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– No queremos regalos de los nahab, queremos que se vayan del Ojo del Mundo -replicó Iyomi con firmeza.

– Es inútil, no se irán -explicó Nadia a la anciana.

– Entonces mis guerreros los matarán.

– Vendrán más, muchos más, y morirán todos tus guerreros.

– Mis guerreros son fuertes, estos nahab no tienen arcos ni flechas, son pesados, torpes y de cabeza blanda, además se asustan como los niños.

– La guerra no es la solución, jefe de los jefes. Debemos negociar -suplicó Nadia.

– ¿Qué diablos dice esta vieja? -preguntó Carías impaciente porque hacía un buen rato que la chica no traducía.

– Dice que su pueblo no ha comido en varios días y tiene mucha hambre -inventó Nadia al vuelo.

– Dile que les daremos toda la comida que quieran.

– Tienen miedo de las armas -agregó ella, aunque en realidad los indios no habían visto nunca una pistola o un fusil y no sospechaban su mortífero poder.

Mauro Carías dio una orden a los hombres para que depusieran las armas como signo de buena voluntad, pero Leblanc, espantado, intervino para recordarles que los indios solían atacar a traición. En vista de eso, soltaron las metralletas, pero mantuvieron las pistolas al cinto. Iyomi recibió una escudilla de carne con maíz de manos de la doctora Omayra Torres y se alejó por donde había llegado. El capitán Ariosto pretendió seguirla, pero en menos de un minuto se había hecho humo en la vegetación. Aguardaron el resto del día oteando la espesura sin ver a nadie, mientras soportaban las advertencias de Leblanc, quien esperaba un contingente de caníbales dispuestos a caerles encima. El profesor, armado hasta los dientes y rodeado de soldados, había quedado tembloroso después de la visita de una bisabuela desnuda con un sombrero de plumas amarillas. Las horas transcurrieron sin incidentes, salvo por un momento de tensión que se produjo cuando la doctora Omayra Torres sorprendió a Karakawe metiendo las manos en sus cajas de vacunas. No era la primera vez que sucedía. Mauro Carías intervino para advertir al indio que si volvía a verlo cerca de los medicamentos, el capitán Ariosto lo pondría preso de inmediato.

Por la tarde, cuando ya sospechaban que la anciana no regresaría, se materializó frente al campamento la tribu completa de la gente de la neblina. Primero vieron a las mujeres y a los niños, impalpables, tenues y misteriosos. Tardaron unos segundos en percibir a los hombres, que en realidad habían llegado antes y se habían colocado en un semicírculo. Surgieron de la nada, mudos y soberbios, encabezados por Tahama, pintados para la guerra con el rojo del onoto, el negro del carbón, el blanco de la cal y el verde de las plantas, decorados con plumas, dientes, garras y semillas, con todas sus armas en las manos. Estaban en medio del campamento, pero se mimetizaban tan bien con el entorno que era necesario ajustar los ojos para verlos con nitidez. Eran livianos, etéreos, parecían apenas dibujados en el paisaje, pero no había duda de que también eran fieros.

Por largos minutos los dos bandos se observaron mutuamente en silencio, a un lado los indios transparentes y al otro los desconcertados forasteros. Por fin Mauro Cañas despertó del trance y se puso en acción, dando instrucciones a los soldados de que sirvieran comida y repartieran regalos. Con pesar, Alex y Nadia vieron a las mujeres y los niños recibir las chucherías con que pretendían atraerlos. Sabían que así, con esos inocentes regalos, comenzaba el fin de las tribus. Tahama y sus guerreros se mantuvieron de pie, alertas, sin soltar las armas. Lo más peligroso eran sus gruesos garrotes, con los cuales podían arremeter en un segundo; en cambio apuntar una flecha demoraba más, dando tiempo a los soldados de disparar.

– Explícales lo de las vacunas, bonita -le ordenó Mauro Cañas a la chica.

– Nadia, me llamo Nadia Santos -repitió ella.

– Es por el bien de ellos, Nadia, para protegerlos -añadió la doctora Omayra Torres-. Tendrán miedo de las agujas, pero en realidad duele menos que una picada de mosquito. Tal vez los hombres quieran ser los primeros, para dar el ejemplo a las mujeres y a los niños…

– ¿Por qué no da el ejemplo usted? -preguntó Nadia a Mauro Carías.

La perfecta sonrisa, siempre presente en el rostro bronceado del empresario, se borró ante el desafío de la chica y una expresión de absoluto terror cruzó brevemente por sus ojos. Alex, quien observaba la escena, pensó que era una reacción exagerada. Sabía de gente que teme las inyecciones, pero la cara de Carías era como si hubiera visto a Drácula.

