– En este libro dice que esos indios viven como en la Edad de Piedra. Todavía no han inventado la rueda -comentó Alex.
– No la necesitan. No sirve en ese terreno, no tienen nada que transportar y no van apurados a ninguna parte -replicó Kate Coid, a quien no le gustaba que la interrumpieran cuando estaba escribiendo. Había pasado buena parte del viaje tomando notas en sus cuadernos con una letra diminuta y enmarañada, como huellas de moscas.
– No conocen la escritura -agregó Alex.
– Seguro que tienen buena memoria -dijo Kate.
– No hay manifestaciones de arte entre ellos, sólo se pintan el cuerpo y se decoran con plumas -explicó Alex.
– Les importa poco la posteridad o destacarse entre los demás. La mayoría de nuestros llamados «artistas» debería seguir su ejemplo -contestó su abuela.
Iban a Manaos, la ciudad más poblada de la región amazónica, que había prosperado en tiempos del caucho, a finales del siglo XIX.
– Vas a conocer la selva más misteriosa del mundo, Alexander. Allí hay lugares donde los espíritus se aparecen a plena luz del día -explicó Kate.
– Claro, como el «abominable hombre de la selva» que andamos buscando -sonrió su nieto, sarcástico.
– Lo llaman la Bestia. Tal vez no sea sólo un ejemplar, sino varios, una familia o una tribu de bestias.
– Eres muy crédula para la edad que tienes, Kate -comentó el muchacho, sin poder evitar el tono sarcástico al ver que su abuela creía esas historias.
– Con la edad se adquiere cierta humildad, Alexander. Mientras más años cumplo, más ignorante me siento. Sólo los jóvenes tienen explicación para todo. A tu edad se puede ser arrogante y no importa mucho hacer el ridículo -replicó ella secamente. Al bajar del avión en Manaos, sintieron el clima sobre la piel como una toalla empapada en agua caliente. Allí se reunieron con los otros miembros de la expedición del International Geographic. Además de Kate Coid y su nieto Alexander, iban Timothy Bruce, un fotógrafo inglés con una larga cara de caballo y dientes amarillos de nicotina, con su ayudante mexicano, Joel González, y el famoso antropólogo Ludovic Leblanc. Alex imaginaba a Leblanc como un sabio de barbas blancas y figura imponente, pero resultó ser un hombrecillo de unos cincuenta años, bajo, flaco, nervioso, con un gesto permanente de desprecio o de crueldad en los labios y unos ojos hundidos de ratón. Iba disfrazado de cazador de fieras al estilo de las películas, desde las armas que llevaba al cinto hasta sus pesadas botas y un sombrero australiano decorado con plumitas de colores. Kate comentó entre dientes que a Leblanc sólo le faltaba un tigre muerto para apoyar el pie. Durante su juventud Leblanc había pasado una breve temporada en el Amazonas y había escrito un voluminoso tratado sobre los indios, que causó sensación en los círculos académicos. El guía brasileño, César Santos, quien debía irlos a buscar a Manaos, no pudo llegar porque su avioneta estaba descompuesta, así es que los esperaría en Santa María de la Lluvia, donde el grupo tendría que trasladarse en barco.
Alex comprobó que Manaos, ubicada en la confluencia entre el río Amazonas y el río Negro, era una ciudad grande y moderna, con edificios altos y un tráfico agobiante, pero su abuela le aclaró que allí la naturaleza era indómita y en tiempos de inundaciones aparecían caimanes y serpientes en los patios de las casas y en los huecos de los ascensores. Esa era también una ciudad de traficantes donde la ley era frágil y se quebraba fácilmente: drogas, diamantes, oro, maderas preciosas, armas. No hacía ni dos semanas que habían descubierto un barco cargado de pescado… y cada pez iba relleno con cocaína.
