Allí había recibido a principios de 1928 una carta de Onofre Bouvila en la que éste le invitaba a trasladarse a Barcelona "para participar en un proyecto relacionado con su especialidad". En un banco de Tubinga le proporcionarían el dinero necesario para sufragar los gastos del viaje. "Lamento no poder ser más específico debido a la naturaleza misma del proyecto y a otras razones de peso", concluía diciendo la carta en cuestión. Este lenguaje recordó al ingeniero prusiano los buenos tiempos. Tomó el tren en Tubinga y llegó a Barcelona al cabo de cuatro días y cinco noches de viaje ininterrumpido. A lo largo del trayecto se había ido exacerbando su mal humor habitual. Cuando Onofre Bouvila le expuso al fin el asunto, le mostró los planos y le anunció lo que esperaba de él arrojó sus propias gafas al suelo de la biblioteca, donde tenía lugar la entrevista, y las pisoteó. El proyecto es estúpido, dijo, el que lo ha concebido es un estúpido y usted más estúpido aún; usted es realmente el hombre más estúpido que he conocido. Onofre Bouvila sonrió y dejó que se desahogara. Sabía que su vida en el colegio de Tubinga era un calvario continuo: los alumnos le apodaban "el general Bum-Bum" y le hacían blanco de las bromas más sangrientas. Ahora gracias a él las ideas disparatadas de Santiago Belltall habían evolucionado hasta convertirse en algo científico. Él había transformado una chapuza genial en una máquina capaz de volar. Onofre Bouvila por su parte había tenido que recurrir a toda su paciencia y autoridad para dirimir las disputas encarnizadas que surgían a todas horas entre el inventor catalán y el ingeniero prusiano; sólo él había hecho posible que la colaboración entre ambos hubiese sido fructífera. Ahora la máquina ocupaba el centro del pabellón, sostenida por un andamiaje enrevesado como una mantilla de encaje. Una pieza única, exclamó, ¡espléndido! El ingeniero suspiró: le dolía que se hubiese dedicado tanto talento, tanto esfuerzo y tanto dinero a un aparato meramente recreativo. Onofre Bouvila, que conocía sobradamente la razón de esta congoja, se desentendió de éclass="underline" no era momento de enzarzarse en discusiones académicas. Fuera sonaban los cañonazos que anunciaban la llegada de los reyes al recinto de la Exposición. En marcha, dijo. Por el pabellón pululaban varios hombres cubiertos de monos azules, embadurnados de grasa; cada uno cumplía su cometido sin prestar atención a lo que hacían los demás; nadie hablaba ni interrumpía sus quehaceres para fumar un pitillo o echar un trago: el ingeniero prusiano había conseguido inculcar su disciplina en aquel equipo; eran la elite de los mecánicos, los que no apartaban los ojos de sus herramientas ni siquiera cuando María Belltall pasaba por su lado. Ahora ella comprendía para qué la había traído aquí e hizo amago de escapar. Él la retuvo con fuerza, pero sin violencia. En los ojos de ella leyó el terror. No se fía del invento de su padre, pensó, y a mí me toma por loco. Quizá no va desencaminada, se dijo. Ahora veía a sus pies todo el recinto de la Exposición Universal. Qué raro, iba pensando, visto desde aquí todo parece irreal; quizá la pobre Delfina tenía razón en esto: el mundo en realidad es como el cinematógrafo. Vaya, bajaré un poco más para ver la cara de la gente, pensó luego. Accionando las palancas del cuadro de mandos hizo que la máquina perdiera altitud. La muchedumbre había recobrado la calma y seguía estas evoluciones sin perder detalle. Mira, mira, ¡es Onofre Bouvila!, se decían los unos a los otros apenas la distancia que mediaba entre la muchedumbre y la máquina permitía reconocer a los tripulantes de ésta. Sí, es él, es él; y esa chica que le acompaña, ¿quién será?; parece joven y guapa; huy, lleva la falda muy corta, ¡qué fresca! Estos comentarios y otros similares eran hechos con un cariño rayano en la devoción. Las historias que circulaban acerca de su riqueza fabulosa y los medios de que se había valido para obtenerla lo habían convertido en un personaje popular: cuando iba por la calle la gente se paraba para observarlo con disimulo, pero insistente e intensamente; trataba de leer en su fisonomía la confirmación o la negación de los rumores que había oído.