Nadia tradujo y después de largas discusiones, en las que el nombre del Rahakanariwa surgió muchas veces, Iyomi aceptó pensarlo y consultar con la tribu. En eso estaban en medio de las conversaciones sobre las vacunas, cuando de pronto Iyomi murmuró una orden imperceptible para los forasteros y de inmediato la gente de la neblina se esfumó tan deprisa como había aparecido. Se retiraron al bosque como sombras, sin que se oyera ni un solo paso, ni una sola palabra, ni un solo llanto de bebé. El resto de la noche los soldados de Ariosto montaron guardia, esperando un ataque en cualquier momento. Nadia desperto a medianoche al sentir que la doctora Omayra Torres dejaba la tienda. Supuso que iría a hacer sus necesidades entre los arbustos, pero tuvo una corazonada y decidió seguirla. Kate Coid roncaba con el sueño profundo que la caracterizaba y no se enteró de los trajines de sus compañeras. Silenciosa como un gato, haciendo uso del talento recién aprendido para ser invisible, avanzó. Escondida tras unos helechos vio la silueta de la doctora en la tenue luz de la luna. Un minuto más tarde se aproximó una segunda figura y, ante la sorpresa de Nadia, tomó a la doctora por la cintura y la besó.

– Tengo miedo -dijo ella.

– No temas, mi amor. Todo saldrá bien. En un par de días habremos terminado aquí y podremos regresar a la civilización. Ya sabes que te necesito…

– ¿En verdad me quieres?

– Claro que si. Te adoro, te haré muy feliz, tendrás todo lo que desees.

Nadia regresó furtiva a la tienda, se acostó en su esterilla y se hizo la dormida.

El hombre que estaba con la doctora Omayra Torres era Mauro Carías. Por la mañana la gente de la neblina regresó. Las mujeres traían cestas con fruta y un gran tapir muerto para devolver los regalos recibidos el día anterior. La actitud de los guerreros parecía más relajada y aunque no soltaban sus garrotes, demostraron la misma curiosidad de las mujeres y los niños. Miraban de lejos y sin acercarse a los extraordinarios pájaros de ruido y viento, tocaban la ropa y las armas de los nahab, hurgaban en sus pertenencias, se metían a las tiendas, posaban para las cámaras, se colgaban los collares de plástico y probaban los machetes y cuchillos, maravillados.

La doctora Omayra Torres consideró que el clima era adecuado para iniciar su trabajo. Pidió a Nadia que explicara una vez más a los indios la imperiosa necesidad de protegerlos contra las epidemias, pero éstos no estaban convencidos. La única razón por la cual el capitán Ariosto no los obligó a punta de balas fue la presencia de Kate Coid y Timothy Bruce; no podía recurrir a la fuerza bruta delante de la prensa, debía guardar las apariencias. No tuvo más remedio que esperar con paciencia las eternas discusiones entre Nadia Santos y la tribu. La incongruencia de matarlos a tiros para impedir que murieran de sarampión no cruzó por la mente del militar.

Nadia recordó a los indios que ella había sido nombrada por Iyomi jefe para aplacar al Rahakanariwa, quien solía castigar a los humanos con terribles epidemias, así es que debían obedecerle. Se ofreció para ser la primera en someterse al pinchazo de la vacuna, pero eso resultó ofensivo para Tahama y sus guerreros. Ellos serían los primeros, dijeron, finalmente. Con un suspiro de satisfacción ella tradujo la decisión de la gente de la neblina.

La doctora Omayra Torres hizo colocar una mesa a la sombra y desplegó sus jeringas y sus frascos, mientras Mauro Carías procuraba organizar a la tribu en una fila, así se aseguraba que nadie quedara sin vacunarse.

Entretanto Nadia se llevó aparte a Alex para contarle lo que había presenciado la noche anterior. Ninguno de los dos supo interpretar aquella escena, pero se sintieron vagamente traicionados. ¿Cómo era posible que la dulce Omayra Torres mantuviera una relación con Mauro Carías, el hombre que llevaba su corazón en un maletín? Dedujeron que sin duda Mauro Carías había seducido a la buena doctora, ¿no decían que tenía mucho éxito con las mujeres? Nadia y Alex no veían el menor atractivo en ese hombre, pero supusieron que sus modales y su dinero podían engañar a otros. La noticia caería como una bomba entre los admiradores de la doctora: César Santos, Timothy Bruce y hasta el profesor Ludovic Leblanc.