El aire estaba quieto, en la superficie inmóvil del lago artificial el sol centelleaba y este resplandor daba al plumaje blanco de los cisnes una luminosidad cegadora. Con el ánimo conturbado estaba dispuesto a ver en aquellos cisnes fluorescentes emisarios del Altísimo enviados por Éste para que le trajeran un mensaje de misericordia y esperanza. Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión, parecían venir a recordarle. Conmovido por esta noción hundió la frente en el césped y musitó: Perdón, perdón; he sido estúpido y cruel y no tengo excusa, no hay atenuante para mi culpabilidad. Ante los ojos de su conciencia, como si hojeara un álbum de retratos, iban desfilando los rostros acusadores de Odón Mostaza, de don Alexandre Canals i Formiga y de su hijo, el pobre Nicolau Canals i Rataplán, de Joan Sicart y de Arnau Puncella, del general Osorio, el ex gobernador de Luzón, y también los de su mujer y sus hijas, los de Delfina y el señor Braulio y los de su padre y su madre y hasta el de su hermano Joan: a todas estas personas y a muchísimas más cuyos rostros no había visto ni vería jamás había sacrificado a su ambición y a su vesania, todas ellas habían sido víctimas de su sed injustificada de venganza, habían sufrido sin necesidad para proporcionarle momentáneamente el sabor agridulce de la victoria. ¿Habrá en el cielo entero magnanimidad bastante para perdonar a un engendro como he sido yo todos estos años?, pensó sintiendo que las lágrimas pugnaban por manar a raudales entre sus párpados apretados. Apenas acababa de formular este pensamiento cuando notó unos golpecitos en el hombro. Sabiendo que estaba solo en el jardín aquel contacto le sobresaltó:
ahora no se atrevía a despegar los párpados, temía encontrarse en presencia de un ángel majestuoso si lo hacia, un ángel provisto de una espada de fuego. Cuando por fin abrió los ojos vio que en realidad aquellos golpecitos se los daba un cisne con el pico; extrañado por la presencia de aquel individuo desconocido que yacía acurrucado y quieto a la orilla del lago el cisne había salido del agua y se había aproximado, quizá delegado por los demás, a ver de qué se trataba aquello.
Onofre Bouvila se incorporó bruscamente y el cisne, asustado, emprendió la retirada. Visto desde atrás sus andares no podían ser más grotescos; los graznidos que lanzaba también eran desabridos y feos. Indignado por haberse dejado impresionar por un animal tan poco airoso alcanzó al cisne antes de que éste pudiera ponerse a salvo en su elemento y le propinó un puntapié con todas sus fuerzas. El cisne describió una parábola en el aire y cayó al agua, donde se quedó con la cabeza y el cuello hundidos y la cola a flote mientras el agua, alterada por el impacto, recobraba poco a poco su inmovilidad y sobre la superficie se posaban las plumas blancas que había perdido el cisne de resultas del golpe en el trayecto. Onofre Bouvila sacudió las briznas de hierba que se habían adherido a la ropa y sin detenerse a comprobar si el cisne revivía o si había sucumbido continuó el paseo. El incidente le había hecho volver a la realidad; había cesado la visión penosa de sus culpas y en su lugar imperaba ahora de nuevo la lógica implacable y partidista que siempre había aplicado a todas las cosas. Bah, se dijo, ¿de que me responsabilizo? Si alguien pudiera oírme pensaría que en el mundo no hay otra causa de aflicción que yo. Quiá, nada más falso, respondió a su contendiente imaginario, la gente era infeliz antes de que yo naciera y lo seguirá siendo cuando yo haya muerto. Verdad es que he causado la desgracia de algunos pero ¿he sido yo el verdadero causante de esa desgracia o un mero agente de la fatalidad? Si yo no me hubiese cruzado en el camino de Odón Mostaza, ¿habría tenido un final menos trágico ese chulo asesino?, ¿no era él ya acaso cuando nació carne de patíbulo? Y a Delfina, ¿qué le habría deparado el destino de no haber aparecido yo un buen día en la pensión de sus padres?
