– Una vez me dijiste que los indios no necesitaban la escritura porque tienen buena memoria. Las perezas son la memoria viviente de la tribu -añadió el muchacho.
– ¿Dónde las viste, Alexander?
– No puedo decírtelo, es un secreto.
– Supongo que viven en el mismo sitio donde encontraste el agua de la salud… -aventuró la abuela.
– Puede ser y puede no ser -replicó su nieto, irónico.
– Necesito ver esas Bestias y fotografiarlas, Alexander.
– ¿Para qué? ¿Para un artículo en una revista? Eso sería el fin de esas pobres criaturas, Kate, vendrían a cazarlas para encerrarlas en zoológicos o estudiarlas en laboratorios.
– Algo tengo que escribir, para eso me contrataron…
– Escribe que la Bestia es una leyenda, pura superstición. Yo te aseguro que nadie volverá a verlas en mucho, mucho tiempo. Se olvidarán de ellas. Más interesante es escribir sobre la gente de la neblina, ese pueblo que ha permanecido inmutable desde hace miles de años y puede desaparecer en cualquier momento. Cuenta que iban a inyectarlos con el virus del sarampión, como han hecho con otras tribus. Puedes hacerlos famosos y así salvarlos del exterminio, Kate. Puedes convertirte en protectora de la gente de la neblina y con un poco de astucia puedes conseguir que Leblanc sea tu aliado. Tu pluma puede traer algo de justicia a estos lados, puedes denunciar a los malvados como Carías y Ariosto, cuestionar el papel de los militares y llevar a Omayra Torres ante los tribunales. Tienes que hacer algo, o pronto habrá otros canallas cometiendo crímenes por estos lados con la misma impunidad de siempre.
– Veo que has crecido mucho en estas semanas, Alexander -admitió Kate Coid, admirada.
– ¿Puedes llamarme Jaguar, abuela?
– ¿Como la marca de automóviles?
– Si.
– Cada uno con su gusto. Puedo llamarte como quieras, siempre que tú no me llames abuela -replicó ella.
– Está bien, Kate.
– Está bien, Jaguar.
Esa noche los nahab comieron con los indios una sobria cena de mono asado. Desde la llegada de los pájaros de ruido y viento a Tapirawa-teri, la tribu había perdido su huerto, sus plátanos y su mandioca, y como no podían encender fuego, para no atraer a sus enemigos, llevaban varios días con hambre. Mientras Kate Coid procuraba intercambiar información con Iyomi y las otras mujeres, el profesor Leblanc, fascinado, interrogaba a Tahama sobre sus costumbres y las artes de la guerra. Nadia, quien estaba encargada de traducir, se dio cuenta de que Tahama tenía un malvado sentido del humor y le estaba contando al profesor una serie de fantasías. Le dijo, entre otras cosas, que él era el tercer marido de Iyomi y que nunca había tenido hijos, lo cual desbarató la teoría de Leblanc sobre la superioridad genética de los «machos alfa». En un futuro cercano esos cuentos de Tahama serían la base de otro libro del famoso profesor Ludovic Leblanc.
Al día siguiente la gente de la neblina, con Iyomi y Walimaí a la cabeza y Tahama con sus guerreros en la retaguardia, condujeron a los nahab de regreso a Tapirawa-teri. A cien metros de la aldea vieron el cuerpo del capitán Ariosto, que los indios habían puesto entre dos gruesas ramas de un árbol, para alimento de pájaros y animales, como hacían con aquellos seres que no merecían una ceremonia funeraria. Estaba tan destrozado por las garras de la Bestia, que los soldados no tuvieron estómago para descolgarlo y llevarlo de vuelta a Santa María de la Lluvia. Decidieron regresar más adelante a recoger sus huesos para sepultarlo cristianamente.
– La Bestia hizo justicia -murmuró Kate.
César Santos ordenó a Timothy Bruce y Alexander Coid que requisaran todas las armas de los soldados, que estaban desparramadas por el campamento, para evitar otro estallido de violencia en caso que alguien se pusiera nervioso. No era probable que ocurriera, sin embargo, porque el hedor de las Bestias, que aún los impregnaba, los tenía a todos descompuestos y mansos. Santos hizo subir el equipaje al helicóptero, menos las carpas, que fueron enterradas, porque calculó que sería imposible quitarles el mal olor. Entre las carpas desarmadas Timothy Bruce recuperó sus cámaras y varios rollos de película, aunque aquellos requisados por el capitán Ariosto estaban inutilizados, pues el militar los había expuesto a la luz. Por su parte Alex encontró su bolsa y adentro estaba, intacta, la botella con el agua de la salud.
