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Mientras estuvo el capitán Ariosto al mando de la guarnición, el empresario había hecho lo que le daba gana en ese territorio. El misionero carecía de poder para desenmascarar a esos hombres, aunque durante años había informado de sus sospechas a la Iglesia. Sus advertencias habían sido ignoradas, porque faltaban pruebas y además lo consideraban medio loco; Mauro Carías se había encargado de difundir el chisme de que el cura deliraba desde que fuera raptado por los indios. El padre Valdomero incluso había viajado al Vaticano para denunciar los abusos contra los indígenas, pero sus superiores eclesiásticos le recordaron que su misión era llevar la palabra de Cristo al Amazonas, no meterse en política. El hombre regresó derrotado, preguntándose cómo pretendían que salvara las almas para el cielo, sin salvar primero las vidas en la tierra. Por otra parte, no estaba seguro de la conveniencia de cristianizar a los indios, quienes tenían su propia forma de espiritualidad. Habían vivido miles de años en armonía con la naturaleza, como Adán y Eva en el Paraíso. ¿Qué necesidad había de inculcarles la idea del pecado?, pensaba el padre Valdomero.

Al enterarse de que el grupo del International Geographic estaba de regreso en Santa María de la Lluvia y que el capitán Ariosto había muerto de forma inexplicable, el misionero se presentó en el hotel. Las versiones de los soldados sobre lo que había pasado en el altiplano eran contradictorias, unos echaban la culpa a los indios, otros a la Bestia y no faltó uno que apuntó el dedo contra los miembros de la expedición. En todo caso, sin Ariosto en el cuadro, por fin había una pequeña oportunidad de hacer justicia. Pronto habría otro militar a cargo de las tropas y no existía seguridad de que fuera más honorable que Ariosto, también podía sucumbir al soborno y el crimen, como ocurría a menudo en el Amazonas.

El padre Valdomero entregó la información que había acumulado al profesor Ludovic Leblanc y a Kate Coid. La idea de que Mauro Carías repartía epidemias con la complicidad de la doctora Omayra Torres y el amparo de un oficial del Ejército era un crimen tan espantoso, que nadie lo creería sin pruebas.

– La noticia de que están masacrando a los indios de esa manera conmovería al mundo. Es una lástima que no podamos probarlo -dijo la escritora.

– Creo que sí podemos -contestó César Santos, sacando del bolsillo de su chaleco uno de los frascos de las supuestas vacunas.

Explicó que Karakawe logró sustraerlo del equipaje de la doctora poco antes de ser asesinado por Ariosto.

– Alexander y Nadia lo sorprendieron hurgando entre las cajas de las vacunas y, a pesar de que él los amenazó si lo delataban, los niños me lo contaron. Creímos que Karakawe era enviado por Carías, nunca pensamos que era agente del Gobierno -dijo Kate Coid.

– Yo sabía que Karakawe trabajaba para el Departamento de Protección del Indígena y por eso le sugerí al profesor Leblanc que lo contratara como su asistente personal. De esa forma podía acompañar a la expedición sin levantar sospechas -explicó César Santos.

– De modo que usted me utilizó, Santos -apuntó el profesor.

– Usted quería que alguien lo abanicara con una hoja de banano y Karakawe quería ir con la expedición. Nadie salió perdiendo, profesor -sonrió el guía, y agregó que desde hacía muchos meses Karakawe investigaba a Mauro Carías y tenía un grueso expediente con los turbios negocios de ese hombre, en especial la forma en que explotaba las tierras de los indígenas. Seguramente sospechaba de la relación entre Mauro Carías y la doctora Omayra Torres, por eso decidió seguir la pista de la mujer. -Karakawe era mi amigo, pero era un hombre hermético y no hablaba más que lo indispensable. Nunca me contó que sospechaba de Omayra -dijo Santos-. Me imagino que andaba buscando la clave para explicar las muertes masivas de indios, por eso se apoderó de uno de los frascos de vacunas y me lo entregó para que lo guardara en lugar seguro.

– Con esto podremos probar la forma siniestra en que se extendían las epidemias -dijo Kate Coid, mirando la pequeña botella al trasluz.

