Lejos de la costa perdió altura, luego se remontó unos instantes y por último se desplomó en el mar. Los pescadores que se encontraban faenando en las inmediaciones a esa hora contaron que habían visto venir la máquina sobre ellos con espanto. No sabían de qué podía tratarse aquello. Algunos pensaron que era un meteorito, una bola de fuego lo que se les echaba encima; éstos sin embargo no pudieron asegurar si efectivamente la máquina iba envuelta en llamas o si lo que producía esta impresión era el reflejo del sol en la superficie de metal y vidrio. Todos convinieron en cambio en que al llegar al punto en que había caído los motores habían dejado de funcionar súbitamente. El ruido había cesado y el murmullo de las olas había restablecido en el mar la sensación de eternidad, dijeron. Todo parecía inmutable; era como si el tiempo se hubiera detenido, declararon a la prensa. Luego la máquina se había precipitado al agua como un obús lanzado por un cañón, relataron. Los que acudieron al lugar en que creían haberla visto caer no encontraron ni rastro de la máquina. Ni siquiera una mancha de aceite o de petróleo flotando sobre el agua, dijeron. Discrepaban entre sí respecto al punto exacto en que se había producido el impacto: ninguno llevaba en sus barcas rudimentarias instrumentos de medición. La comandancia de marina envió varios buques de inmediato. Algunos países ofrecieron su ayuda, querían participar en las operaciones de salvamento. En realidad todos tenían interés en recuperar la máquina voladora a fin de apropiarse del secreto de su funcionamiento, pero los esfuerzos conjuntos no arrojaron resultado alguno. Los buzos bajaban y subían con las manos vacías, las sondas extraían del fondo arena y algas. Por fin un temporal obligó a interrumpir los trabajos, que ya no se volvieron a reanudar cuando reinó de nuevo la calma. Como los cadáveres de los tripulantes de la máquina no aparecieron, hubo que rezarles un responso en la catedral. Después fueron arrojadas coronas de flores al agua oscura del puerto; de allí la corriente se llevó las coronas mar adentro. Los periódicos publicaron las necrológicas habituales en estos casos, textos hinchados de retórica. También aparecieron semblanzas biográficas de Onofre Bouvila convenientemente expurgadas, pensadas para la edificación de los lectores. Todos coincidían en que había desaparecido un gran hombre. "Con él la ciudad tiene contraída una deuda de gratitud perenne, dijo un periódico en esas fechas. Simbolizó mejor que nadie el espíritu de una época que hoy ha muerto un poco con él dijo otro. Su vida activa se inició con la Exposición Universal de 1888 y se ha eclipsado con ésta del veintinueve", observó un tercero; ¿"Cómo debemos interpretar esta coincidencia"?, concluía diciendo con malicia evidente. En efecto, el certamen cuya inauguración Onofre Bouvila había animado con sus extravagancias llevaba trazas de convertirse en un fracaso estrepitoso. El mes de octubre de ese mismo año, a los cuatro meses de la inauguración, se produjo el hundimiento de la bolsa de Nueva York. De la noche a la mañana, sin decir agua va el sistema capitalista se tambaleaba. A este fenómeno siguió la quiebra de millares de empresas. Sus representantes acudían alocadamente a los pabellones y palacios de la Exposición y se llevaban el material expuesto antes de que comparecieran los agentes judiciales con mandamientos de embargo. Muchos exhibidores se habían suicidado: para eludir la deshonra y el dolor de la ruina saltaban por las ventanas de sus oficinas, situadas en los pisos más altos de los rascacielos de Wall Street. Para que los pabellones no quedaran vacíos de repente, lo que habría causado una impresión pésima a los visitantes, el Gobierno español iba sustituyendo los artículos retirados con lo primero que le venía a las manos. Pronto hubo pabellones en los que sólo se exhibían cosas absurdas. Estas circunstancias patéticas relegaron a segundo término los rumores infundados que por aquel entonces circulaban por Barcelona, a saber, que en realidad Onofre Bouvila no había muerto, que