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– ¿Están seguros de que esto es lo que desean hacer? -preguntó el chamán.

– Yo si -decidió Nadia.

No tenía idea para qué servían los huevos ni por qué debía ir a buscarlos, pero no dudó de su visión. Debían ser muy valiosos o muy mágicos; por ellos estaba dispuesta a vencer su miedo más enraizado: el vértigo de la altura.

– Yo también -agregó Alex, pensando que iría hasta el mismo infierno con tal de salvar a su madre.

– Puede ser que vuelvan y puede ser que no vuelvan -se despidió el brujo, indiferente, porque para él la frontera entre la vida y la muerte era apenas una línea de humo que la menor brisa podía borrar.

Nadia desprendió a Borobá de su cintura y le explicó que no podría llevarlo donde ella iba. El mono se aferró a una pierna de Walimaí gimiendo y amenazando con el puño, pero no intentó desobedecerle. Los dos amigos se abrazaron estrechamente, atemorizados y conmovidos. Luego cada uno partió en la dirección señalada por Walimaí. Nadia Santos subió por la misma escalera tallada en la roca por donde había descendido con Walimaí y Alex desde el laberinto hasta la base del tepui. El ascenso hasta ese balcón no fue difícil, a pesar de que las gradas eran muy empinadas, carecían de un pasamano para sujetarse y los peldaños eran angostos, irregulares y gastados. Luchando contra el vértigo, echó una mirada rápida hacia abajo y vio el extraordinario paisaje verdeazul del valle, envuelto en tenue bruma, con la magnífica ciudad de oro al centro. Luego miró hacia arriba y sus ojos se perdieron en las nubes. La boca del tepui parecía más angosta que su base. ¿Cómo subiría por las laderas inclinadas? Necesitaría patas de escarabajo. ¿Cuán alto era en realidad el tepui cuánto tapaban las nubes? ¿Dónde exactamente estaba el nido? Decidió no pensar en los problemas sino en las soluciones: enfrentaría los obstáculos uno a uno, a medida que se presentaran. Si había podido subir por la cascada, bien podía hacer esto, pensó, aunque ya no iba atada a Jaguar por una cuerda y estaba sola.

Al llegar al balcón comprendió que allí terminaba la escalera, de allí para adelante debía subir colgando de lo que pudiera agarrar. Se acomodó el canasto a la espalda, cerró los ojos y buscó calma en su interior. Jaguar le había explicado que allí, en el centro de su ser, se concentran la energía vital y el valor. Respiró con todo su ánimo para que el aire limpio le llenara el pecho y recorriera los caminos de su cuerpo, hasta alcanzar las puntas de los dedos de los pies y las manos. Repitió la misma respiración profunda tres veces y, siempre con los ojos cerrados, visualizó el águila, su animal totémico. Imaginó que sus brazos se extendían, se alargaban, se transformaban en alas emplumadas, que sus piernas se convertían en patas terminadas en garras como garfios, que en su cara crecía un pico feroz y sus ojos se separaban hasta quedar a los lados de la cabeza. Sintió que su cabello, suave y crespo, se convertía en plumas duras pegadas al cráneo, que ella podía erizar a voluntad, plumas que contenían los conocimientos de las águilas: eran antenas para captar lo que estaba en el aire, incluso lo invisible. Su cuerpo perdió la flexibilidad y adquirió, en cambio, una ligereza tan absoluta, que podía desprenderse de la tierra y flotar con las estrellas. Experimentó un poder tremendo, toda la fuerza del águila en la sangre. Sintió que esa fuerza llegaba hasta la última fibra de su cuerpo y su conciencia. Soy Águila, pronunció en voz alta y enseguida abrió los ojos.

