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En efecto, no se podía decir que Barcelona hubiese sido generosa con santa Eulalia. En el siglo IV de nuestra era, contando ella sólo doce años de edad y por negarse a reverenciar dioses paganos, fue torturada primero y quemada luego. Prudencio nos refiere que al morir la santa salió volando de su boca una paloma blanca y una nevada densa cubrió súbitamente su cuerpo. Por esta razón durante muchos años fue la patrona de la ciudad; después hubo de ceder este título a la virgen de la Merced, que aún lo ostenta. Por si esta degradación no bastara, más tarde se determinó que en realidad la santa Eulalia virgen y mártir, bajo cuya advocación había estado Barcelona varios siglos, no había existido: era sólo una copia, una falsificación de otra santa Eulalia nacida en Mérida el año 304 y quemada junto con otros cristianos durante la persecución decretada por Maximiano. Los santos nos hacen figa, se dijeron los barceloneses; así nos va. Finalmente hasta la existencia de la santa Eulalia de Mérida, la auténtica, cuya fiesta celebramos el 10 de diciembre, fue puesta en tela de juicio. Ahora la estatua de la santa desacreditada ocupaba una capilla lateral de la catedral de Barcelona, desde donde meditaba sobre lo que ocurría a su alrededor. Esto no puede seguir así, se dijo un día; como me llamo Eulalia que he de hacer algo. Pidió a santa Lucía y al Cristo de Lepanto que cubrieran milagrosamente su ausencia, bajó del pedestal, salió a la calle y se dirigió decididamente al Ayuntamiento, donde el alcalde la recibió con sentimientos encontrados: por una parte se alegraba de ver que podía contar con la solidaridad de la santa, pero por otra parte temía el juicio que pudiera merecerle su gestión. ¡Ay, Darius, ya haréis de bestiezas entre todos!, le espetó santa Eulalia.

Darius Rumeu i Freixa, barón de Viver, ocupaba la alcaldía desde 1924. Cuando tomé posesión del cargo ya estaba el tinglado en marcha, dijo a modo de disculpa; por mi gusto la Exposición no se habría celebrado. Este alcalde no era ni podía ser un hombre impetuoso como había sido Rius y Taulet, su predecesor ilustre: ahora Barcelona era una ciudad ingente y compleja. Ha sido Primo y su manía de fomentar las obras públicas, siguió diciendo, una política popular que luego hemos de pagar entre todos nos guste o no. Por su culpa se me está llenando la ciudad de inmigrantes, infestando de gente del sur. De pronto recordó que según los entendidos la propia santa provenía del sur y agregó precipitadamente: No me entiendas mal, Eulalia, yo no tengo nada contra nadie; para mí todos somos iguales a los ojos de Dios; es que se me parte al alma cuando veo las condiciones paupérrimas en que viven estos desventurados, pero, ¿qué puedo hacer? Santa Eulalia movió lentamente la cabeza con aire de descorazonamiento. no sé, dijo al fin, no sé. Suspiró hondamente y añadió: ¡Si al menos pudiéramos contar con Onofre Bouvila! Pero con él no se podía contar por el momento.

– Quizá sería conveniente que acompañase al señor -le sugirió el chófer.

La calle Sepúlveda desembocaba en la plaza de España, convertida ahora en un cráter pavoroso: allí empezaban las obras de la Exposición Universal; de allí partía la avenida de la Reina María Cristina, flanqueada de palacios y pabellones a medio edificar; en el centro de la plaza estaba siendo construida una fuente monumental y junto a la fuente la nueva estación del Metro. En estas obras trabajaban muchos miles de obreros. Por la noche regresaban a sus barracas, a sus casas baratas, a los pisos lóbregos donde vivían realquilados.

Algunos de ellos, los que no tenían hogar, pernoctaban en las calles próximas a la plaza, a la intemperie, envueltos en mantas los más afortunados, los menos en hojas de periódico; los niños dormían abrazados a sus padres o sus hermanos; los enfermos habían sido recostados contra los muros de las casas a la espera del alivio incierto que pudiera traer consigo el nuevo día. A lo lejos se distinguía el resplandor de una hoguera, las sombras de los reunidos alrededor de ésta. Una humareda baja traía olor de fritanga, impregnaba de este olor la ropa y los cabellos; en algún rincón sonaba una guitarra.

