En la luz vacilante vieron elevarse una nube oscura y compacta de miles y miles de murciélagos. Estaban en una caverna de roca, rodeados de agua que chorreaba por las paredes y cubría el suelo como una laguna oscura. Varios túneles naturales salían en diferentes direcciones, unos más amplios que otros, formando un intrincado laberinto subterráneo. Sin vacilar, el indio se dirigió a uno de los pasadizos, con los muchachos pisándole los talones.
Alex recordó la historia del hilo de Ariadna, que, según la mitología griega, permitió a Teseo regresar de las profundidades del laberinto, después de matar al feroz minotauro. El no contaba con un rollo de hilo para señalar el camino y se preguntó cómo saldrían de allí en caso que fallara Walimaí. Como la aguja de su brújula vibraba sin rumbo, dedujo que se hallaban en un campo magnético. Quiso dejar marcas con su navaja en las paredes, pero la roca era dura como granito y habría necesitado horas para tallar una muesca. Avanzaban de un túnel a otro, siempre ascendiendo por el interior del tepui con la improvisada antorcha como única defensa contra las tinieblas absolutas que los rodeaban. En las entrañas de la tierra no reinaba un silencio de tumba, como él hubiera imaginado, sino que oían aleteo de murciélagos, chillidos de ratas, carreras de pequeños animales, goteo de agua y un sordo golpe rítmico, el latido de un corazón, como si se encontraran dentro de un organismo vivo, un enorme animal en reposo. Ninguno habló, pero a veces Borobá lanzaba un grito asustado y entonces el eco del laberinto les devolvía el sonido multiplicado. El muchacho se preguntó qué clase de criaturas albergarían esas profundidades, tal vez serpientes o escorpiones venenosos, pero decidió no pensar en ninguna de esas posibilidades y mantener la cabeza fría, como parecía tenerla Nadia, quien marchaba tras Walimaí muda y confiada. Poco a poco vislumbraron el fin del largo pasadizo. Vieron una tenue claridad verde y al asomarse se encontraron en una gran caverna cuya hermosura era casi imposible describir. Por alguna parte entraba suficiente luz para alumbrar un vasto espacio, tan grande como una iglesia, donde se alzaban maravillosas formaciones de roca y minerales, como esculturas. El laberinto que habían dejado atrás era de piedra oscura, pero ahora estaban en una sala circular, iluminada, bajo una bóveda de catedral, rodeados de cristales y piedras preciosas. Alex sabía muy poco de minerales, pero pudo reconocer ópalos, topacios, ágatas, trozos de cuarzo y alabastro, jade y turmalina. Vio cristales como diamantes, otros lechosos, unos que parecían iluminados por dentro, otros veteados de verde, morado y rojo, como si estuvieran incrustados de esmeraldas, amatistas y rubíes. Estalactitas transparentes pendían del techo como puñales de hielo, goteando agua calcárea. Olía a humedad y, sorprendentemente, a flores. La mezcla era un aroma rancio, intenso y penetrante, un poco nauseabundo, mezcla de perfume y tumba. El aire era frío y crujiente, como suele serlo en invierno, después de nevar.
De pronto vieron que algo se movía en el otro extremo de la gruta y un instante después se desprendió de una roca de cristal azul algo que parecía un extraño pájaro, algo así como un reptil alado. El animal estiró las alas, disponiéndose a volar, y entonces Alex lo vio claramente: era similar a los dibujos que había visto de los legendarios dragones, sólo que del tamaño de un gran pelícano y muy bello. Los terribles dragones de las leyendas europeas, que siempre guardaban un tesoro o una doncella prisionera, eran definitivamente repelentes. El que tenía ante los ojos, sin embargo, era como los dragones que había visto en las festividades del barrio chino en San Francisco: pura alegría y vitalidad. De todos modos abrió su navaja del Ejército suizo y se dispuso a defenderse, pero Walimaí lo tranquilizó con un gesto.
La mujer espíritu del chamán, liviana como una libélula, cruzó volando la gruta y fue a posarse entre las alas del animal, cabalgándolo. Borobá chilló aterrado y mostró los dientes, pero Nadia lo hizo callar, embobada ante el dragón. Cuando logró reponerse lo suficiente empezó a llamar en el lenguaje de las aves y de los reptiles con la esperanza de atraerlo, pero el fabuloso animal examinó de lejos a los visitantes con sus pupilas coloradas e ignoró el llamado de Nadia. Luego levantó el vuelo, elegante y ligero, para dar una vuelta olímpica por la bóveda de la gruta, con la esposa de Walimaí en el lomo, como si quisiera simplemente mostrar la belleza de sus líneas y de sus escamas fosforescentes. Por último regresó a posarse sobre la roca de cristal azul, dobló sus alas y aguardó con la actitud impasible de un gato.