Nadia se aferró a una pequeña hendidura en la roca que había sobre su cabeza y colocó el pie en otra que había a la altura de su cintura. Izó el cuerpo y se detuvo hasta encontrar el equilibrio. Levantó la otra mano y buscó más arriba, hasta que pudo pescarse de una raíz mientras con el pie contrario tanteaba hasta dar con una grieta. Repitió el movimiento con la otra mano, buscando un saliente y cuando lo halló se elevó un poco más. La vegetación que crecía en las laderas la ayudaba, había raíces, arbustos y lianas. También vio arañazos profundos en las piedras y en algunos troncos; pensó que eran marcas de garras. Las Bestias debían haber subido también en busca de alimento, o bien no conocían el mapa del laberinto y cada vez que entraban o salían del tepui debían ascender hasta la cima y descender por el otro lado. Calculó que eso debía demorar días, tal vez semanas, dada la portentosa lentitud de esas gigantescas perezas.

Una parte de su mente, aún activa, comprendió que el hueco del tepui no era un cono invertido, como había supuesto por el efecto óptico de mirarlo desde abajo, sino que más bien se abría ligeramente. La boca del cráter era en realidad más ancha que la base. No necesitaría patas de escarabajo, después de todo, sólo concentración y coraje. Así escaló metro a metro, durante horas, con admirable determinación y una destreza recién adquirida. Esa destreza provenía del más recóndito y misterioso lugar, un lugar de calma dentro de su corazón, donde se hallaban los atributos nobles de su animal totémico. Ella era Águila, el pájaro de más alto vuelo, la reina del cielo, la que hace su nido donde sólo los ángeles alcanzan. El águila/niña siguió ascendiendo paso a paso. El aire caliente y húmedo del valle inferior se transformó en una brisa fresca, que la impulsó hacia arriba. Se detuvo a menudo, muy cansada, luchando contra la tentación de mirar hacia abajo o calcular la distancia hacia arriba, concentrada sólo en el próximo movimiento. Una sed terrible la abrasaba; sentía la boca llena de arena, con un sabor amargo, pero no podía soltarse para desprender de su espalda la calabaza de agua que le había dado Walimaí. Beberé cuando llegue arriba, murmuraba, pensando en el agua fría y limpia bañándola por dentro. Si al menos lloviera, pensó, pero ni una gota caía de las nubes. Cuando creía que ya no podría dar un paso más, sentía el talismán mágico de Walimaí colgado a su cuello y eso le daba valor. Era su protección. La había ayudado a ascender las rocas negras y lisas de la cascada, la había hecho amiga de los indios, la había amparado de las Bestias; mientras lo tuviera estaba a salvo.

Mucho después su cabeza alcanzó las primeras nubes, densas como merengue, y entonces una blancura de leche la envolvió. Siguió trepando a tientas, aferrándose a las rocas y la vegetación, cada vez más escasa a medida que subía. No tenía conciencia de que le sangraban las manos, las rodillas y los pies, sólo pensaba en el mágico poder que la sostenía, hasta que de pronto una de sus manos palpó una hendidura ancha. Pronto logró izar todo el cuerpo y se encontró en la cima del tepui, siempre oculta por la acumulación de nubes. Una potente exclamación de triunfo, un alarido ancestral y salvaje como el tremendo grito de cien águilas al unísono, brotó del pecho de Nadia Santos y fue a estrellarse contra las rocas de otras cimas, rebotando y ampliándose, hasta perderse en el horizonte.

La chica esperó inmóvil en la altura hasta que su grito se perdió en las últimas grietas de la gran meseta. Entonces se calmó el tambor de su corazón y pudo respirar a fondo. Apenas se sintió firme sobre las rocas, echó mano de la calabaza de agua y bebió todo el contenido. Nunca había deseado algo tanto. El líquido fresco entró por su garganta, limpiando la arena y la amargura de su boca, humedeciendo su lengua y sus labios resecos, penetrando por todo su cuerpo como un bálsamo prodigioso, capaz de curar la angustia y borrar el dolor. Comprendió que la felicidad consiste en alcanzar aquello que hemos esperado por mucho tiempo.