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Los jóvenes dejaron su escondite y se aproximaron con cautela a Tapariwa-teri, pero al poco de andar fueron vistos por los centinelas y de inmediato se vieron rodeados. El grito de alegría de Kate Coid cuando vio a su nieto fue sólo comparable al que dio César Santos al ver a su hija. Los dos corrieron al encuentro de los chicos, que venían cubiertos de arañazos y magulladuras, inmundos, con la ropa en harapos y extenuados. Además Alexander se veía diferente con un corte de pelo de indio, que dejaba expuesta la coronilla, donde tenía una larga cortadura cubierta por una costra seca. Santos levantó a Nadia en sus fornidos brazos y la estrechó con tanta fuerza, que estuvo a punto de romperle las costillas a Borobá, que también cayó en el abrazo. Kate Coid, en cambio, logró controlar la oleada de afecto y alivio que sentía; apenas tuvo a su nieto al alcance de la mano le plantó una bofetada en la cara.

– Esto es por el susto que nos has hecho pasar, Alexander. La próxima vez que desaparezcas de mi vista, te mato -dijo la abuela. Por toda respuesta Alex la abrazó.

Llegaron de inmediato los demás: Mauro Carías, el capitán Ariosto, la doctora Omayra Torres y el inefable profesor Leblanc, quien estaba picado de abejas por todas partes. El indio Karakawe, huraño como siempre, no dio muestras de sorpresa al ver a los muchachos.

– ¿Cómo llegaron ustedes hasta aquí? El acceso a este sitio es imposible sin un helicóptero -preguntó el capitán Ariosto.

Alex contó brevemente su aventura con la gente de la neblina, sin dar detalles ni explicar por dónde habían subido. Tampoco mencionó su viaje con Nadia al tepui sagrado. Supuso que no traicionaba un secreto, puesto que los nahab ya sabían de la existencia de la tribu. Había señas evidentes de que la aldea había sido desocupada por los indios apenas unas horas antes: la mandioca estilaba en los canastos, las brasas aún estaban tibias en los pequeños fogones, la carne de la última cacería se llenaba de moscas en la choza de los solteros, algunas mascotas domésticas todavía rondaban. Los soldados habían matado a machetazos a las apacibles boas y sus cuerpos mutilados se pudrían al sol.

– ¿Dónde están los indios? -preguntó Mauro Carías.

– Se han ido lejos -replicó Nadia.

– No creo que anden muy lejos con las mujeres, los niños y los abuelos. No pueden desaparecer sin dejar rastro.

– Son invisibles.

– ¡Hablemos en serio, niña! -exclamó él.

– Yo siempre hablo en serio.

– ¿Vas a decirme que esa gente también vuela como las brujas?

– No vuelan, pero corren rápido -aclaró ella.

– ¿Tú puedes hablar la lengua de esos indios, bonita?

– Mi nombre es Nadia Santos.

– Bueno, Nadia Santos, ¿puedes hablar con ellos o no? -insistió Carías, impaciente.

– Si.

La doctora Omayra Torres intervino para explicar la necesidad imperiosa de vacunar a la tribu. La aldea había sido descubierta, era Inevitable que dentro de un plazo muy breve hubiera contacto con los forasteros.

– Como sabes, Nadia, sin quererlo podemos contagiarles enfermedades mortales para ellos. Hay tribus completas que han perecido en cuestión de dos o tres meses por culpa de un resfrío. Lo más grave es el sarampión. Tengo las vacunas, puedo inmunizar a estos pobres indios. Así estarán protegidos. ¿Puedes ayudarme? -suplicó la bella mujer.

– Trataré -prometió la muchacha.

– ¿Cómo puedes comunicarte con la tribu?

– No sé todavía, tengo que pensarlo. Alexander Coid trasladó el agua de la salud a una botella con una tapa hermética y la puso cuidadosamente en su bolso. Su abuela lo vio y quiso saber qué hacía.

– Es el agua para curar a mi mamá -dijo él-. Encontré la fuente de la eterna juventud, la que otros buscaron durante siglos, Kate. Mi mamá se pondrá bien.