todos se preguntaban al ver su figura discreta, ligeramente vulgar, ¿será verdad que de joven fue anarquista, ladrón y pistolero?, ¿que durante la guerra traficaba en armas?, ¿que tuvo a sueldo a varios políticos de renombre, a varios gabinetes ministeriales enteros?, ¿y que todo esto lo consiguió solo y sin ayuda, partiendo de cero, a base de coraje y voluntad? En el fondo todos estaban dispuestos a creer que así era: en él se realizaban los sueños de todos, por su mediación se cumplía una venganza colectiva. Y si efectivamente ha sido un malhechor, ¿qué más da?, decían, ¿acaso le cabe a un hombre hoy en este país otra salida? Por eso al reconocerle le jaleaban; la ovación que antes habían tributado al Rey la transferían ahora a él. Mira, mira cómo me vitorean, dijo dirigiéndose a María Belltall, que apenas osaba abrir los ojos. La gente es muy buena, ¿sabes?, añadió levantando mucho la voz para dominar el ruido de los motores, muy buena, ¡hay que ver la de cosas que se deja hacer sin protestar! Diciendo esto pulsó un botón y al hacerlo se abrió automáticamente una compuerta situada en la parte trasera de la máquina; de allí salieron volando varias docenas de palomas. Al verse libres de su encierro y asustadas por la vecindad de la máquina las palomas se alejaron en formación cerrada. Al ver este espectáculo nadie pudo reprimir una exclamación de regocijo, ni siquiera el propio Rey. Satisfecho del efecto logrado Onofre Bouvila hizo que la máquina avanzara con lentitud hasta situarla a escasos metros de los balcones del Palacio Nacional, que amenazaban con hundirse bajo el peso de las personalidades reunidas allí. Ahora podía ver la cara de todos con precisión, como ellos podían ver la suya. Mira, mira, dijo, es el Rey. ¡Viva el Rey!, ¡viva la Reina!, ¡viva don Alfonso XIII!, gritó aunque sabía que nadie podía oírle, salvo María Belltall. ¡Oh, ahí está Primo de Rivera!, continuó diciendo. ¡Hala, que te frían un paraguas, borracho! Así iba identificando rostros conocidos, que mostraba a su acompañante con ilusión. ¿Ves aquel individuo tan alto que asoma por encima de las cabezas de los demás?, dijo finalmente. Es Efrén Castells: el único amigo sincero que he tenido en mi vida.
Bueno, quizá tuve más de uno, pero ahora todos los demás han desaparecido ya. Bah, agregó cambiando de tono, no nos pongamos tristes, venga, vámonos de aquí, que esto ya está visto. Desplazó una de las palancas hasta donde el mango daba de sí y la máquina salió disparada hacia arriba y hacia atrás.
Ahora veían a sus pies la ciudad entera, la sierra de Collcerola, el Llobregat y el Besós y el mar inmenso y luminoso. Ay, Barcelona, dijo con la voz rota por la emoción, ¡qué bonita es! ¡Y pensar que cuando yo la vi por primera vez de todo esto que vemos ahora no había casi nada! Ahí mismo empezaba el campo, las casas eran enanas y estos barrios populosos eran pueblos, iba diciendo con volubilidad, por el Ensanche pastaban las vacas; te parecerá mentira. Yo vivía allá, en un callejón que aún sigue como estaba, en una pensión que cerró hace siglos. Allí vivía también gente pintoresca.
Recuerdo que había entonces una pitonisa que una noche me leyó el futuro. De todo lo que me dijo ya no recuerdo nada, naturalmente. Y aunque lo recordara, pensó, ¿qué importancia tendría? Ahora aquel futuro ya es el pasado.
Los que seguían las evoluciones de la máquina desde Montjuich y los que alertados por el ruido de los motores habían salido a los balcones o habían subido a los terrados vieron cómo la máquina voladora desviaba su rumbo hacia el mar, como si la empujara un viento repentino de poniente.