Sin duda habría sido una fregona todos los días de su vida, se habría casado en el mejor de los casos con un haragán brutal y alcoholizado que la habría pegado continuamente y le habría hecho reventar a fuerza de trabajo y partos. ¡Diantre!, al menos conmigo todas estas ratas de alcantarilla tuvieron su oportunidad a mis expensas pudieron gozar de un momento de gloria. Una explosión amortiguada pero cercana interrumpió el curso de sus pensamientos. A esta explosión siguieron otras encadenadas. Los pájaros que anidaban en los árboles del bosque levantaron el vuelo: mezclados en una bandada heterogénea describían círculos a gran altura armando gran alboroto. Onofre Bouvila sonrió nuevamente: como ese pobre desgraciado, sin ir más lejos, añadió a media voz. Ahora esta sonrisa había perdido la beatitud que la caracterizaba un rato antes.
Dejando el lago a su espalda anduvo en dirección al lugar de donde procedían las explosiones. Deliberadamente abandonó el prado ameno y bien cuidado y se adentró en el bosque: allí los árboles le permitían avanzar a hurtadillas. Al llegar al linde del bosque se detuvo a observar sin ser visto la actividad que se desarrollaba a escasa distancia de aquel escondite: allí había una carpa de circo de la que entraban y salían continuamente individuos con atuendo y apariencia de mecánicos. En la boca del túnel de lona que daba acceso a la carpa y en la cual aún podían verse restos de banderolas y gallardetes, dos guardias armados supervisaban la entrada y la salida de aquellos mecánicos. Aunque la propia carpa se lo ocultaba él sabía que al otro lado de aquélla se levantaban unos cobertizos en cuyo interior había una maquinaria complicadísima. Esta maquinaria no tenía otro objeto que suministrar energía motriz al utillaje eléctrico que ahora zumbaba y chirriaba dentro de la carpa. Naturalmente habría sido más sencillo y mucho menos gravoso obtener esta energía de la compañía proveedora de fluido eléctrico, pero tal cosa habría imposibilitado mantener en secreto las actividades que se llevaban a cabo allí. Por eso habían sido construidos los cobertizos, que ahora protegían de la curiosidad ajena estos generadores que, a su vez, habían sido adquiridos en países distintos por mediación de sociedades anónimas constituidas con este solo fin, introducidos en Cataluña de contrabando y llevados hasta su destino pieza a pieza furtivamente. Del mismo modo había sido transportado en partidas pequeñas el carbón que los alimentaba y cuyas reservas estaban ahora almacenadas en silos perforados bajo el prado, el bosque y el lago. Así habían sido reunidos también la maquinaria y los materiales necesarios para el proyecto. Más delicada había sido la contratación del personal que ahora trabajaba en aquél. Si el aluvión de inmigrantes había permitido seleccionar y reclutar a los obreros en la forma más encubierta y discreta, los especialistas, los técnicos e ingenieros, cuya desaparición repentina de sus trabajos, de la vida pública en general habría resultado muy difícil de explicar, plantearon obstáculos que hubo que ir salvando en cada caso concreto específicamente. Unos fueron contratados en el extranjero; otros, sacados del retiro al que circunstancias diversas los habían forzado; a otros, por último, habían sido cursadas ofertas falsas de universidades americanas. Los que aceptaban estas ofertas recibían poco después un pasaje de primera clase en un barco de línea. Cuando el barco en que viajaban rebasaba los límites de las aguas territoriales españolas estos ingenieros prestigiosos eran sacados de sus camarotes a punta de pistola y embarcados en una lancha rápida que los conducía de nuevo a tierra. Allí un automóvil los llevaba a la mansión, donde eran informados del motivo del engaño y el secuestro, de la naturaleza del trabajo a que se les había destinado, de la transitoriedad de aquella situación anómala y de los emolumentos cuantiosos con que serían compensadas su colaboración y las molestias sufridas. Ante este desenlace feliz de la aventura todos se mostraban encantados. El método, sin embargo, resultaba lento, complicado y caro. Pero para llevar a cabo el proyecto no se había reparado en gastos. Unicamente la carpa, cuyas dimensiones la hacían idónea, había podido ser adquirida a buen precio a un circo cuyos miembros habían sido diezmados en el sur de Italia por una epidemia de cólera. Esta hecatombe había obligado a los únicos supervivientes, una mujer barbuda, una "ecuyére" y un sansón, a disolver la compañía y malvender el equipo. Ahora estos tres personajes fantásticos, a quienes había sido preciso contratar y traer para que indicasen el modo de armar y asegurar la carpa, vagaban también por la mansión, ataviados con malla, taparrabos y lentejuelas, ejercitando como podían sus habilidades y sembrando entre todos el desconcierto cuando no el espanto.