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– Tengo miedo -dijo ella.

– No temas, mi amor. Todo saldrá bien. En un par de días habremos terminado aquí y podremos regresar a la civilización. Ya sabes que te necesito…

– ¿En verdad me quieres?

– Claro que si. Te adoro, te haré muy feliz, tendrás todo lo que desees.

Nadia regresó furtiva a la tienda, se acostó en su esterilla y se hizo la dormida.

El hombre que estaba con la doctora Omayra Torres era Mauro Carías. Por la mañana la gente de la neblina regresó. Las mujeres traían cestas con fruta y un gran tapir muerto para devolver los regalos recibidos el día anterior. La actitud de los guerreros parecía más relajada y aunque no soltaban sus garrotes, demostraron la misma curiosidad de las mujeres y los niños. Miraban de lejos y sin acercarse a los extraordinarios pájaros de ruido y viento, tocaban la ropa y las armas de los nahab, hurgaban en sus pertenencias, se metían a las tiendas, posaban para las cámaras, se colgaban los collares de plástico y probaban los machetes y cuchillos, maravillados.

La doctora Omayra Torres consideró que el clima era adecuado para iniciar su trabajo. Pidió a Nadia que explicara una vez más a los indios la imperiosa necesidad de protegerlos contra las epidemias, pero éstos no estaban convencidos. La única razón por la cual el capitán Ariosto no los obligó a punta de balas fue la presencia de Kate Coid y Timothy Bruce; no podía recurrir a la fuerza bruta delante de la prensa, debía guardar las apariencias. No tuvo más remedio que esperar con paciencia las eternas discusiones entre Nadia Santos y la tribu. La incongruencia de matarlos a tiros para impedir que murieran de sarampión no cruzó por la mente del militar.

Nadia recordó a los indios que ella había sido nombrada por Iyomi jefe para aplacar al Rahakanariwa, quien solía castigar a los humanos con terribles epidemias, así es que debían obedecerle. Se ofreció para ser la primera en someterse al pinchazo de la vacuna, pero eso resultó ofensivo para Tahama y sus guerreros. Ellos serían los primeros, dijeron, finalmente. Con un suspiro de satisfacción ella tradujo la decisión de la gente de la neblina.

La doctora Omayra Torres hizo colocar una mesa a la sombra y desplegó sus jeringas y sus frascos, mientras Mauro Carías procuraba organizar a la tribu en una fila, así se aseguraba que nadie quedara sin vacunarse.

Entretanto Nadia se llevó aparte a Alex para contarle lo que había presenciado la noche anterior. Ninguno de los dos supo interpretar aquella escena, pero se sintieron vagamente traicionados. ¿Cómo era posible que la dulce Omayra Torres mantuviera una relación con Mauro Carías, el hombre que llevaba su corazón en un maletín? Dedujeron que sin duda Mauro Carías había seducido a la buena doctora, ¿no decían que tenía mucho éxito con las mujeres? Nadia y Alex no veían el menor atractivo en ese hombre, pero supusieron que sus modales y su dinero podían engañar a otros. La noticia caería como una bomba entre los admiradores de la doctora: César Santos, Timothy Bruce y hasta el profesor Ludovic Leblanc.

– Esto no me gusta nada -dijo Alex.

– ¿Tú también estás celoso? -se burló Nadia.

– ¡No! -exclamó él, indignado-. Pero siento algo aquí en el pecho, algo como un tremendo peso.

– Es por la visión que compartimos en la ciudad de oro, ¿recuerdas? Cuando bebimos la poción de los sueños colectivos de Walimaí todos soñamos lo mismo, incluso las Bestias.

– Cierto. Ese sueño se parecía a uno que tuve antes de comenzar este viaje: un buitre inmenso raptaba a mi madre y se la llevaba volando. Entonces lo interpreté como la enfermedad que amenaza su vida, pensé que el buitre representaba a la muerte. En el tepui soñamos que el Rahakanariwa rompía la caja donde estaba prisionero y que los indios estaban atados a los árboles, ¿te acuerdas?

– Sí y los nahab llevaban máscaras. ¿Qué significan las máscaras, Jaguar?

– Secreto, mentira, traición.

– ¿Por qué crees que Mauro Carías tiene tanto interés en vacunar a los indios?

La pregunta quedó en el aire como una flecha detenida en pleno vuelo. Los dos muchachos se miraron, horrorizados. En un instante de lucidez comprendieron la terrible trampa en que habían caído todos: el Rahakanariwa era la epidemia. La muerte que amenazaba a la tribu no era un pájaro mitológico, sino algo mucho más concreto e inmediato. Corrieron al centro de la aldea, donde la doctora Omayra Torres apuntaba la aguja de su jeringa al brazo de Tahama. Sin pensarlo, Alex se lanzó como un bólido contra el guerrero, tirándolo de espaldas al suelo. Tahama se puso de pie de un salto y levantó el garrote para aplastar al muchacho como una cucaracha, pero un alarido de Nadia detuvo el arma en el aire.

– ¡No! ¡No! ¡Ahí está el Rahakanariwa! -gritó la chica señalando los frascos de las vacunas.

César Santos pensó que su hija se había vuelto loca y trató de sujetarla, pero ella se desprendió de sus brazos y corrió a reunirse con Alex, chillando y dando manotazos contra Mauro Carías, que le salió al paso. A toda prisa procuraba explicar a los indios que se había equivocado, que las vacunas no los salvarían, al contrario, los matarían, porque el Rahakanariwa estaba en la jeringa.

MANCHAS DE SANGRE

La doctora Omayra Torres no perdió la calma. Dijo que todo eso era una fantasía de los niños, el calor los había trastornado, y ordenó al capitán Ariosto que se los llevara. Enseguida se dispuso a continuar con su interrumpida tarea, a pesar de que para entonces había cambiado por completo el ánimo de la tribu. En ese momento, cuando el capitán Ariosto estaba listo para imponer orden a tiros, mientras los soldados forcejeaban con Nadia y Alex, se adelantó Karakawe, quien no había pronunciado más de media docena de palabras en todo el viaje.

– ¡Un momento! -exclamó.

Ante el desconcierto general, ese hombre que había dicho media docena de palabras durante todo el viaje, anunció que era funcionario del Departamento de Protección del Indígena y explicó detalladamente que su misión consistía en averiguar por qué perecían en masa las tribus del Amazonas, sobre todo aquellas que vivían cerca de los yacimientos de oro y diamantes. Sospechaba desde hacia tiempo de Mauro Carías, el hombre que más se había beneficiado explotando la región.

– ¡Capitán Ariosto, requise las vacunas! -ordenó Karakawe-. Las haré examinar en un laboratorio. Si tengo razón, esos frascos no contienen vacunas, sino una dosis mortal del virus del sarampión. Por toda respuesta el capitán Ariosto apuntó su arma y disparó al pecho de Karakawe. El funcionario cayó muerto instantáneamente. Mauro Carías dio un empujón a la doctora Omayra Torres, sacó su arma y, en el instante en que César Santos corría a cubrir a la mujer con su cuerpo, vació su pistola en los frascos alineados sobre la mesa, haciéndolos añicos. El líquido se desparramó en la tierra.

Los acontecimientos se precipitaron con tal violencia, que después nadie pudo narrarlos con precisión, cada uno tenía una versión diferente. La filmadora de Timothy Bruce registró parte de los hechos y el resto quedó en la cámara que sostenía Kate Coid.