César Santos interrumpió a la escritora para agregar que ella había amenazado al capitán Ariosto con la prensa, la embajada americana y hasta la CIA si no cooperaba; así obtuvo el segundo helicóptero, donde llegaron más soldados y también Mauro Carías. No pensaba salir de allí sin su nieto, había asegurado, aunque tuviera que recorrer todo el Amazonas a pie.
– ¿Cierto que dijiste eso, Kate? -preguntó Alex, divertido.
– No por ti, Alexander. Por una cuestión de principio -gruñó ella.
Esa noche Nadia Santos, Kate Coid y Omayra Torres ocuparon una tienda, Ludovic Leblanc y Timothy Bruce otra, Mauro Carías la suya, y el resto de los hombres se acomodaron en hamacas entre los árboles. Pusieron guardias en los cuatro costados del campamento y mantuvieron luces de petróleo encendidas. Aunque nadie lo mencionó en voz alta, supusieron que así mantendrían alejada a la Bestia. Las luces los convertían en blanco fácil para los indios, pero hasta entonces nunca las tribus atacaban en la oscuridad, porque temían a los demonios nocturnos que escapan de las pesadillas humanas.
Nadia, quien tenía el sueño liviano, durmió unas horas y despertó pasada la medianoche con los ronquidos de Kate Coid. Después de comprobar que la doctora tampoco se movía, ordenó a Borobá que permaneciera en su sitio y se deslizó silenciosa fuera de la tienda. Había observado con suma atención a la gente de la neblina, decidida a imitar su facultad de pasar inadvertida, así descubrió que no consistía sólo en camuflar el cuerpo, sino también en una firme voluntad de volverse inmaterial y desaparecer. Requería concentración para alcanzar el estado mental de invisibilidad, en el cual era posible colocarse a un metro de otra persona sin ser visto. Sabía cuándo había alcanzado ese estado porque sentía su cuerpo muy ligero, luego parecía disolverse, borrarse del todo. Necesitaba mantener su propósito sin distraerse, sin permitir que los nervios la traicionaran, único modo de permanecer oculta ante los demás. Al salir de su carpa debió deslizarse a corta distancia de los guardias que rondaban el campamento, pero lo hizo sin ningún temor, protegida por ese extraordinario campo mental que había creado a su alrededor.
Apenas se sintió segura en el bosque, vagamente iluminado por la luna, imitó el canto de la lechuza dos veces y esperó. Un rato después percibió a su lado la silenciosa presencia de Walimaí. Pidió al brujo que hablara con la gente de la neblina para convencerla de acercarse al campamento y vacunarse. No podrían ocultarse indefinidamente en las sombras de los árboles, dijo, y si intentaban construir una nueva aldea, serían descubiertos por los «pájaros de ruido y viento». Le prometió que ella mantendría a raya al Rahakanariwa y que jaguar negociaría con los nahab. Le contó que su amigo tenía una abuela poderosa, pero no trató de explicarle el valor de escribir y publicar en la prensa, supuso que el chamán no entendería a qué se refería, porque desconocía la escritura y nunca había visto una página impresa. Se limitó a decir que esa abuela tenía mucha magia en el mundo de los nahab, aunque su magia de poco servía en el Ojo del Mundo.
Por su parte, Alexander Coid se acostó en una hamaca al aire libre, un poco separado de los demás. Tenía la esperanza de que durante la noche los indios se comunicaran con él, pero cayó dormido como una piedra. Soñó con el jaguar negro. El encuentro con su animal totémico fue tan claro y preciso, que al día siguiente no estaba seguro de si lo había soñado o si sucedió en realidad. En el sueño se levantaba de su hamaca y se alejaba cautelosamente del campamento, sin ser visto por los centinelas. Al entrar al bosque, fuera del alcance de la luz de la hoguera y las lámparas de petróleo, veía al felino negro echado sobre la gruesa rama de un inmenso castaño, su cola moviéndose en el aire, sus ojos brillando en la noche como deslumbrantes topacios, tal como apareció en su visión, cuando bebió la poción mágica de Walimaí. Con sus dientes y garras podía destripar a un caimán, con sus poderosos músculos corría como el viento, con su fuerza y valor podía enfrentar a cualquier enemigo. Era un animal magnífico, rey de las fieras, hijo del Sol Padre, príncipe de la mitología de América. En el sueño el muchacho se detenía a pocos pasos del jaguar y, tal como en su primer encuentro en el patio de Mauro Carías, escuchaba la voz cavernosa saludándolo por su nombre: Alexander… Alexander… La voz sonaba en su cerebro como un gigantesco gong de bronce, repitiendo una y otra vez su nombre. ¿Qué significaba el sueño? ¿Cuál era el mensaje que el jaguar negro deseaba transmitirle?
