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– Santa María de la Lluvia es el último enclave de la civilización -dijo el capitán de bote, cuando en un recodo del río apareció el villorrio

– De aquí para adelante es territorio mágico, Alexander -advirtió Kate Coid a su nieto.

– ¿Quedan indios que no han tenido contacto alguno con la civilización? -preguntó él.

– Se calcula que existen unos dos o tres mil, pero en realidad nadie lo sabe con certeza -contestó la doctora Omayra Torres.

Santa María de la Lluvia se levantaba como un error humano en medio de una naturaleza abrumadora, que amenazaba con tragársela en cualquier momento. Consistía en una veintena de casas, un galpón que hacia las veces de hotel, otro más pequeño donde funcionaba un hospital atendido por dos monjas, un par de pequeños almacenes, una iglesia católica y un cuartel del ejército. Los soldados controlaban la frontera y el tráfico entre Venezuela y Brasil. De acuerdo a la ley, también debían proteger a los indígenas de los abusos de colonos y aventureros, pero en la práctica no lo hacían. Los forasteros iban ocupando la región sin que nadie se los impidiera, empujando a los indios más y más hacia las zonas inexpugnables o matándolos con impunidad. En el embarcadero de Santa María de la Lluvia los esperaba un hombre alto, con un perfil afilado de pájaro, facciones viriles y expresión abierta, la piel curtida por la intemperie y una melena oscura amarrada en una cola en la nuca.

– Bienvenidos. Soy César Santos y ésta es mi hija Nadia -se presentó.

Alex calculó que la chica tenía la edad de su hermana Andrea, unos doce o trece años. Tenía el cabello crespo y alborotado, desteñido por el sol, los ojos y la piel color miel; vestía shorts, camiseta y unas chancletas de plástico. Llevaba varias tiras de colores atadas en las muñecas, una flor amarilla sobre una oreja y una larga pluma verde atravesada en el lóbulo de la otra. Alex pensó que, si Andrea viera esos adornos, los copiaría de inmediato, y que si Nicole, su hermana menor, viera el monito negro que la chica llevaba sentado sobre un hombro, se moriría de envidia. Mientras la doctora Torres, ayudada por dos monjas que fueron a recibirla, se llevaba a los misioneros mormones al diminuto hospital, César Santos dirigió el desembarco de los numerosos bultos de la expedición. Se disculpó por no haberlos esperado en Manaos, como habían acordado. Explicó que su avioneta había sobrevolado todo el Amazonas, pero era muy antigua y en las últimas semanas se le caían piezas del motor. En vista de que había estado a punto de estrellarse, decidió encargar otro motor, que debía llegar en esos días, y agregó con una sonrisa que no podía dejar huérfana a su hija Nadia. Luego los llevó al hotel, que resultó ser una construcción de madera sobre pilotes a orillas del río, similar a las otras destartaladas casuchas de la aldea. Cajas de cerveza se amontonaban por todos lados y sobre el mesón se alineaban botellas de licor. Alex había notado durante el viaje que, a pesar del calor, los hombres bebían litros y litros de alcohol a toda hora. Ese primitivo edificio serviría de base de operaciones, alojamiento, restaurante y bar para los visitantes. A Kate Coid y al profesor Ludovic Leblanc les asignaron unos cubículos separados del resto por sábanas colgadas de cuerdas. Los demás dormirían en hamacas protegidas por mosquiteros.

Santa María de la Lluvia era un villorrio somnoliento y tan remoto, que apenas figuraba en los mapas. Unos cuantos colonos criaban vacas de cuernos muy largos; otros explotaban el oro del fondo del río o la madera y el caucho de los bosques; unos pocos atrevidos partían solos a la selva en busca de diamantes; pero la mayoría vegetaba a la espera de que alguna oportunidad cayera milagrosamente del cielo. Ésas eran las actividades visibles. Las secretas consistían en tráfico de pájaros exóticos, drogas y armas. Grupos de soldados, con sus rifles al hombro y las camisas empapadas de sudor, jugaban a los naipes o fumaban sentados a la sombra. La escasa población languidecía, medio atontada por el calor y el aburrimiento. Alex vio varios individuos sin pelo ni dientes, medio ciegos, con erupciones en la piel, gesticulando y hablando solos; eran mineros a quienes el mercurio había trastornado y estaban muriendo de a poco. Buceaban en el fondo del río para aspirar con poderosos tubos la arena saturada de oro en polvo. Algunos morían ahogados; otros morían porque sus competidores les cortaban las mangueras de oxigeno; los mas morían lentamente envenenados por el mercurio que usaban para separar la arena del oro.

