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En esos años la existencia de seres de otros planetas no era puesta en entredicho por nadie. Al respecto circulaban las fabulaciones más inusitadas, a las que los científicos no parecían interesados en poner coto. Estos seres o extraterrestres, como había de denominárseles luego, cuya versión gráfica parecía haber sido confiada en exclusiva a los ilustradores de historietas, eran representados invariablemente con cuerpo de hombre y cara de pez. Las más de las veces iban desnudos, lo que no atentaba contra el pudor, pues no se distinguían en ellos órganos reproductivos y su epidermis, para postre, era escamosa; si vestían algo, era jubón y calzas. El detalle de la nariz en forma de trompetilla no fue incorporado a la iconografía al uso hasta la década de los cuarenta, cuando el cinematógrafo, aliado con el microscopio, permitió mostrar imágenes ampliadas de mosquitos y otros insectos. Respecto de los visitantes de otros mundos, a quienes el vulgo llamaba entonces genéricamente "marcianos", se daba por sentado que su inteligencia era muy superior a la de los terrícolas; sus intenciones se presuponían pacíficas y su carácter, más bien pánfilo. Todas estas conjeturas sin embargo duraron un minuto escaso, porque la máquina, después de haberse elevado por encima de las cúpulas del Palacio Nacional, describió un semicírculo y empezó a descender lentamente sobre el estanque de la fuente mágica. Entonces se vio que quienes tripulaban la máquina eran personas de carne y hueso y aquélla una variante de lo que a la sazón se conocía por helicoplano, ortóptero, ornitóptero o helicóptero, esto es, aviones de despegue y aterrizaje vertical. Con ellos se había venido experimentando en los últimos años, bien que con resultados poco alentadores hasta el momento. El ah de abril de 1924 el marqués de Pescara había conseguido despegar y aterrizar verticalmente en Issy-lesMoulineaux, pero la distancia recorrida había sido escasa: tan sólo 136 metros.

Por su parte, el ingeniero español Juan de la Cierva había inventado el año anterior, es decir en 1923, un aparato menos ambicioso, pero más eficaz. Fue denominado autogiro y era un avión convencional en todo (alas, cola, alerones y fuselaje general) al que había sido agregada una hélice libre de varias palas; esta hélice giraba en torno a un eje colocado en la parte superior del avión y era movida por el viento que desplazaba el avión en vuelo; luego, cuando el avión paraba el motor y caía a plomo, la masa de aire desplazada ahora por la caída engendraba además una turbulencia que hacía girar con mayor fuerza las aspas de esta hélice libre; al girar éstas frenaban la velocidad de descenso del aparato. Una vez resueltos algunos problemas adicionales, como el del rozamiento, el de la estabilidad y otros, el autogiro resultó un invento seguro y viable: en la década de los treinta hacía periódicamente el vuelo Madrid-Lisboa sin escalas. Pero de eso al despegue vertical y a la posibilidad de inmovilizar el aparato en el aire mediaba un abismo. Este abismo había sido salvado sin dificultad por la máquina que ahora sobrevolaba el recinto de la Exposición Universal. Esta máquina subía y bajaba a voluntad de su tripulante, se quedaba suspendida a cualquier altura como si se tratara de una lámpara de techo y se desplazaba horizontalmente sin traquetear ni zarandearse.

Esto era un prodigio, pero más todavía el que efectuara estas maniobras y otras más sin hélices que la propulsaran.

4

En los baldíos contiguos al recinto de la Exposición había crecido una población entera de barracas; en este villorrio malvivían millares de inmigrantes. Nadie sabía quién había dispuesto las barracas de tal modo que formaran calles ni quién había alineado estas calles para que se cruzaran perpendicularmente entre sí. A la puerta de algunas barracas había unos cajones de madera en cuyo interior se criaban conejos o pollos; la tapa de los cajones había sido reemplazada por un trozo de tela metálica; así se podían ver los animales hacinados. A la puerta de otras barracas dormitaban perros famélicos de mirada turbia. Ante una de estas puertas se detuvo el automóvil y de él se apearon Onofre Bouvila y María Belltall. El perro emitió un gruñido cuando pasaron por su lado y siguió durmiendo. Desde el interior de la barraca, avisada de su presencia por el ruido del automóvil, una mujer desgreñada, cubierta de harapos, separó la cortina de arpillera que colgaba del dintel de la barraca.

Ésta eran sólo cuatro paneles de madera claveteada, plantados en la tierra; un techo de cañas y palmas secas dejaba colar la luz del alba por sus intersticios. Cuando ambos hubieron entrado la mujer desgreñada dejó caer nuevamente la cortina.

Luego se quedó mirando a Onofre Bouvila con expresión idiotizada. Se notaba que acababa de despertar de un sueño tranquilo. ¿Y tu marido?, dijo él, ¿por qué no está aquí? La mujer puso los brazos en jarras y echó la cabeza hacia atrás, pero no había agresividad ni desplante en esta pose. Se fue ayer por la tarde y aún no ha vuelto, respondió; parecía que iba a soltar una carcajada desdeñosa. El dinero que tú le das se lo gasta en aguardiente y putarrancas, añadió mirando de reojo a María Belltall. Eso es asunto suyo, dijo Onofre Bouvila sin reparar en esta mirada; yo no tengo por qué administrarle la paga. La cortina de arpillera se movió cuando el perro entró en la barraca. Con el hocico húmedo husmeaba las pantorrillas de María Belltall y de cuando en cuando estornudaba ruidosamente. Bueno, ¿a qué estamos esperando?, dijo él dirigiéndose sin motivo a María Belltall, cuya mano seguía reteniendo entre las suyas. La mujer se puso de rodillas; con el canto de las manos removió la tierra del suelo hasta dejar al descubierto una trampilla. Azuzó al perro, que ahora olisqueaba la trampilla, y la levantó tironeando de una argolla. Del agujero que dejó expedito partían unos peldaños labrados en la tierra misma. Onofre Bouvila sacó del bolsillo unas monedas y se las tendió a la mujer. Escóndelas donde tu marido no las encuentre, le aconsejó. La mujer sonrió con media boca: ¿Y dónde es eso?, preguntó abarcando con la mirada el cubículo en que se hallaban. Él ya no prestaba atención a sus palabras: había empezado a bajar aquella escalera llevando a rastras a María Belltall. Con una linterna sorda alumbraba el pasadizo por el que anduvieron un centenar de metros hasta topar con una escalera análoga a la anterior. Al final de esta escalera había también una trampilla que se abrió cuando él dio tres golpes en ella con el mango de la linterna. Ahora estaban dentro del pabellón. Era una construcción de hormigón armado igual en todo a la carpa en que habían estado trabajando hasta unos días antes, la carpa que aún se levantaba, vacía, en el jardín de la mansión. A diferencia de aquélla sin embargo el pabellón carecía de puertas o ventanas: sólo se podía entrar y salir de allí por la trampilla. El hombre que la había abierto era de avanzada edad y tez sonrosada; sobre el traje de calle llevaba una bata blanca de cirujano. Al ver a Onofre Bouvila frunció el ceño y señaló con el dedo índice el reloj de pulsera, como diciendo: ¿éstas son horas? Onofre Bouvila lo había conocido en los años de la Gran Guerra; entonces era un ingeniero militar de prestigio, un experto en balística. La derrota de los imperios centrales le había dejado sin trabajo; durante diez años había sobrevivido dando clases de física y geometría en Tubinga, en un colegio de los hermanos Maristas.