– Yo también tengo algo para ti, Kate -sonrió Timothy Bruce, mostrándole unos rollos de película en la palma de la mano.

– ¿Qué es esto? -preguntó la escritora, intrigada.

– Son las imágenes de Ariosto asesinando a Karakawe de un tiro a quemarropa, de Mauro Carías destruyendo los frascos y del baleo de los indios. Gracias al profesor Leblanc, que distrajo al capitán por media hora, tuve tiempo de cambiarlos antes que los destruyera. Le entregué los rollos de la primera parte del viaje y salvé éstos -aclaró Timothy Bruce.

Kate Coid tuvo una reacción inesperada en ella: saltó al cuello de Santos y de Bruce y les plantó a ambos un beso en la mejilla.

– ¡Benditos sean, muchachos! -exclamó, feliz.

– Si esto contiene el virus, como creemos, Mauro Carías y esa mujer han llevado a cabo un genocidio y tendrán que pagar por ello… -murmuró el padre Valdomero, sosteniendo el pequeño frasco con dos dedos y el brazo estirado, como si temiera que el veneno le saltara a la cara.

Fue él quien sugirió crear una fundación destinada a proteger el Ojo del Mundo y en especial a la gente de la neblina. Con la pluma elocuente de Kate Coid y el prestigio internacional de Ludovic Leblanc, estaba seguro de lograrlo, explicó entusiasmado. Faltaba financiamiento, era cierto, pero entre todos verían cómo conseguir el dinero: recurrirían a las iglesias, los partidos políticos, los organismos internacionales, los gobiernos, no dejarían puerta sin golpear hasta conseguir los fondos necesarios. Había que salvar a las tribus, decidió el misionero y los demás estuvieron de acuerdo con él.

– Usted será el presidente de la fundación, profesor -ofreció Kate Coid.

– ¿Yo? -preguntó Leblanc genuinamente sorprendido y encantado.

– ¿Quién podría hacerlo mejor que usted? Cuando Ludovic Leblanc habla, el mundo escucha… -dijo Kate Coid, imitando el tono presuntuoso del antropólogo, y todos se echaron a reír, menos Leblanc, por supuesto. Alexander Coid y Nadia Santos estaban sentados en el embarcadero de Santa María de la Lluvia, donde algunas semanas antes tuvieron su primera conversación y comenzaron su amistad. Como en esa ocasión, había caído la noche con su croar de sapos y su aullar de monos, pero esta vez no los alumbraba la luna. El firmamento estaba oscuro y salpicado de estrellas. Alexander nunca había visto un cielo así, no imaginaba que hubiera tantas y tantas estrellas. Los chicos sentían que había transcurrido mucha vida desde que se conocieron, ambos habían crecido y cambiado en esas pocas semanas. Estuvieron callados mirando el cielo por un buen rato, pensando en que debían separarse muy pronto, hasta que Nadia se acordó de la cestita que llevaba para su amigo, la misma que le había dado Walimaí al despedirse. Alex la tomó con reverencia y la abrió: adentro brillaban los tres huevos de la montaña sagrada.

– Guárdalos, Jaguar. Son muy valiosos, son los diamantes más grandes del mundo -le dijo Nadia en un susurro.

– ¿Éstos son diamantes? -preguntó Alex espantado, sin atreverse a tocarlos.

– Si. Pertenecen a la gente de la neblina. Según la visión que tuve, estos huevos pueden salvar a esos indios y el bosque donde han vivido siempre.

– ¿Por qué me los das?

– Porque tú fuiste nombrado jefe para negociar con los nahab. Los diamantes te servirán para el trueque -explicó ella.

– ¡Ay, Nadia! No soy más que un mocoso de quince años, no tengo ningún poder en el mundo, no puedo negociar con nadie y menos hacerme cargo de esta fortuna.

– Cuando llegues a tu país se los das a tu abuela. Seguro que ella sabrá qué hacer con ellos. Tu abuela parece ser una señora muy poderosa, ella puede ayudar a los indios -aseguró la chica.

– Parecen pedazos de vidrio. ¿Cómo sabes que son diamantes? -preguntó él.