Ahora dedicaba todo su tiempo a proseguir la reconstrucción de la mansión, que había dejado interrumpida con su marcha.
Por casualidad esta obra ingente quedó finalizada a mediados de diciembre de 1924, pocos días después de que Onofre Bouvila cumpliera los cincuenta años de edad. Ahora el jardín había perdido su aspecto selvático y había recuperado su antigua armonía; los esquifes recién barnizados se mecían en el canal, varias parejas de cisnes reflejaban sus formas gráciles en el agua cristalina del lago; dentro de la casa las puertas se abrían y cerraban con suavidad, las lámparas centelleaban en los espejos, en los techos se podían ver querubines y ninfas recién pintados, las alfombras amortiguaban el ruido de los pasos y los muebles absorbían en la superficie reluciente la luz tamizada que filtraban los visillos. Había llegado el momento de hacer el traslado. Sus hijas intentaron oponer a ello resistencia: se negaban a abandonar la ciudad. ¿Quién vendrá a vernos a este lugar dejado de la mano de Dios?, objetaban. Mientras yo sea rico vendrán a vernos al infierno si es preciso, respondía él. En realidad tanto a su mujer como a sus hijas les daba miedo verse aisladas con aquel hombre que las tiranizaba y parecía divertirse haciéndolas sufrir.
También la mansión les infundía temor y desagrado. Aunque la reconstrucción podía considerarse perfecta había algo inquietante en aquella copia fidelísima, algo pomposo en aquel ornato excesivo, algo demente en aquel afán por calcar una existencia anacrónica y ajena, algo grosero en aquellos cuadros, jarrones, relojes y figuras de imitación que no eran regalos ni legados, cuya presencia no era fruto de sucesivos hallazgos o caprichos, que no atesoraban la memoria del momento en que fueron adquiridos, de la ocasión en que pasaron a formar parte de la casa: allí todo respondía a una voluntad rigurosa, todo era falso y opresivo. Acallados los ruidos de la obra y desaparecidos los albañiles, peones, yeseros y pintores, restablecido el orden y la limpieza la mansión adquirió una solemnidad funeraria. Hasta los cisnes del lago tenían un aire de idiocia que les era propio. El alba amanecía para arrojar una luz siniestra y distinta sobre la mansión.
Estas características eran del agrado de Onofre Bouvila. Allí podía vivir a su antojo, sin ver ni oír a su mujer ni a sus hijas durante semanas enteras. Jamás paseaba por el jardín y salía raramente durante el día de los aposentos que había reservado para su uso exclusivo. No recibía visitas y en contra de sus predicciones nadie iba a visitarles por propia iniciativa. Al cabo de unos meses de efectuado el traslado sus dos hijas abandonaron el hogar definitivamente. La menor fue la primera en marcharse. Con la ayuda de su abuelo, don Humbert Figa i Morera, que la adoraba hasta el punto de atreverse, a pesar de su edad y sus achaques, a incurrir en la ira posible de su yerno, se estableció en París; allí contrajo matrimonio al cabo de un tiempo con un pianista húngaro de reputación escasa y futuro incierto que le doblaba la edad; ambos vagaron de ciudad en ciudad a partir de entonces, acosados por los acreedores. La hija mayor no tardó en seguir el ejemplo de su hermana. Aunque reconocía abiertamente no sentir por ello ninguna inclinación ingresó en una congregación de misioneras laicas que ejercían la docencia y la medicina en lugares remotos y atrasados. Después de pasar varios años en el Amazonas, cerca de Iquitos, tratando mal que bien de compaginar la práctica de la obstetricia con el consumo inmoderado de whisky fue repatriada por las autoridades peruanas; para ello fue necesario sobornar a varios funcionarios gubernamentales e indemnizar a las víctimas de su negligencia, su vicio y su ignorancia. Luego vivió apaciblemente envuelta en los vahos del alcohol en una "suite" del hotel Ritz de Madrid hasta su muerte en 1981.