el accidente había sido simulado y que ahora vivía confortablemente instalado en algún lugar remoto en compañía de María Belltall, a cuyo lado había encontrado por fin el amor verdadero y a cuya adoración dedicaba todas las horas del día y la noche. En apoyo de esta tesis romántica se aducían varios datos. En efecto, con anterioridad al accidente el propio Bouvila había dispuesto las cosas de tal manera que no sólo fuera imposible localizar la máquina, como luego se vio, sino incluso dar con los planos de aquélla o con los técnicos que habían participado en su construcción. Cuando por fin los zapadores del Ejército lograron entrar en el pabellón de la Exposición abriendo un boquete en el muro sólo encontraron allí los tablones que habían formado el andamiaje de sustentación de la máquina en tierra. Eventualmente la trampilla fue descubierta, pero el pasadizo a que daba acceso sólo condujo a una barraca abandonada. No era menos sospechoso que lo que antecede el que Onofre Bouvila llevase encima el "Regent", el diamante pulquérrimo, cuando se produjo el siniestro. Esto unido a los sucesos de ese año hizo aventurar a algunos la teoría de que Onofre Bouvila estaba detrás del colapso mundial de la economía, aunque nadie supo apuntar qué motivos podían haberle inducido a proceder así. Hacia su viuda se volvieron todos los ojos entonces, pero de ella no fue posible obtener aclaración alguna. La mansión fue vendida a la Diputación Provincial de Barcelona, que se desentendió de ella, por desidia permitió que se fuera deteriorando hasta convertirse de nuevo en la ruina que había sido. La viuda mientras tanto se había retirado a un chalet situado en Llavaneras y que antaño había pertenecido al ex gobernador de Luzón, el general Osorio y Clemente. Allí permaneció en el mayor retraimiento hasta su muerte, ocurrida el 4 de agosto de 1940. Al morir dejó algunos papeles, entre los cuales no figuraba la carta que Onofre Bouvila había dejado sobre la mesa de su despacho antes de salir hacia Montjuich once años antes. Poco a poco estos rumores y otros parecidos se fueron acallando a medida que transcurría el tiempo sin que ningún hecho viniera a sustentarlos, a medida que otros problemas más acuciantes acaparaban la atención de los barceloneses. Mientras tanto la Exposición Universal languidecía. La opinión pública se burlaba abiertamente de los organizadores e indirectamente, a través de ellos, del gobierno de Primo de Rivera. Con este pretexto ponían de manifiesto su repulsa al dictador. A pesar de la censura nadie se recataba de comparar la Exposición del 29 con la del 88: sobre aquélla recaían las críticas más acerbas; de ésta en cambio todo el mundo se hacía lenguas; nadie quería recordar los problemas que había suscitado en su día, las disputas y animosidades de entonces, el déficit con que había gravado la ciudad. Ahora el barón de Viver se arrepentía de no haberse mostrado más intransigente. Para acabar en esta charlotada, cuya ridiculez nos salpicará a todos, hemos hipotecado nuestra ciudad, solía decir en tono plañidero. No tardó en cesar en su cargo. También Primo de Rivera, que había sido el instigador principal de la Exposición, en cuyo éxito había cifrado tantas esperanzas, se vio obligado a admitir lo insostenible de su posición, a darse por enterado de su impopularidad. En enero de 1930 presentó su renuncia al Rey, que la aceptó sin disimular su beneplácito.
El dictador depuesto se exilió inmediatamente a París, donde vivió unos meses solamente: allí murió el 16 de mayo de 1930, cuando faltaban unos días para que se cumpliera el primer aniversario de la inauguración de la Exposición Universal de Barcelona. Cuatro años más tarde el propio Alfonso XIII abdicaba la Corona de España y partía al exilio. A estos acontecimientos siguieron otros igualmente importantes. De ellos algunos fueron jubilosos y otros aciagos; luego éstos y aquéllos fueron amalgamados por la memoria colectiva, acabaron formando en esa memoria una sola cosa, una cadena o pendiente que llevaba ineluctablemente a la guerra y a la hecatombe.