La voz del guardia interrumpió esta reflexión. Buenas noches, señorita, le oyó decir. Es María, que viene a buscarme, pensó.
Ella ha sido la víctima principal de mi locura, siempre he antepuesto mis delirios de grandeza a su bienestar; en vez de darle lo que ella tenía derecho a esperar de mí ha sido ella quien ha tenido que prodigarme sus cuidados. Por mi culpa su vida ha sido una renuncia continua y una humillación sin fin.
De soslayo percibió la sombra de su hija a la luz mortecina de las lámparas de petróleo que alumbraban el interior de la carpa. Incluso ahora, en este mismo momento está aquí por mí, ha venido a buscarme porque cree que debo descansar, pensó.
Quizá ésta sea la ocasión adecuada para decirle estas cosas; con eso no arreglaremos nada, ni repararé el mal que le he hecho ni recuperaremos el tiempo perdido, pero tal vez le sirva de consuelo el saber que su miseria no me ha pasado desapercibida.
– Padre, debería usted irse a dormir. Es tarde y aquí ya no podemos hacer nada -dijo María Belltall-. Vea, todo está en Montjuich. Hasta los ingenieros se han ido. Todos están de vuelta en sus casas.
Lo que ella decía era cierto: a medida que concluía su trabajo los obreros y los técnicos iban siendo licenciados; a los expertos en aerodinámica moderna Onofre Bouvila los enviaba de nuevo a sus lugares de origen con la promesa de una gratificación cuantiosa si guardaban el secreto de lo que habían hecho allí y de lo que habían visto hacer a otros.
Ahora sólo quedaban adscritos al proyecto Santiago Belltall y un ingeniero militar prusiano, un experto en balística con quien Onofre Bouvila había tenido trato frecuente durante la Gran Guerra y cuya presencia resultaba imprescindible para poder llevar a cabo el proyecto.
– Hija, hay una cosa que querría decirte -dijo Santiago Belltall.
– Ahora es tarde, padre. Ya me la dirá usted mañana dijo ella.
– No, mañana será verdaderamente tarde -dijo el inventor.
Este diálogo fue interrumpido por la entrada de un hombre en la carpa. Este hombre era el mayordomo de la mansión: por orden de Onofre Bouvila había ido al pabellón de caza y lo había encontrado vacío. Entonces se le había ocurrido asomarse a la carpa.
– El señor aguarda en la biblioteca -dijo.
Santiago Belltall suspiró. No debo hacer esperar a nuestro benefactor, le dijo a su hija.
– En un instante me reuniré con usted dijo al mayordomo.
El mayordomo movió la cabeza. Perdone, pero no es a usted, sino a la señorita a quien aguarda el señor, dijo secamente.
El inventor y su hija se miraron sorprendidos. Ve, hija, dijo por fin Santiago Belltall, yo me iré ahora mismo a dormir, pierde cuidado. Quizá debería pasar un momento por el pabellón de caza y cambiarme de ropa, pensó María Belltall.
No dijo nada ni levantó siquiera la mirada de la mesa cuando el mayordomo le anunció la presencia de María Belltall.
Hazla pasar, cierra luego la puerta y retírate, dijo a media voz, no te necesitaré más esta noche. A solas con él y sin saber qué cosa se esperaba de ella se acercó a la mesa. Cuando Onofre Bouvila la tuvo cerca dijo: Mira, ¿sabes qué es esto?
Nunca la había tuteado antes y este detalle no escapó a su percepción. El viento golpeaba los cristales. ¿Lloverá mañana?, pensó. Él dijo: Es el "Regent", el diamante más perfecto que existe. Es mío; con él podría comprar países enteros. Sin embargo cabe en la palma de la mano, fíjate. Puso el diamante en la mano de María Belltall y le obligó a cerrar los dedos. Por un instante ella vio el resplandor que lanzaban las facetas del diamante; era como si el diamante llevara en su interior un filamento incandescente. Todo tiene un precio, dijo él. Ella abrió la mano; él cogió el diamante, lo envolvió en un pañuelo blanco y guardó el envoltorio en el bolsillo del batín que llevaba. El temblor ligero que podía percibirse en sus labios cesó repentinamente. Quisiera saber la naturaleza de tus sentimientos, dijo sin transición. Si sólo te inspiro gratitud o temor no digas nada, agregó. María Belltall cerró los ojos. Hace veinte años que vivo sólo para este momento, dijo con un hilo de voz. Él se puso de pie bruscamente. No tengas miedo, dijo, todo saldrá bien.
Santiago Belltall se despertó bañado en sudor. Había soñado que perdía a su hija para siempre, que nunca más la volvería a ver. Esto es absurdo, pensó mientras encendía la luz de la mesilla de noche, por fuerza tiene que haber otra razón que justifique mi desasosiego. Consultó el reloj y vio que eran las cuatro de la mañana. El viento había cesado y el cielo estaba despejado; aún era noche cerrada, pero en el horizonte empezaba a perfilarse una línea gris que hacía palidecer gradualmente a las estrellas. Hará buen día, gracias a Dios, pensó, pero esta perspectiva no bastó para disipar enteramente su malestar. Hay algo que no anda bien, repitió para sus adentros. Se levantó y salió en pijama y descalzo de la habitación. El pabellón de caza estaba en silencio. Vio entornada la puerta del dormitorio de su hija y se asomó con sigilo. Cuando los ojos se hubieron hecho a la oscuridad reparó en que la cama estaba sin deshacer y María ausente.
¿Cómo es posible?, se dijo, ¿no ha vuelto aún de la entrevista con Bouvila? ¿De qué estarán hablando? Se acercó a la ventana y miró en dirección a la casa; allí no vio brillar ninguna luz. ¿Qué estará ocurriendo en esa casa ahora mismo?, pensó.
Sin perder unos segundos en calzarse o abrigarse salió del pabellón de caza. En el jardín le cerraron el paso tres hombres: uno de estos hombres era el guardia que unas horas antes le había saludado en la boca de la carpa; otro era el forzudo de circo que había venido con la carpa propiamente dicha; el tercero, a quien no recordaba haber visto antes, era un anciano de piel rojiza y ojos azules a quien acompañaba un perro pequeño y torpe de movimientos. Este anciano era el que parecía llevar la voz cantante.
– Tenga la bondad de seguirnos, señor Belltall -le dijo- y por favor no levante la voz: es preciso que procedamos de modo discreto y con celeridad.
– ¿Eh? -exclamó el inventor-, ¿quién diablos es usted, que se atreve a darme órdenes? Y este asalto, ¿qué significa?