Dependía de Onofre para su supervivencia en el mundo de los cuerdos. Pese a estos defectos, tuvo un triste final que no se merecía. En 1896, cuando estaba preso desde hacía varios años en las mazmorras del castillo de Montjuich, sus carceleros se cebaron en él a raíz de la bomba del Corpus Christi. Una mañana lo sacaron del calabozo amarrado con correas de cuero que le segaban la carne hasta el hueso y los ojos vendados. No les costaba nada llevarlo en volandas: las amarguras y los malos tratos lo habían reducido a la insignificancia, no pesaba más de treinta kilogramos. Cuando le quitaron la venda de los ojos se vio a pocos pasos del precipicio, las olas rompían contra las rocas del acantilado, al retirarse el agua reaparecían los escollos negros, afilados como el canto de un hacha. Lo habían dejado maniatado al borde de una almena del castillo, con los talones en el vacío. Una ráfaga de viento habría bastado para hacerle perder el equilibrio y acabar con él. Estuvo tentado de dejarse caer hacia atrás y poner fin a tanto suplicio, pero no quiso o no se atrevió a hacerlo. No será por mi voluntad, pensó apretando los dientes. Un teniente de rostro enjuto y tez cerúlea, cadavérico, le apoyó en el pecho la punta del sable. Vas a firmar una confesión, le dijo, o te mato ahora mismo. Si firmas, a lo mejor sales libre uno de estos días. Le mostró una declaración supuestamente prestada por él y transcrita al dictado: decía ser él uno de los responsables de la tragedia del Corpus Christi, llamarse Giacomo Pimentelli y ser italiano. Todo ello era absurdo: si llevaba varios años en prisión no podía haber participado en un acto como el que se le imputaba, cometido en la calle escasos días atrás. Tampoco era italiano, ni remotamente, aunque hasta ese momento nadie había logrado averiguar su verdadero nombre ni su origen: repetía en los interrogatorios que su nombre era sólo Pablo y que era ciudadano del mundo, hermano de toda la humanidad explotada. Lo devolvieron a su celda sin haber podido arrancarle la confesión. Allí lo colgaron por las muñecas de la puerta y lo tuvieron así ocho horas. De vez en cuando un carcelero se le acercaba, le escupía en la cara y le retorcía los genitales salvajemente.
Casi a diario repetían con él el simulacro de ejecución: unas veces anudándole una soga al cuello, otras haciéndole colocar la cabeza sobre un tronco y fingiendo que lo iban a decapitar, otras poniéndolo frente al pelotón. Por fin le flaqueó el ánimo y firmó la declaración, admitió una culpabilidad que hasta cierto punto era suya, porque a esas alturas odiaba a todo ser humano y habría matado indiscriminadamente si hubiera tenido la oportunidad de hacerlo. Entonces lo fusilaron de veras en el foso del castillo, como a tantos otros, por orden expresa venida de Madrid. El hombre que había dado esta orden brutal era don Antonio Cánovas del Castillo, a la sazón presidente del Consejo de Ministros por quinta vez. Unos meses más tarde, cuando Cánovas del Castillo estaba tomando las aguas en el balneario de Santa Agueda, comentó con su mujer que se había cruzado con un individuo extraño, cliente como ellos del establecimiento termal, y que aquél le había saludado con gran deferencia. Me gustaría saber de quién se trata, dijo el presidente del Consejo de Ministros. Sus ojos se habían ensombrecido con la nube de un presentimiento fúnebre del que no quiso hacer partícipe a su esposa para no causar su alarma. Cánovas vestía siempre de negro, coleccionaba pinturas, porcelanas, bastones de paseo y monedas antiguas, era muy comedido en sus palabras y detestaba cuanto pudiera parecer ostentación, como el oro y las alhajas.