El espíritu de la mujer volvió donde su marido y allí quedó flotando, suspendida en el aire. Alex pensó cómo podría describir después lo que ahora veían sus ojos; habría dado cualquier cosa por tener la cámara de su abuela para dejar prueba de que ese lugar y esos seres existían de verdad, que él no había naufragado en la tempestad de sus propias alucinaciones. Dejaron la caverna encantada y el dragón alado con cierta lástima, sin saber si acaso volverían a verlos. Alex todavía procuraba encontrar explicaciones racionales para lo que sucedía, en cambio Nadia aceptaba lo maravilloso sin hacer preguntas. El muchacho supuso que esos tepuis, tan aislados del resto del planeta, eran los últimos enclaves de la era paleolítica, donde se habían preservado intactas la flora y la fauna de miles y miles de años atrás. Posiblemente se encontraban en una especie de isla de las Galápagos, donde las especies más antiguas habían escapado de las mutaciones o de la extinción. Ese dragón debía ser sólo un pájaro desconocido. En los cuentos folklóricos y la mitología de lugares muy diversos aparecían esos seres. Los había en la China, donde eran símbolo de buena suerte, tanto como en Inglaterra, donde servían para probar el valor de los caballeros como San Jorge. Posiblemente, concluyó, fueron animales que convivieron con los primeros seres humanos del planeta, a quienes la superstición popular recordaba como gigantescos reptiles que echaban fuego por las narices. El dragón de la gruta no emanaba llamaradas, sino un perfume penetrante de cortesana. Sin embargo no se le ocurría una explicación para la esposa de Walimaí, esa hada de aspecto humano que los acompañaba en su extraño viaje. Bueno, tal vez encontraría una después…
Siguieron a Walimaí por nuevos túneles, mientras la luz de la antorcha iba haciéndose cada vez más débil. Pasaron por otras grutas, pero ninguna tan espectacular como la primera, y vieron otras extrañas criaturas: aves de plumaje rojo con cuatro alas, que gruñían como perros, y unos gatos blancos de ojos ciegos, que estuvieron a punto de atacarlos, pero retrocedieron cuando Nadia los calmó en la lengua de los felinos. Al pasar por una cueva inundada debieron caminar con el agua al cuello, llevando a Borobá montado sobre la cabeza de su ama, y vieron unos peces dorados con alas, que nadaban entre sus piernas y de repente emprendían el vuelo, perdiéndose en la oscuridad de los túneles.
En otra cueva, que exhalaba una densa niebla púrpura, como la de ciertos crepúsculos, crecían inexplicables flores sobre la roca viva. Walimaí rozó una de ellas con su lanza y de inmediato salieron de entre los pétalos unos carnosos tentáculos, que se extendieron buscando a su presa. En un recodo de uno de los pasadizos vieron, a la luz anaranjada y vacilante de la antorcha, un nicho en la pared, donde había algo parecido a un niño petrificado en resina, como esos insectos que quedan atrapados en un trozo de ámbar. Alex imaginó que esa criatura había permanecido en su hermética tumba desde los albores de la humanidad y seguiría intacta en el mismo lugar dentro de miles y miles de años. ¿Cómo había llegado allí? ¿Cómo había muerto? Finalmente el grupo alcanzó al último pasaje de aquel inmenso laberinto. Asomaron a un espacio abierto, donde un chorro de luz blanca los cegó por unos instantes. Entonces vieron que estaban en una especie de balcón, un saliente de roca asomado en el interior de una montaña hueca, como el cráter de un volcán. El laberinto que habían recorrido penetraba en las profundidades del tepui, uniendo el exterior con el fabuloso mundo encerrado en su interior. Comprendieron que habían ascendido muchos metros por los túneles. Hacia arriba se extendían las laderas verticales del cerro, cubiertas de vegetación, perdiéndose entre las nubes. No se veía el cielo, sólo un techo espeso y blanco como algodón, por donde se filtraba la luz del sol creando un extraño fenómeno óptico: seis lunas transparentes flotando en un firmamento de leche. Eran las lunas que Alex había visto en sus visiones. En el aire volaban pájaros nunca vistos, algunos traslúcidos y livianos como medusas, otros pesados como negros cóndores, algunos como el dragón que habían visto en la gruta.