– Nos íbamos a casar… -repetía como una letanía.
– La doctora es cómplice de Mauro Carías. Se refería a ella cuando dijo que alguien de su confianza viajaría con la expedición, ¿te acuerdas? ¡Y nosotros acusábamos a Karakawe! -susurró Alex a Nadia, pero ella estaba sumida en el espanto, no podía oírle.
El muchacho comprendió que el plan del empresario de exterminar a los indios con una epidemia de sarampión requería la colaboración de la doctora Torres. Desde hacia varios años los indígenas morían en masa víctimas de esa y otras enfermedades, a pesar de los esfuerzos de las autoridades por protegerlos. Una vez que estallaba una epidemia no había nada que hacer, porque los indios carecían de defensas; habían vivido aislados por miles de años y su sistema inmunológico no resistía los virus de los blancos. Un resfrío común podía matarlos en pocos días, con mayor razón otros males más serios. Los médicos que estudiaban el problema no entendían por qué ninguna de las medidas preventivas daba resultados. Nadie podía imaginar que Omayra Torres, la persona comisionada para vacunar a los indios, era quien les inyectaba la muerte, para que su amante pudiera apropiarse de sus tierras.
La mujer había eliminado a varias tribus sin levantar sospechas, tal como pretendía hacerlo con la gente de la neblina. ¿Qué le había prometido Carías para que ella cometiera un crimen de tal magnitud? Tal vez no lo había hecho por dinero, sino sólo por amor a ese hombre. En cualquier caso, por amor o por codicia, el resultado era el mismo: centenares de hombres, mujeres y niños asesinados. Si no es por Nadia Santos, quien vio a Omayra Torres y Mauro Carías besándose, los designios de esa pareja no habrían sido descubiertos. Y gracias a la oportuna intervención de Karakawe -quien lo pagó con su vida- el plan fracasó.
Ahora Alexander Coid entendía el papel que Mauro Carías le había asignado a los miembros de la expedición del International Geographic. Un par de semanas después de ser inoculados con el virus del sarampión se desataría la epidemia en la tribu y el contagio se extendería a otras aldeas con gran rapidez. Entonces el atolondrado profesor Ludovic Leblanc atestiguaría ante la prensa mundial que él había estado presente cuando se hizo el primer contacto con la gente de la neblina. No se podría acusar a nadie: se habían tomado las precauciones necesarias para proteger a la aldea. El antropólogo, respaldado por el reportaje de Kate Coid y las fotografías de Timothy Bruce, podría probar que todos los miembros de la tribu habían sido vacunados. Ante los ojos del mundo la epidemia sería una desgracia inevitable, nadie sospecharía otra cosa y de ese modo Mauro Carías se aseguraba que no habría una investigación del Gobierno. Era un método de exterminio limpio y eficaz, que no dejaba rastros de sangre, como las balas y las bombas, que durante años se habían empleado contra los indígenas para «limpiar» el territorio del Amazonas, dando paso a los mineros, traficantes, colonos y aventureros. Al oír la denuncia de Karakawe, el capitán Ariosto había perdido la cabeza y en un impulso lo mató para proteger a Carías y protegerse a sí mismo. Actuaba con la seguridad que le otorgaba su uniforme. En esa región remota y casi despoblada, donde no alcanzaba el largo brazo de la ley, nadie cuestionaba su palabra. Eso le daba un poder peligroso. Era un hombre rudo y sin escrúpulos, que había pasado años en puestos fronterizos, estaba acostumbrado a la violencia. Como si su arma al cinto y su condición de oficial no fueran suficientes, contaba con la protección de Mauro Carías. A su vez el empresario gozaba de conexiones en las esferas más altas del Gobierno, pertenecía a la clase dominante, tenía mucho dinero y prestigio, nadie le pedía cuentas. La asociación entre Ariosto y Carías había sido beneficiosa para ambos. El capitán calculaba que en menos de dos años podría colgar el uniforme e irse a vivir a Miami, convertido en millonario; pero ahora Mauro Carías yacía con la cabeza destrozada y ya no podría protegerlo. Eso significaba el fin de su impunidad. Tendría que justificar ante el Gobierno el asesinato de Karakawe y de esos indios, que yacían tirados en medio del campamento.