Preocupado por los problemas internos y externos a que se enfrentaba el país, había dispuesto que se reprimiese a los anarquistas con mano de hierro. Nos sobran quebraderos de cabeza para que ahora venga a sumarse a ellos semejante jauría de perros rabiosos, pensaba. La dureza le parecía el único medio de soslayar el caos que veía cernirse en el horizonte de España. El individuo que le había inquietado aquel verano de 1897 era, esta vez sí, un italiano de nombre Angiollilo; se había inscrito en el libro registro del balneario como corresponsal de "Il Popolo"; era joven, de cabellera rubio ceniza, de aspecto algo decadente, muy fino de modales. Un día en que Cánovas estaba leyendo el periódico en un sillón de mimbre, en el jardín del balneario, a la sombra de un árbol, se le acercó Angiollilo. Muere, Cánovas, le dijo, muere, verdugo, hombre sanguinario y disparatado. Sacó un revólver del bolsillo y le descargó tres pistoletazos a bocajarro, matándolo en el acto. La esposa de Cánovas, enfurecida, agredió al magnicida con el abanico de nácar y encaje que llevaba colgado de la muñeca.!Asesino¡, le gritó,!asesino¡
Angiollilo se defendía de esta acusación diciendo que él no era un asesino, sino el vengador de sus camaradas anarquistas.
Yo con usted, señora, no tengo nada que ver, agregó. Los hombres rara vez se explican y cuando lo hacen, lo hacen mal.
Era tal la cantidad de material empleado diariamente en las obras de la Exposición, refiere un periódico de esas fechas, "que están casi agotados todos los hornos de ladrillería, sucediendo lo propio con el cemento que en grandes cantidades viene de varios puntos del Principado y del extranjero. Sólo en el gran palacio de la Industria se consumen cada día 800 quintales de este material. También los vastos talleres de hierro la Marítima y casa Girona trabajan con actividad en lo que tienen contratado de armaduras y jácenas, lo propio que varios talleres de carpintería donde se hacen ya algunas instalaciones de verdadera importancia". El recinto constaba de 380.000 metros cuadrados. Aunque inconclusos, se levantaban ya los primeros edificios construidos expresamente para la Exposición. Los de la antigua Ciudadela que aún quedaban en pie fueron embellecidos. La parte de las murallas que subsistía había sido derribada y se construían cuarteles nuevos en la calle de Sicilia para trasladar a ellos los últimos vestigios de carácter militar. Esto no quiere decir que las obras estuvieran muy adelantadas. En realidad, la fecha inicialmente prevista para la inauguración ya había quedado atrás. Se fijó otra fecha, "esta vez impostergable", la del 8 de abril de 1888. Pese a la contundencia de la decisión, hubo un segundo intento de aplazamiento que no prosperó: París preparaba una Exposición para el 89 y coincidir con París habría equivalido a un suicidio. En la prensa barcelonesa el entusiasmo inicial se había enfriado; ahora menudeaban los ataques. "Tal vez, decimos, convendría que tanto esfuerzo y tanto dinero se aplicasen a cosas más necesarias y apremiantes, y que no se despilfarrasen en aparatosas obras públicas de efecto inmediato y utilidad efímera, si alguna", argüían unos. Otros lo hacían en términos aún más duros: "Per qualsevol que coneixi la matéria, és clar i evident com la llum del dia que l.Exposicio Universal de Barcelona tal i como la projecten els que s'han collocat al front d.ella, o no arribará a realitzar-se o es fará en tals condicions, que posará en ridícul a Barcelona en particular i a Catalunya en general produint la rüina completa del nostre Municipi". Etcétera. En estas condiciones visitó Rius y Taulet las obras. Iba acompañado de numerosas personalidades; todos hacían lo que podían: saltaban de tablón en tablón, salvaban zanjas, sorteaban cables y hurtaban el cuerpo a las mulas, que lanzaban bocados a los faldones de sus chaqués. Se protegían la boca del polvo con las chisteras. El espectáculo fue del agrado del enérgico alcalde. "No estaré content", dijo, "fins arribar al vertigen".