Entonces Walimaí apagó la antorcha. La cueva no recibía el débil rayo de luz que la alumbraba días antes, cuando entraron y la oscuridad era total. Los jóvenes se tomaron de la mano, mientras Borobá gemía asustado, sin soltarse de la cintura de su ama. Los dos jóvenes, sumergidos en las tinieblas, percibieron monstruos acechando y oyeron espeluznantes alaridos, pero no tuvieron miedo. Con la escasa lucidez que les quedaba, dedujeron que esas visiones terroríficas eran efecto del humo inhalado y que, en todo caso, mientras el brujo amigo estuviera con ellos, se encontraban a salvo… Se acomodaron en el suelo abrazados y a los pocos minutos habían perdido la conciencia.
No pudieron calcular cuánto rato estuvieron dormidos. Despertaron poco a poco y pronto sintieron la voz de Walimaí nombrándolos y sus manos tanteando para encontrarlos. La cueva ya no estaba totalmente oscura, una suave penumbra permitía vislumbrar sus contornos. El chamán les señaló el estrecho pasaje por donde debían salir al exterior y ellos, todavía algo mareados, lo siguieron. Salieron al bosque de helechos. Ya había amanecido en el Ojo del Mundo.
EL PÁJARO CANÍBAL
Al día siguiente los viajeros emprendieron la marcha de vuelta a Tapirawa-teri. Al aproximarse vieron el brillo de los helicópteros entre los árboles y supieron que la civilización de los nahab había finalmente alcanzado a la aldea. Walimaí decidió quedarse en el bosque; toda su vida se había mantenido alejado de los forasteros y no era ése el momento de cambiar sus hábitos. El chamán, como toda la gente de la neblina, poseía el talento de volverse casi invisible y durante años había rondado a los nahab, acercándose a sus campamentos y pueblos para observarlos, sin que nadie sospechara su existencia. Sólo lo conocían Nadia Santos y el padre Valdomero, su amigo desde los tiempos en que el sacerdote vivió con los indios. El brujo había encontrado a la «niña color de miel» en varias de sus visiones y estaba convencido de que era una enviada de los espíritus. La consideraba de su familia, por eso le dio permiso para llamarlo por su nombre cuando estaban solos, le contó los mitos y leyendas de los indios, le regaló su talismán y la condujo a la ciudad sagrada de los dioses.
Alex tuvo un sobresalto de alegría al ver de lejos a los helicópteros: no estaba perdido para siempre en el planeta de las Bestias, podría regresar al mundo conocido. Supuso que los helicópteros habían recorrido el Ojo del Mundo durante varios días buscándolos. Su abuela debió haber armado un lío monumental cuando él desapareció, obligando al capitán Ariosto a peinar la inmensa región desde el aire. Posiblemente vieron el humo de la pira funeraria de Mokarita y así descubrieron la aldea.
Walimaí explicó a los muchachos que esperaría oculto entre los árboles para ver qué pasaba en la aldea. Alex quiso darle un recuerdo, a cambio del remedio milagroso para devolver la salud a su madre, y le entregó su navaja del ejército suizo. El indio tomó ese objeto metálico pintado de rojo, sintió su peso y su extraña forma, sin imaginar para qué servía. Alex abrió uno a uno los cuchillos, las pinzas, las tijeras, el sacacorchos, el destornillador, hasta que el objeto se transformó en un reluciente erizo. Le enseñó al chamán el uso de cada parte y cómo abrirlas y cerrarlas.
Walimaí agradeció el obsequio, pero había vivido más de un siglo sin conocer los metales y, francamente, se sentía un poco viejo para aprender los trucos de los nahab; pero no quiso ser descortés y se colgó la navaja suiza al cuello, junto a sus collares de dientes y sus otros amuletos. Luego recordó a Nadia el grito de la lechuza, que les servia para llamarse, así estarían en contacto. La muchacha le entregó la cesta con los tres huevos de cristal, porque supuso que estarían más seguros en manos del anciano. No quería aparecer con ellos ante los forasteros, pertenecían a la gente de la neblina. Se despidieron y en menos de un segundo Walimaí se esfumó en la naturaleza, como una ilusión.