Los niños de la aldea, en cambio, jugaban felices en el lodo, acompañados por unos cuantos monos domésticos y perros flacos. Había algunos indios, varios cubiertos con una camiseta o un pantalón corto, otros tan desnudos como los niños. Al comienzo Alex, turbado, no se atrevía a mirar los senos de las mujeres, pero rápidamente se le acostumbró la vista y a los cinco minutos dejaron de llamarle la atención. Esos indios llevaban varios años en contacto con la civilización y habían perdido muchas de sus tradiciones y costumbres, como explicó César Santos. La hija del guía, Nadia, les hablaba en su lengua y en respuesta ellos la trataban como si fuera de la misma tribu.

Si ésos eran los feroces indígenas descritos por Leblanc, no resultaban muy impresionantes: eran pequeños, los hombres median menos de un metro cincuenta y los niños parecían miniaturas humanas. Por primera vez en su vida Alex se sintió alto. Tenían la piel color bronce y pómulos altos; los hombres llevaban el cabello cortado redondo como un plato a la altura de las orejas, lo cual acentuaba su aspecto asiático. Descendían de habitantes del norte de China, que llegaron por Alaska entre diez y veinte mil años atrás. Se salvaron de ser esclavizados durante la conquista en el siglo XVI porque permanecieron aislados. Los soldados españoles y portugueses no pudieron vencer los pantanos, los mosquitos, la vegetación, los inmensos ríos y las cataratas de la región amazónica.

Una vez instalados en el hotel, César Santos procedió a organizar el equipaje de la expedición y planear el resto del viaje con la escritora Kate Coid y los fotógrafos, porque el profesor Leblanc decidió descansar hasta que refrescara un poco el clima. No soportaba bien el calor. Entretanto Nadia, la hija del guía, invitó a Alex a recorrer los alrededores.

– Después de la puesta de sol no se aventuren fuera de los limites de la aldea, es peligroso -les advirtió César Santos. Siguiendo los consejos de Leblanc, quien hablaba como un experto en peligros de la selva, Alex se metió los pantalones dentro de los calcetines y las botas, para evitar que las voraces sanguijuelas le chuparan la sangre. Nadia, que andaba casi descalza, se rió.

– Ya te acostumbrarás a los bichos y el calor -le dijo. Hablaba muy buen inglés porque su madre era canadiense-. Mi mamá se fue hace tres años -aclaró la niña.

– ¿Por qué se fue?

– No pudo habituarse aquí, tenía mala salud y empeoró cuando la Bestia empezó a rondar. Sentía su olor, quería irse lejos, no podía estar sola, gritaba… Al final la doctora Torres se la llevó en un helicóptero. Ahora está en Canadá -dijo Nadia.

– ¿Tu padre no fue con ella?

– ¿Qué haría mi papá en Canadá?

– ¿Y por qué no te llevó con ella? -insistió Alex, quien nunca había oído de una madre que abandonara a los hijos.

– Porque está en un sanatorio. Además no quiero separarme de mi papá.

– ¿No tienes miedo de la Bestia?

– Todo el mundo le tiene miedo. Pero si viene, Borobá me advertiría a tiempo -replicó la niña, acariciando al monito negro, que nunca se separaba de ella.

Nadia llevó a su nuevo amigo a conocer el pueblo, lo cual les tomó apenas media hora, pues no había mucho que ver. Súbitamente estalló una tormenta de relámpagos, que cruzaban el cielo en todas direcciones, y empezó a llover a raudales. Era una lluvia caliente como sopa, que convirtió las angostas callejuelas en un humeante lodazal. La gente en general buscaba amparo bajo algún techo, pero los niños y los indios continuaban en sus actividades, indiferentes por completo al aguacero. Alex comprendió que su abuela tuvo razón al sugerirle que reemplazara sus vaqueros por ropa ligera de algodón, más fresca y fácil de secar. Para escapar de la lluvia, los dos chicos se metieron en la iglesia, donde encontraron a un hombre alto y fornido, con unas tremendas espaldas de leñador y el cabello blanco, a quien Nadia presentó como el padre Valdomero. Carecía por completo de la solemnidad que se espera de un sacerdote: estaba en calzoncillos, con el torso desnudo, encaramado a una escalera pintando las paredes con cal. Tenía una botella de ron en el suelo.