Para el muchacho americano, quien sólo había salido de su país para conocer Italia, la tierra de los antepasados de su madre, fue una sorpresa ver el contraste entre la riqueza de unos y la extrema pobreza de otros, todo mezclado. Los campesinos sin tierra y los trabajadores sin empleo llegaban en masa buscando nuevos horizontes, pero muchos acababan viviendo en chozas, sin recursos y sin esperanza. Ese día se celebraba una fiesta y la población andaba alegre, como en carnavaclass="underline" pasaban bandas de músicos por las calles, la gente bailaba y bebía, muchos iban disfrazados. Se hospedaron en un moderno hotel, pero no pudieron dormir por el estruendo de la música, los petardos y los cohetes. Al día siguiente el profesor Leblanc amaneció de muy mal humor por la mala noche y exigió que se embarcaran lo antes posible, porque no quería pasar ni un minuto más de lo indispensable en esa ciudad desvergonzada, como la calificó.
El grupo del International Geographic remontó el río Negro, que era de ese color debido al sedimento que arrastraban sus aguas, para dirigirse a Santa María de la Lluvia, una aldea en pleno territorio indígena. La embarcación era bastante grande, con un motor antiguo, ruidoso y humeante, y un improvisado techo de plástico para protegerse del sol y la lluvia, que caía caliente como una ducha varías veces al día. El barco iba atestado de gente, bultos, sacos, racimos de plátanos y algunos animales domésticos en jaulas o simplemente amarrados de las patas. Contaban con unos mesones, unas banquetas largas para sentarse y una serie de hamacas colgadas de los palos, unas encima de otras.
La tripulación y la mayoría de los pasajeros eran caboclos, como se llamaba a la gente del Amazonas, mezcla de varias razas: blanco, indio y negro. Iban también algunos soldados, un par de jóvenes americanos -misioneros mormones- y una doctora venezolana, Omayra Torres, quien llevaba el propósito de vacunar indios. Era una bella mulata de unos treinta y cinco años, con cabello negro, piel color ámbar y ojos verdes almendrados de gato. Se movía con gracia, como si bailara al son de un ritmo secreto Los hombres la seguían con la vista, pero ella parecía no darse cuenta de la impresión que su hermosura provocaba
– Debemos ir bien preparados -dijo Leblanc señalando sus armas. Hablaba en general, pero era evidente que se dirigía sólo a la doctora Torres-. Encontrar a la Bestia es lo de menos. Lo peor serán los indios. Son guerreros brutales, crueles y traicioneros Tal como describo en mi libro, matan para probar su valor y mientras más asesinatos cometen, más alto se colocan en la jerarquía de la tribu.
– ¿Puede explicar eso, profesor? -preguntó Kate Coid, sin disimular su tono de ironía.
– Es muy sencillo, señora… ¿cómo me dijo que era su nombre?
– Kate Coid -aclaró ella por tercera o cuarta vez; aparentemente el profesor Leblanc tenía mala memoria para los nombres femeninos.
– Repito: muy sencillo. Se trata de la competencia mortal que existe en la naturaleza. Los hombres más violentos dominan en las sociedades primitivas. Supongo que ha oído el término «macho alfa». Entre los lobos, por ejemplo, el macho más agresivo controla a todos los demás y se queda con las mejores hembras. Entre los humanos es lo mismo: los hombres más violentos mandan, obtienen más mujeres y pasan sus genes a más hijos. Los otros deben conformarse con lo que sobra, ¿entiende? Es la supervivencia del más fuerte -explicó Leblanc
– ¿Quiere decir que lo natural es la brutalidad?
– Exactamente La compasión es un invento moderno Nuestra civilización protege a los débiles, a los pobres, a los enfermos. Desde el punto de vista de la genética eso es un terrible error. Por eso la raza humana está degenerando.
– ¿Qué haría usted con los débiles en la sociedad, profesor? -preguntó ella.
– Lo que hace la naturaleza: dejar que perezcan. En ese sentido los indios son más sabios que nosotros -replicó Leblanc.
La doctora Omayra Torres, quien había escuchado atentamente la conversación, no pudo menos que dar su opinión.
– Con todo respeto, profesor, no me parece que los indios sean tan feroces como usted los describe, por el contrario, para ellos la guerra es más bien ceremoniaclass="underline" es un rito para probar el valor. Se pintan el cuerpo, preparan sus armas, cantan, bailan y parten a hacer una incursión en el shabono de otra tribu. Se amenazan y se dan unos cuantos garrotazos, pero rara vez hay más de uno o dos muertos. En nuestra civilización es al revés: no hay ceremonia, sólo masacre -dijo.