Onofre Bouvila le dijo al chófer que permaneciera junto al coche. No me ocurrirá nada, dijo. Sabía que aquellos parias no eran violentos. Embozado en un abrigo negro con cuello de piel, chistera y guantes de cabritilla deambulaba tranquilamente por el centro de la calle. Los parias lo observaban con más sorpresa que hostilidad, como si se tratara de un espectáculo. Al fin se detuvo un instante frente a una casa de la calle, una casa vulgar desprovista totalmente de ornamentación; luego golpeó la puerta con la aldaba repetidas veces. Mostrando una moneda a la persona que escudriñaba a través de la mirilla consiguió que ésta le abriera sin tardanza. Una vez en el portal cuchicheó unos instantes con la anciana que le había dejado entrar. Esta anciana no tenía un solo diente en las encías, que mostraba al reír silenciosamente. Él inició el ascenso mientras la anciana agradecida se deshacía en reverencias y sostenía en alto un candil que le permitiera distinguir los escalones. A partir del primer recodo tuvo que seguir subiendo a tientas, pero eso no le hizo aminorar la marcha ni perder la orientación:

conservaba todavía las mañas antiguas de merodeador nocturno.

Por fin se detuvo en un rellano y encendió una cerilla; a la luz urgente de la llamita leyó un número y tocó a una puerta que no tardó en abrir un hombre enclenque y mal afeitado que vestía un batín raído sobre un pijama sucio y arrugado. Vengo a ver a don Santiago Belltall, dijo antes de que el hombre pudiera interrogarle acerca de la razón de su presencia allí.

Estas no son horas de visita, replicó el hombre. Empezaba a cerrar la puerta, pero Onofre Bouvila la abrió de un puntapié enérgico; con la contera del bastón golpeó al hombre en las costillas, lo lanzó contra el paragüero de loza, que se hizo añicos al volcarse. no he pedido su opinión ni quiero oírla, dijo sin levantar la voz. Vaya a decirle a don Santiago Belltall que salga y luego váyase a donde yo no le vea. El hombre escuchimizado se levantó con dificultad; al mismo tiempo buscaba a su espalda los cabos sueltos del cinturón de la bata, que se había desanudado en la caída; luego desapareció sin decir nada detrás de una cortina que separaba aquel recibidor del resto de la vivienda. Por allí mismo apareció al cabo de muy poco Santiago Belltall, que se deshizo en excusas: no esperaba ninguna visita y menos aún una visita de tal importancia, dijo. Las condiciones en que vivía…, añadió dejando la frase sin terminar. Onofre Bouvila siguió al inventor a través de un pasillo tenebroso hasta una habitación de dimensiones reducidas. Esta habitación sólo se ventilaba a través de un ventanuco que daba a un patio interior cubierto:

la atmósfera era densa. Allí había dos camastros de metal, una mesita con dos sillas y una lámpara de pie; en varias cajas de cartón adosadas a las paredes los realquilados guardaban su ropa y sus pertenencias. Esas paredes estaban cubiertas de planos que el inventor había prendido allí con unas chinches.

María Belltall estaba sentada a la mesa; a la luz exigua de la lámpara zurcía un calcetín con ayuda de un huevo de madera.

Para defenderse del frío y la humedad que reinaban en toda la casa se había echado una toquilla sobre un vestido de lana ordinario y anticuado; unas medias de punto y unas zapatillas de fieltro completaban su indumentaria misérrima. Así vestida resaltaba la delgadez de su complexión, el color cerúleo de la piel, que había disimulado el maquillaje en la entrevista que ambos habían mantenido pocos días antes. Con esta palidez contrastaba el enrojecimiento de la nariz, debido a un resfriado, el resfriado crónico de los barceloneses. Al entrar él en la pieza levantó un instante la mirada de la costura y la volvió a bajar; esta vez sus ojos tenían nuevamente el color de caramelo que él creía recordar de su primer encuentro.

– Perdone este desorden tremendo -dijo el inventor paseando nerviosamente entre el mobiliario, contribuyendo con sus ademanes vehementes y su agitación a incrementar la sensación general de caos que se respiraba allí-, si hubiésemos sabido de antemano que pensaba usted hacernos este honor por lo menos habríamos quitado estos papelotes de las paredes; ¡oh!, pero qué despiste el mío: no le he presentado aún a mi hija, a la que no conoce. Mi hija María, señor. María, este caballero es don Onofre Bouvila, de quien ya te he hablado; hace unos días fui a su casa a hacerle unas ofertas que él tuvo la bondad de considerar con benevolencia.