Por primera vez desde que el muchacho podía recordar, su abuela tomó la iniciativa de hacerle un cariño. Sintió sus brazos delgados y musculosos envolviéndolo, su olor a tabaco de pipa, sus pelos gruesos cortados a tijeretazos, su piel seca y áspera como cuero de zapato; oyó su voz ronca nombrándolo y sospechó que tal vez su abuela lo quería un poco, después de todo. Apenas Kate Coid se dio cuenta de lo que hacía, se separó con brusquedad, empujándolo hacia la mesa, donde lo aguardaba Nadia. Los dos chicos, hambrientos y fatigados, atacaron los frijoles, el arroz, el pan de mandioca y unos pescados medio carbonizados y erizados de espinas. Alex devoró con un apetito feroz, ante los ojos sorprendidos de Kate Coid, quien sabía cuán fastidioso era su nieto para la comida.

Después de comer los amigos se bañaron largamente en el río. Se sabían rodeados por los indios invisibles, que seguían desde la espesura cada movimiento de los nahab. Mientras ellos chapoteaban en el agua, sentían sus ojos encima igual que si los tocaran con las manos. Concluyeron que no se acercaban por la presencia de los desconocidos y los helicópteros, que habían vislumbrado en el cielo, pero jamás habían visto de cerca. Trataron de alejarse un poco, pensando que si estaban solos la gente de la neblina se mostraría, pero había mucho movimiento en la aldea y les fue imposible retirarse al bosque sin llamar la atención. Por suerte los soldados no se atrevían a apartarse ni un paso del campamento, porque las historias sobre la Bestia y la forma en que destripó a uno de sus compañeros los tenían aterrorizados. Nadie había explorado antes el Ojo del Mundo y habían oído de los espíritus y demonios que rondaban esa región. Temían menos a los indios, porque contaban con sus armas de fuego y ellos mismos tenían sangre indígena en las venas.

Al anochecer todos menos los centinelas de turno se sentaron en grupos en torno a una fogata a fumar y beber. El ambiente era lúgubre y alguien solicitó un poco de música para levantar los ánimos. Alex debió admitir que había perdido la célebre flauta de Joseph Coid, pero no podía decir dónde sin mencionar su aventura en el interior del tepui. Su abuela le lanzó una mirada asesina, pero nada dijo, adivinando que su nieto le ocultaba muchas cosas. Un soldado sacó una armónica y tocó un par de melodías populares, pero sus buenos propósitos cayeron en el vacío. El miedo se había apoderado de todos.

Kate Coid se llevó aparte a los chicos para contarles lo ocurrido en su ausencia, desde que se los llevaron los indios. Cuando se dieron cuenta que se habían evaporado, iniciaron al punto la búsqueda y, provistos de linternas, salieron por el bosque llamándolos durante casi toda la noche. Leblanc contribuyó a la angustia general con otro de sus atinados pronósticos: habían sido arrastrados por los indios y en ese momento seguro se los estaban comiendo asados al palo. El profesor aprovechó para ilustrarlos sobre la forma en que los indios caribes cortaban pedazos de los prisioneros vivos para devorarlos. Cierto, admitió, no estaban entre caribes, quienes habían sido civilizados o exterminados hacía más de cien años, pero nunca se sabe cuán lejos llegan las influencias culturales. César Santos había estado a punto de arremeter a puñetazos contra el antropólogo.

Por la tarde del día siguiente apareció finalmente un helicóptero a rescatarlos. El bote con el infortunado Joel González había llegado sin novedad a Santa María de la Lluvia, donde las monjas del hospital se encargaron de atenderlo. Matuwe, el guía indio, consiguió ayuda y él mismo acompañó al helicóptero, donde viajaba el capitán Ariosto. Su sentido de orientación era tan extraordinario, que sin haber volado nunca pudo ubicarse en la interminable extensión verde de la selva y señalar con exactitud el sitio donde aguardaba la expedición del International Geographic. Apenas descendieron, Kate Coid obligó al militar a pedir por radio más refuerzos para organizar la búsqueda sistemática de los chicos desaparecidos.