– ¿Cómo volveremos a Santa María de la Lluvia, mi estimado capitán? No cabemos todos en el segundo helicóptero -dijo señalando a los soldados y al grupo que aguardaba junto al árbol.
– ¡No meta sus narices en esto! ¡Aquí las órdenes las doy yo! -bramó Ariosto.
– ¡Por supuesto! Es un alivio que usted esté a cargo de esto, capitán, de otro modo estaríamos en una situación muy difícil -comentó Leblanc suavemente. Ariosto, desconcertado, prestó oídos-. De no ser por su heroísmo, habríamos perecido todos en manos de los indios -agregó el profesor.
Ariosto, algo más tranquilo, contó a la gente, vio que Leblanc tenía razón y decidió enviar a la mitad del contingente de soldados en el primer viaje. Eso lo dejó con sólo cinco hombres y los expedicionarios, pero como éstos no estaban armados no representaban peligro. La máquina emprendió el vuelo, creando nubes de polvo rojizo al elevarse del suelo. Se alejó por encima de la cúpula verde de la selva, perdiéndose en el cielo. Nadia Santos había seguido los hechos abrazada a su padre y a Borobá. Estaba arrepentida de haber dejado el talismán de Walimaí en el nido de los huevos de cristal, porque sin la protección del amuleto se sentía perdida. De pronto empezó a gritar como una lechuza. Desconcertado, César Santos creyó que su pobre hija había soportado demasiadas emociones y le había dado un ataque de nervios. La batalla que se había librado en la aldea fue muy violenta, los gemidos de los soldados heridos y el reguero de sangre de Mauro Carías habían sido un espectáculo escalofriante; todavía estaban los cuerpos de los indios tirados donde cayeron, sin que nadie hiciera ademán de recogerlos. El guía concluyó que Nadia estaba trastornada por la brutalidad de los acontecimientos recientes, no había otra explicación para esos graznidos de la niña. En cambio Alexander Coid debió disimular una sonrisa de orgullo al oír a su amiga: Nadia recurría a la última tabla de salvación posible.
– ¡Entrégueme los rollos de película! -exigió el capitán Ariosto a Timothy Bruce.
Para el fotógrafo eso equivalía a entregar la vida. Era un fanático en lo que se refería a sus negativos, no se había desprendido de uno jamás, los tenía todos cuidadosamente clasificados en su estudio de Londres.
– Me parece excelente que tome precauciones para que no se pierdan esos valiosos negativos, capitán Ariosto -intervino Leblanc-. Son la prueba de lo que ha pasado aquí, de cómo ese indio atacó al señor Carías, de cómo cayeron sus valientes soldados bajo las flechas, de cómo usted mismo se vio obligado a disparar contra Karakawe.
– ¡Ese hombre se inmiscuyó en lo que no debía! -exclamó el capitán.
– ¡Por supuesto! Era un loco. Quiso impedir que la doctora Torres cumpliera con su deber. ¡Sus acusaciones eran dementes! Lamento que los frascos de las vacunas fueran destruidos en el fragor de la pelea. Ahora nunca sabremos qué contenían y no se podrá probar que Karakawe mentía -dijo astutamente Leblanc.
Ariosto hizo una mueca que en otras circunstancias podría haber sido una sonrisa. Se puso el arma al cinto, postergó el asunto de los negativos y por primera vez dejó de contestar a gritos. Tal vez esos extranjeros nada sospechaban, eran mucho más imbéciles de lo que él creía, masculló para sus adentros.
Kate Coid seguía el diálogo del antropólogo y el militar con la boca abierta. Nunca imaginó que el mequetrefe de Leblanc fuera capaz de tanta sangre fría.
– Cállate, Nadia, por favor -rogó César Santos cuando Nadia repitió el grito de la lechuza por décima vez.
– Supongo que pasaremos la noche aquí. ¿Desea que preparemos algo para la cena, capitán? -ofreció Leblanc, amable.
El militar los autorizó para hacer comida y circular por el campamento, pero les ordenó que se mantuvieran dentro de un radio de treinta metros, donde él pudiera verlos. Mandó a los soldados a recoger a los indios muertos y ponerlos todos juntos en el mismo sitio; al día siguiente podrían enterrarlos o quemarlos. Esas horas de la noche le darían tiempo para tomar una decisión respecto a los extranjeros. Santos y su hija podían desaparecer sin que nadie hiciera preguntas, pero con los otros había que tomar precauciones. Ludovic Leblanc era una celebridad y la vieja y el chico eran americanos. En su experiencia, cuando algo sucedía a un americano, siempre había una investigación; esos gringos arrogantes se creían dueños del mundo. Aunque el profesor Leblanc había sido el de la idea, fueron César Santos y Timothy Bruce quienes prepararon la cena, porque el antropólogo era incapaz de hervir un huevo. Kate Coid se disculpó explicando que sólo sabía hacer albóndigas y allí no contaba con los ingredientes; además estaba muy ocupada tratando de alimentar al bebé a cucharaditas con una solución de agua y leche condensada. Entretanto Nadia se sentó a otear la espesura, repitiendo el grito de la lechuza de vez en cuando. A una discreta orden suya, Borobá se soltó de sus brazos y corrió a perderse en el bosque. Una media hora después el capitán Ariosto se acordó de los rollos de película y obligó a Timothy Bruce a entregárselos con el pretexto que Leblanc le había dado: en sus manos estarían seguros. Fue inútil que el fotógrafo inglés alegara y hasta intentara sobornarlo, el militar se mantuvo firme.
