos, no sintieron la necesidad de quitársela. Alex llevaba el cinturón donde colgaba su flauta, su brújula y su navaja, que Nadia usó para soltarlo. En las películas también basta un movimiento para cortar una cuerda, pero ella debió aserrar un buen rato las tiras de cuero que lo sujetaban al poste, mientras él sudaba de impaciencia. Los niños y algunas mujeres de la tribu se aproximaron a ver lo que hacía, asombrados de su atrevimiento, pero ella actuó con tal seguridad, blandiendo la navaja ante las narices de los curiosos, que nadie intervino y a los diez minutos Alex estaba libre. Los dos amigos empezaron a retroceder disimuladamente, sin atreverse a echar a correr para no atraer la atención de los guerreros. Ese era el momento en que el arte de la invisibilidad les hubiera servido mucho. Los jóvenes forasteros no alcanzaron a llegar muy lejos, porque Walimaí hizo su entrada a la aldea. El anciano brujo apareció con su colección de bolsitas colgadas del bastón, su corta lanza y el cilindro de cuarzo que sonaba como un cascabel. Contenía piedrecillas recogidas en el sitio donde había caído un rayo, era el símbolo de los curanderos y chamanes y representaba el poder del Sol Padre. Venía acompañado por una muchacha joven, con el cabello como un manto negro colgando hasta la cintura, las cejas depiladas, collares de cuentas y unos palillos pulidos atravesados en las mejillas y la nariz. Era muy bella y parecía alegre, aunque no decía ni una palabra, siempre estaba sonriendo. Alex comprendió que era la esposa ángel del chamán y celebró que ahora podía verla, eso significaba que algo se había abierto en su entendimiento o en su intuición. Tal como le había enseñado Nadia: había que «ver con el corazón». Ella le había contado que muchos años atrás, cuando Walimaí era aún joven, se vio obligado a matar a la muchacha, hiriéndola con su cuchillo envenenado, para librarla de la esclavitud. No fue un crimen, sino un favor que él le hizo, pero de todos modos el alma de ella se le pegó en el pecho. Walimaí huyó a lo más profundo de la selva, llevándose el alma de la joven donde nadie pudiera encontrarla jamás. Allí cumplió con los ritos de purificación obligatorios, el ayuno y la inmovilidad. Sin embargo, durante el viaje él y la mujer se habían enamorado y, una vez terminado el rito del unokaimú, el espíritu de ella no quiso despedirse y prefirió quedarse en este mundo junto al hombre que amaba. Eso había sucedido hacía casi un siglo y desde entonces acompañaba a Walimaí siempre, esperando el momento en que él pudiera volar con ella convertido también en espíritu.

La presencia de Walimaí alivió la tensión en Tapirawa-teri y los mismos guerreros que poco antes estaban dispuestos a masacrar a Alex ahora lo trataban con amabilidad. La tribu respetaba y temía al gran chamán porque poseía la habilidad sobrenatural de interpretar signos. Todos soñaban y tenían visiones, pero sólo aquellos elegidos, como Walimaí, viajaban al mundo de los espíritus superiores, donde aprendían el significado de las visiones y podían guiar a los demás y cambiar el rumbo de los desastres naturales.

El anciano anunció que el muchacho tenía el alma del jaguar negro, animal sagrado, y había venido de muy lejos a ayudar a la gente de la neblina. Explicó que ésos eran tiempos muy extraños, tiempos en que la frontera entre el mundo de aquí y el mundo de allá era difusa, tiempos en que el Rahakanariwa podía devorarlos a todos. Les recordó la existencia de los nahab, que la mayoría de ellos sólo conocía por los cuentos que contaban sus hermanos de otras tribus de las tierras bajas. Los guerreros de Tapirawa-teri habían espiado durante días a la expedición del International Geographic, pero ninguno comprendía las acciones ni los hábitos de esos extraños forasteros. Walimaí, quien en su siglo de vida había visto mucho, les contó lo que sabía.