Despertó cuando ya todo el mundo en el campamento estaba en pie. El vívido sueño de la noche anterior lo angustiaba, estaba seguro de que contenía un mensaje, pero no podía descifrarlo. La única palabra que el jaguar había dicho en sus apariciones era su nombre, Alexander. Nada más. Su abuela se acercó con un tazón de café con leche condensada, algo que antes él no hubiera probado, pero ahora le parecía un desayuno delicioso. En un impulso, le contó su sueño.
– Defensor de hombres -dijo su abuela.
– ¿Qué?
– Eso significa tu nombre. Alexander es un nombre griego y quiere decir defensor.
– ¿Por qué me pusieron ese nombre, Kate?
– Por mí. Tus padres querían ponerte Joseph, como tu abuelo, pero yo insistí en llamarte Alexander, como Alejandro Magno, el gran guerrero de la antigüedad. Tiramos una moneda al aire y yo gané. Por eso te llamas como te llamas -explicó Kate.
– ¿Cómo se te ocurrió que yo debía tener ese nombre?
– Hay muchas víctimas y causas nobles que defender en este mundo, Alexander. Un buen nombre de guerrero ayuda a pelear por la justicia.
– Te vas a llevar un chasco conmigo, Kate. No soy un héroe.
– Veremos -replicó ella, pasándole el tazón. La sensación de ser observados por cientos de ojos tenía a todos nerviosos en el campamento. En años recientes varios empleados del Gobierno, enviados para ayudar a los indios, habían sido asesinados por las mismas tribus que pretendían proteger. A veces el primer contacto era cordial, intercambiaban regalos y comida, pero de súbito los indios empuñaban sus armas y atacaban por sorpresa. Los indios eran impredecibles y violentos, dijo el capitán Ariosto, quien estaba totalmente de acuerdo con las teorías de Leblanc, por lo mismo no se podía bajar la guardia, debían permanecer siempre alertas. Nadia intervino para decir que la gente de la neblina era diferente, pero nadie le hizo caso.
La doctora Omayra Torres explicó que durante los últimos diez años su trabajo de médico había sido principalmente entre tribus pacificadas; nada sabía de esos indios que Nadia llamaba gente de la neblina. En todo caso, esperaba tener más suerte que en el pasado y alcanzar a vacunarlos antes que se contagiaran. Admitió que en varias ocasiones anteriores sus vacunas llegaron demasiado tarde. Los inyectaba y de todos modos se enfermaban a los pocos días y morían por centenares.
Para entonces Ludovic Leblanc había perdido por completo la paciencia. Su misión había sido inútil, tendría que volver con las manos vacías, sin noticias de la famosa Bestia del Amazonas. ¿Qué les diría a los editores del International Geographic? Que un soldado había muerto destrozado en misteriosas circunstancias, que habían sido expuestos a un olor bastante desagradable y él se había dado un involuntario revolcón en el excremento de un animal desconocido. Francamente no eran pruebas muy convincentes de la existencia de la Bestia. Tampoco tenía nada que agregar sobre los indios de la región, porque ni siquiera los había vislumbrado. Había perdido su tiempo miserablemente. No veía las horas de regresar a su universidad, donde lo trataban como héroe y estaba a salvo de picaduras de abejas y otras incomodidades. Su relación con el grupo dejaba mucho que desear y con Karakawe era un desastre. El indio contratado como su asistente personal dejó de abanicarlo con la hoja de banano apenas salieron de Santa María de la Lluvia y, en vez de servirlo, se dedicó a hacerle la vida más difícil. Leblanc lo acusó de poner un escorpión vivo en su bolso y un gusano muerto en su café, también de haberlo llevado de mala fe al sitio donde lo picaron las abejas. Los otros miembros de la expedición toleraban al profesor porque era muy pintoresco y podían burlarse en sus narices sin que se diera por aludido. Leblanc se tomaba tan en serio, que no podía imaginar que otros no lo hicieran.