Nadia y Alex se acercaron cautelosamente al sitio donde habían aterrizado los «pájaros de ruido y viento», como los llamaban los indios. Se ocultaron entre los árboles, donde podían observar sin ser vistos, aunque estaban demasiado lejos para oír con claridad. En medio de Tapirawa-teri estaban los pájaros de ruido y viento, además había tres carpas, un gran toldo y hasta una cocina a petróleo. Habían tendido un alambre del cual colgaban regalos para atraer a los indios: cuchillos, ollas, hachas y otros artículos de acero y aluminio, que refulgían al sol. Vieron varios soldados armados en actitud de alerta, pero ni rastro de los indios. La gente de la neblina había desaparecido, tal como hacia siempre ante el peligro. Esa estrategia había servido mucho a la tribu, en cambio otros indios que se enfrentaron con los nahab fueron exterminados o asimilados. Los que fueron incorporados a la civilización estaban convertidos en mendigos, habían perdido su dignidad de guerreros y sus tierras, vivían como ratones. Por eso el jefe Mokarita nunca permitió que su pueblo se acercara a los nahab ni tomara sus regalos, sostenía que, a cambio de un machete o un sombrero, la tribu olvidaba para siempre sus orígenes, su lengua y sus dioses.
Los dos jóvenes se preguntaron qué pretendían esos soldados. Si eran parte del plan para eliminar a los indios del Ojo del Mundo, era mejor no acercarse. Recordaban cada palabra de la conversación que habían escuchado en Santa María de la Lluvia entre el capitán Ariosto y Mauro Carías y comprendieron que sus vidas estaban en peligro si osaban intervenir. Empezó a llover, como ocurría dos o tres veces al día, unos chaparrones imprevistos, breves y violentos, que empapaban todo por un rato y cesaban de pronto, dejando el mundo fresco y limpio. Los dos amigos llevaban casi una hora observando el campamento desde su refugio entre los árboles, cuando vieron llegar a la aldea una partida de tres personas, que evidentemente habían salido a explorar los alrededores y ahora volvían corriendo, mojados hasta los huesos. A pesar de la distancia, las reconocieron al punto: eran Kate Coid, César Santos y el fotógrafo Timothy Bruce. Nadia y Alex no pudieron evitar una exclamación de alivio: eso significaba que el profesor Leblanc y la doctora Omayra Torres también andaban cerca. Con la presencia de ellos en la aldea, el capitán Ariosto y Mauro Carías no podrían recurrir a las balas para quitar a los indios -o a ellos- del medio.
Los jóvenes dejaron su escondite y se aproximaron con cautela a Tapariwa-teri, pero al poco de andar fueron vistos por los centinelas y de inmediato se vieron rodeados. El grito de alegría de Kate Coid cuando vio a su nieto fue sólo comparable al que dio César Santos al ver a su hija. Los dos corrieron al encuentro de los chicos, que venían cubiertos de arañazos y magulladuras, inmundos, con la ropa en harapos y extenuados. Además Alexander se veía diferente con un corte de pelo de indio, que dejaba expuesta la coronilla, donde tenía una larga cortadura cubierta por una costra seca. Santos levantó a Nadia en sus fornidos brazos y la estrechó con tanta fuerza, que estuvo a punto de romperle las costillas a Borobá, que también cayó en el abrazo. Kate Coid, en cambio, logró controlar la oleada de afecto y alivio que sentía; apenas tuvo a su nieto al alcance de la mano le plantó una bofetada en la cara.
– Esto es por el susto que nos has hecho pasar, Alexander. La próxima vez que desaparezcas de mi vista, te mato -dijo la abuela. Por toda respuesta Alex la abrazó.
Llegaron de inmediato los demás: Mauro Carías, el capitán Ariosto, la doctora Omayra Torres y el inefable profesor Leblanc, quien estaba picado de abejas por todas partes. El indio Karakawe, huraño como siempre, no dio muestras de sorpresa al ver a los muchachos.
– ¿Cómo llegaron ustedes hasta aquí? El acceso a este sitio es imposible sin un helicóptero -preguntó el capitán Ariosto.
Alex contó brevemente su aventura con la gente de la neblina, sin dar detalles ni explicar por dónde habían subido. Tampoco mencionó su viaje con Nadia al tepui sagrado. Supuso que no traicionaba un secreto, puesto que los nahab ya sabían de la existencia de la tribu. Había señas evidentes de que la aldea había sido desocupada por los indios apenas unas horas antes: la mandioca estilaba en los canastos, las brasas aún estaban tibias en los pequeños fogones, la carne de la última cacería se llenaba de moscas en la choza de los solteros, algunas mascotas domésticas todavía rondaban. Los soldados habían matado a machetazos a las apacibles boas y sus cuerpos mutilados se pudrían al sol.