Onofre Bouvila vio disolverse su familia con la misma indiferencia con que la había visto formarse después de la muerte de su segundo hijo: una familia hecha de residuos y desencantos. Su esposa pasaba el día entero y parte de la noche en la capilla del primer piso: allí se hacía llevar las cajas de trufas heladas y de bombones de licor que consumía compulsivamente a todas horas mientras trataba de orientarse en el laberinto de novenas, triduos, viacrucis, adoraciones, cuarenta horas, infraoctavas y velas en que vivía sumida.
Ahora la casa parecía verdaderamente desierta. Si al principio los muebles y los objetos carecían de vida afectiva, pronto adquirieron otra vida fantasmagórica: por las noches se oían ruidos en las estancias vacías y a la mañana siguiente los armarios aparecían desplazados y las alfombras arrolladas, como si todas aquellas piezas colosales y pesadísimas hubieran estado deambulando por los salones al amparo de la oscuridad.
En realidad no había nada sobrenatural en aquello: eran los criados, que manifestaban de este modo su descontento y su hastío. Vamos a ver si acabamos de volver tarumba a la señora, se decían; sin más se dedicaban a golpear cacerolas y arrastrar muebles y golpear las paredes con cadenas. De todo esto Onofre Bouvila no se daba por enterado: para librarse del ambiente lúgubre que reinaba en la casa había adquirido el hábito de salir todas las noches. En compañía de su chófer y guardaespaldas frecuentaba los antros más infames; huyendo de la elegancia y la limpieza buscaba la camaradería de rufianes, maleantes y putas: así creía haber reencontrado aquella Barcelona de la que había logrado elevarse pero en la que ahora creía haber sido bastante feliz. En realidad era la juventud perdida lo que añoraba. Con este objeto trataba de convencerse a sí mismo de que en aquellos ambientes que rezumaban ignominia y miseria se sentía como en su propia casa; en el fondo sabía que le repugnaban aquellos cuchitriles inmundos, mal ventilados, aquellos catres sudados y pestilentes en los que despertaba sobresaltado. El vino peleón, el champaña adulterado y la cocaína que consumía para mantenerse alegre durante toda la noche le sentaban maclass="underline" a menudo vomitaba en la calle o dentro del coche cuando regresaba a casa al despuntar el día. También sabía que aquellos charlatanes, contrabandistas y mujerzuelas iban desesperadamente detrás de su dinero. Cuando el chófer lo sacaba casi en brazos de algún burdel las putas que le habían recibido con muestras descocadas de simpatía cambiaban de talante en un abrir y cerrar de ojos, sus chulos les arrebataban a golpes el dinero que él les había dado sin tasa, la euforia y la lujuria se desvanecían: ahora imperaban allí la codicia, la violencia y el rencor. Todo esto lo sabía pero se dejaba engañar; no con el dinero que despilfarraba, sino con este engaño creía pagar el derecho a respirar nuevamente el aire del puerto, el olor a salitre y petróleo y a frutas maduras que se echaban a perder en las sentinas de los barcos como si aún perteneciera a este mundo, que había perdido para siempre muchos años atrás.
Una noche se despertó en una habitación minúscula; las paredes estaban recubiertas de un papel sucio que originalmente había sido de color naranja; colgada de un hilo eléctrico parpadeaba una bombilla de filamentos. Tenía los pies y las manos helados y un hormigueo desagradable le recorría el costado izquierdo. Supo que se moría y le extrañó la precisión con que aún podía registrar detalles nimios. A su lado oyó gritar a una furcia cuyo rostro no recordaba haber visto nunca antes de entonces. Haciendo un gran esfuerzo consiguió asirle la muñeca: sabía que si ella lograba zafarse le quitaría todo lo que llevaba y huiría sin decir nada a nadie. Lo dejaría morir allí. Le prometeré el oro y el moro si me ayuda, pensó, pero las palabras le ahogaban, no le dejaban respirar. No es mal sitio para morir, pensó, menudo escándalo.
Pero ¿qué estoy diciendo? Yo no quiero morir aquí ni en ningún otro sitio. La furcia se había soltado de un tirón: recogía la ropa desperdigada por el suelo de la habitación y salía al pasillo con la ropa en los brazos. Al verse solo luchó por no dejarse vencer por el pánico. Es el fin, pensó. Oyó gritos y carreras en el pasillo antes de perder el conocimiento.