Kate Coid, todavía con el bebé en los brazos, dedujo que su vida y la de los demás expedicionarios, incluyendo los niños, corría grave peligro, porque Ariosto debía evitar a toda costa que se divulgaran los acontecimientos de Tapirawa-teri. Ya no era simplemente cuestión de rociar los cuerpos con gasolina, encenderles fuego y darlos por desaparecidos. Al capitán le había salido el tiro por la culata: la presencia de la expedición de International Geographic había dejado de ser una ventaja para convertirse en un grave problema. Debía deshacerse de los testigos, pero debía hacerlo con mucha prudencia, no podía ejecutarlos a tiros sin meterse en un lío. Por desgracia para los extranjeros, se encontraban muy lejos de la civilización, donde era fácil para el capitán cubrir sus rastros.
Kate Coid estaba segura de que, en caso que el militar decidiera asesinarlos, los soldados no moverían un dedo por evitarlo y tampoco se atreverían a denunciar a su superior. La selva se tragaría la evidencia de los crímenes. No podían quedarse cruzados de brazos esperando el tiro de gracia, había que hacer algo. No tenía nada que perder, la situación no podía ser peor. Ariosto era un desalmado y además estaba nervioso, podía hacerlos correr la misma suerte de Karakawe. Kate carecía de un plan, pero pensó que lo primero era crear distracción en las filas enemigas.
– Capitán, creo que lo más urgente es enviar a esos hombres a un hospital -sugirió, señalando a Carías y los soldados heridos.
– ¡Cállese, vieja! -ladró de vuelta el militar.
A los pocos minutos, sin embargo, Ariosto dispuso que subieran a Mauro Carías y los tres soldados a uno de los helicópteros. Le ordenó a Omayra Torres que intentara arrancar las flechas a los heridos antes de embarcarlos, pero la doctora lo ignoró por completo: sólo tenía ojos para su amante moribundo. Kate Coid y César Santos se dieron a la tarea de improvisar tapones con trapos para evitar que los infortunados soldados siguieran desangrándose. Mientras los militares cumplían las maniobras de acomodar a los heridos en el helicóptero e intentar en vano comunicarse por radio con Santa María de la Lluvia, Kate explicó en voz baja al profesor Leblanc sus temores sobre la situación en que se encontraban. El antropólogo también había llegado a las mismas conclusiones que ella: corrían más peligro en manos de Ariosto que de los indios o la Bestia.
– Si pudiéramos escapar a la selva… -susurró Kate.
Por una vez el hombre la sorprendió con una reacción razonable. Kate estaba tan acostumbrada a las pataletas y exabruptos del profesor, que al verlo sereno le cedió la autoridad en forma casi automática.
– Eso sería una locura -replicó Leblanc con firmeza-. La única manera de salir de aquí es en helicóptero. La clave es Ariosto. Por suerte es ignorante y vanidoso, eso actúa a nuestro favor. Debemos fingir que no sospechamos de él y vencerlo con astucia.
– ¿Cómo? -preguntó la escritora, incrédula.
– Manipulando. Está asustado, de modo que le ofreceremos la oportunidad de salvar el pellejo y además salir de aquí convertido en héroe -dijo Leblanc.
– ¡Jamás! -exclamó Kate.
– No sea tonta, Coid. Eso es lo que le ofreceremos, pero no significa que vayamos a cumplirlo. Una vez a salvo fuera de este país, Ludovic Leblanc será el primero en denunciar las atrocidades que se cometen contra estos pobres indios.
– Veo que su opinión sobre los indios ha variado un poco -masculló Kate Coid.
El profesor no se dignó responder. Se irguió en toda su reducida estatura, se acomodó la camisa salpicada de barro y sangre y se dirigió al capitán Ariosto.