Comieron por turnos, mientras los soldados vigilaban, y luego Ariosto mandó a los expedicionarios a dormir en las tiendas, donde estarían algo más protegidos en caso de ataque, como dijo, aunque la verdadera razón era que así podía controlarlos mejor. Nadia y Kate Coid con el bebé ocuparon una de las tiendas, Ludovic Leblanc, César Santos y Timothy Bruce la otra. El capitán no olvidaba cómo Alex lo embistió y le había tomado un odio ciego. Por culpa de esos chiquillos, especialmente del maldito muchacho americano, él estaba metido en un tremendo lío, Mauro Carías tenía el cerebro hecho papilla, los indios habían escapado y sus planes de vivir en Miami convertido en millonario peligraban seriamente. Alexander representaba un riesgo para él, debía ser castigado. Decidió separarlo de los demás y dio orden de atarlo a un árbol en un extremo del campamento, lejos de las tiendas de los otros miembros de su grupo y lejos de las lámparas de petróleo. Kate Coid reclamó furiosa por el tratamiento que recibía su nieto, pero el capitán la hizo callar.
– Tal vez es mejor así, Kate. Jaguar es muy listo, seguro que se le ocurrirá la forma de escapar -susurró Nadia.
– Ariosto piensa matarlo durante la noche, estoy segura -replicó la escritora, temblando de rabia.
– Borobá fue a buscar ayuda -dijo Nadia.
– ¿Crees que ese monito nos salvará? -resopló Kate.
– Borobá es muy inteligente.
– ¡Niña, estás mal de la cabeza! -exclamó la abuela.
Pasaron varias horas sin que nadie durmiera en el campamento, salvo el bebé, agotado de llorar. Kate Coid lo había acomodado sobre un atado de ropa, preguntándose qué haría con esa infortunada criatura: lo último que deseaba en su vida era hacerse cargo de un huérfano. La escritora se mantenía vigilante, convencida de que en cualquier momento Ariosto podía asesinar primero a su nieto y enseguida a los demás, o tal vez al revés, primero a ellos y luego vengarse de Alex con alguna muerte lenta y horrible. Ese hombre era muy peligroso. Timothy Bruce y César Santos también tenían las orejas pegadas a la tela de su carpa, tratando de adivinar los movimientos de los soldados afuera. El profesor Ludovic Leblanc, en cambio, salió de su carpa con la disculpa de hacer sus necesidades y se quedó conversando con el capitán Ariosto. El antropólogo, consciente de que cada hora transcurrida aumentaba el riesgo para ellos, y que convenía tratar de distraer al capitán, lo invitó a una partida de naipes y a compartir una botella de vodka, facilitada por Kate Coid.
– No trate de embriagarme, profesor -le advirtió Ariosto, pero llenó su vaso.
– ¡Cómo se le ocurre, capitán! Un trago de vodka no le hace mella a un hombre como usted. La noche es larga, bien podemos divertirnos un poco -replicó Leblanc.
PROTECCIÓN
Como ocurría a menudo en el altiplano, la temperatura descendió de golpe al ponerse el sol. Los soldados, acostumbrados al calor de las tierras bajas, tiritaban en sus ropas todavía empapadas por la lluvia de la tarde. Ninguno dormía, por orden del capitán todos debían montar guardia en tomo al campamento. Se mantenían alertas, con las armas aferradas a dos manos. Ya no sólo temían a los demonios de la selva o la aparición de la Bestia, sino también a los indios, que podían regresar en cualquier momento a vengar a sus muertos. Ellos tenían la ventaja de las armas de fuego, pero los otros conocían el terreno y poseían esa escalofriante facultad de surgir de la nada, como ánimas en pena. Si no fuera por los cuerpos apilados junto a un árbol, pensarían que no eran humanos y las balas no podían hacerles daño. Los soldados esperaban ansiosos la mañana para salir volando de allí lo antes posible; en la oscuridad el tiempo pasaba muy lento y los ruidos del bosque circundante se volvían aterradores.