Los expedicionarios se aprontaron para regresar a Santa María de la Lluvia. No contaban con un piloto, porque ese helicóptero había llegado conducido por el capitán Ariosto y el otro piloto había partido con el primero. Santos nunca había manejado uno de esos aparatos, pero estaba seguro de que, si era capaz de volar su ruinosa avioneta, bien podía hacerlo.
Había llegado el momento de despedirse de la gente de la neblina. Lo hicieron intercambiando regalos, como era la costumbre entre los indios. Unos se desprendieron de cinturones, machetes, cuchillos y utensilios de cocina, los otros se quitaron plumas, semillas, orquídeas y collares de dientes. Alex le dio su brújula a Tahama, quien se la colgó al cuello de adorno, y éste le regaló al muchacho americano un atado de dardos envenenados con curare y una cerbatana de tres metros de largo, que apenas pudieron transportar en el reducido espacio del helicóptero. Iyomi volvió a coger por la camisa a Kate Coid para gritarle un discurso a todo volumen y la escritora respondió con la misma pasión en inglés. En el último instante, cuando los nahab se aprestaban para subir al pájaro de ruido y viento, Walimaí entregó a Nadia una pequeña cesta.
CAMINOS SEPARADOS
El viaje de regreso a Santa María de la Lluvia fue una pesadilla, porque César Santos demoró más de una hora en dominar los controles y estabilizar la máquina. Durante esa primera hora nadie creyó llegar con vida a la civilización y hasta Kate Coid, quien tenía la sangre fría de un pez de mar profundo, se despidió de su nieto con un firme apretón de mano.
– Adiós, Jaguar. Me temo que hasta aquí no más llegamos. Lamento que tu vida fuera tan corta -le dijo.
Los soldados rezaban en voz alta y bebían licor para calmar los nervios, mientras Timothy Bruce manifestaba su profundo desagrado levantando la ceja izquierda, cosa que hacía cuando estaba a punto de explotar. Los únicos verdaderamente en calma eran Nadia, quien había perdido el miedo de la altura y confiaba en la mano firme de su padre, y el profesor Ludovic Leblanc, tan mareado que no tuvo conciencia del peligro.
Horas más tarde, después de un aterrizaje tan movido como el despegue, los miembros de la expedición pudieron instalarse por fin en el mísero hotel de Santa María de la Lluvia. Al día siguiente irían de vuelta a Manaos, donde tomarían el avión a sus países. Harían la travesía en barco por el río Negro, como habían llegado, porque la avioneta de César Santos se negó a elevarse del suelo, a pesar del motor nuevo. Joel González, el ayudante de Timothy Bruce, que estaba bastante repuesto, iría con ellos. Las monjas habían improvisado un corsé de yeso, que lo inmovilizaba desde el cuello hasta las caderas, y pronosticaban que sus costillas sanarían sin consecuencias, aunque posiblemente el desdichado nunca se curaría de sus pesadillas. Soñaba cada noche que lo abrazaba una anaconda.
Las monjas aseguraron también que los tres soldados heridos se recuperarían, porque por suerte para ellos las flechas no estaban envenenadas, en cambio el futuro de Mauro Carías se vislumbraba pésimo. El garrotazo de Tahama le había dañado el cerebro y en el mejor de los casos quedaría inútil en una silla de ruedas para el resto de su vida, con la mente en las nubes y alimentado por una sonda. Ya había sido conducido en su propia avioneta a Caracas con Omayra Torres, quien no se separaba de él ni un instante. La mujer no sabía que Ariosto había muerto y ya no podría protegerla; tampoco sospechaba que apenas los extranjeros contaran lo ocurrido con las falsas vacunas ella tendría que enfrentar a la justicia. Estaba con los nervios destrozados, repetía una y otra vez que todo era culpa suya, que Dios los había castigado a Mauro y a ella por lo del virus del sarampión. Nadie comprendía sus extrañas declaraciones, pero el padre Valdomero, quien fue a dar consuelo espiritual al moribundo, prestó atención y tomó nota de sus palabras. El sacerdote, como Karakawe, sospechaba desde hacia mucho tiempo que Mauro Carías tenía un plan para explotar las tierras de los indios, pero no había logrado descubrir en qué consistía. Las aparentes divagaciones de la doctora le dieron la clave.