A poco de haber partido Joan Bouvila escribió una carta a su mujer.
Aquella carta, expedida en las Azores, donde el barco había hecho escala, fue llevada a la parroquia por el tío Tonet en su tartana. El rector tuvo que leerla, porque ella no sabía leer. Para silenciar definitivamente las malas lenguas la leyó un domingo desde el púlpito, antes del sermón. "Cuando tenga trabajo y casa y un poco de pempis mandaré por vosotros", decía la carta. "La travesía es buena, hoy hemos visto tiburones, siguen peligrosamente al barco en bandadas, a la espera de que algún pasajero se caiga al agua, entonces lo devoran de un bocado: todo lo trituran con su triple fila de dientes; del que consiguen hacer presa y devorar no devuelven nada al mar". A partir de aquel momento ya no había vuelto a escribir más.
Onofre Bouvila dobló de nuevo la carta con mucho cuidado, la metió bajo la almohada, apagó la vela y cerró los ojos.
Esta vez se durmió profundamente, insensible a la dureza del colchón y a los ataques encarnizados de las chinches y las pulgas. Poco antes de rayar el alba, sin embargo, le despertaron un peso en el abdomen, un gruñido y la desagradable sensación de que alguien le estaba observando. La habitación estaba iluminada por una vela, no la que había apagado unas horas antes, sino otra que sostenía alguien a quien no pudo identificar por el momento, porque otra cosa monopolizaba su atención. Sobre el cobertor estaba "Belcebú", el gato salvaje de Delfina. Tenía el lomo arqueado y el rabo enhiesto y había sacado las uñas. Onofre, en cambio, tenía los brazos atrapados por las sábanas y no se atrevía a sacarlos para protegerse la cara: temía excitar a la fiera con sus movimientos. Permaneció inmóvil; de la frente y del labio le brotaban gotas de sudor. No tengas miedo, no te atacará, susurró una voz, pero si intentas hacerme algo te arrancará los ojos. Onofre reconoció la voz de Delfina, pero no apartó la mirada del gato ni pronunció palabra.
– Sé que no has encontrado trabajo -siguió diciendo Delfina; en su voz había un deje de complacencia, bien porque el fracaso de Onofre hubiese venido a corroborar sus predicciones, bien porque encontrase placer en los apuros del prójimo-. Todos creen que no me entero de nada, pero lo oigo todo. Me tratan como si fuera un mueble, un trasto inútil, ni siquiera me saludan cuando se cruzan conmigo en el pasillo.
Mejor: todos son unos desgraciados. Estoy segura de que su máxima ilusión sería llevarme a la cama… ya sabes a lo que me refiero. Ah, pero si lo intentaran "Belcebú" les arrancaría la piel a tiras. Por eso prefieren aparentar que no me ven.
Al oír su nombre, el gato lanzó un bufido pérfido. Delfina dejó escapar una risa jactanciosa y Onofre comprendió que la fámula estaba chiflada. Lo que me faltaba, pensó. ¿En qué parará todo esto?, se preguntaba. Ay, Dios, con tal de que no acabe ciego…
– Tú no pareces como ellos -continuó diciendo la fámula entre dientes, pasando sin transición de la risa a la gravedad-, quizá porque aún eres un crío. Bah, ya te estropearás. Mañana dormirás en la calle. Tendrás que dormir con un ojo abierto siempre. Luego te despertarás helado y hambriento y no tendrás qué comer; te pelearás por rebuscar en las basuras. Rezarás para que no llueva y para que venga pronto el verano. Así irás cambiando: te irás volviendo un canalla, como todos. Qué, ¿no dices nada? Puedes hablar sin levantar la voz. Pero no hagas ningún gesto.
– ¿A qué has venido? -se atrevió a preguntar Onofre, aspirando las palabras-, ¿qué quieres de mí?
– Se creen que sólo sirvo para fregar suelos y lavar platos -repitió Delfina recobrando la sonrisa desdeñosa-, pero tengo recursos. Puedo ayudarte si quiero.
– ¿Qué he de hacer? -dijo Onofre sintiendo que el sudor le resbalaba por la espalda.
Delfina dio un paso hacia la cama. Onofre se puso rígido, pero ella se detuvo allí. Al cabo de un rato dijo: Escucha lo que te voy a decir. Tengo un novio. Esto no lo sabe nadie, ni siquiera mis padres. Nunca se lo diré y un día, el día menos pensado, me escaparé con él. Me buscarán por todas partes, pero ya estaremos lejos. No nos casaremos nunca, pero viviremos siempre juntos y aquí no me volverán a ver. Si revelas mi secreto le diré a "Belcebú" que te destroce la cara, ¿lo has entendido?, acabó diciendo la fámula. Onofre juró por Dios y por la memoria de su madre que guardaría aquel secreto. Esto satisfizo a Delfina, que agregó acto seguido:
Escucha, mi novio pertenece a un grupo; este grupo está formado por hombres generosos y valientes, decididos a terminar con la injusticia y la miseria que nos rodea. Hizo una pausa para ver el efecto que sus palabras habían hecho en Onofre Bouvila y viendo que éste no reaccionaba, agregó: ¿Has oído hablar del anarquismo? Onofre dijo que no con la cabeza.
Y Bakunin, ¿sabes quién es? Onofre volvió a decir que no y ella, en lugar de enfurecerse, como él temía que sucediera, se encogió de hombros. Es natural, dijo al fin: son ideas nuevas; muy poca gente las conoce. Pero no te apures, pronto las conocerá todo el mundo: las cosas van a cambiar.
En la década de 1860 los grupos ácratas italianos, que habían florecido durante los años de lucha por la unificación de Italia, decidieron enviar a otros países personas que propagasen sus doctrinas e hicieran prosélitos. El hombre que fue enviado a España, donde las ideas anarquistas eran ya conocidas y gozaban de gran predicamento, se llamaba Foscarini. A unos kilómetros de Niza, sin embargo, la policía española, en connivencia con la policía francesa, detuvo el tren en que viajaba Foscarini y subió. Arriba las manos, dijeron los policías encañonando a los pasajeros del tren con sus carabinas, ¿quién de vosotros es Foscarini? Todos los pasajeros levantaron el brazo al unísono. Yo soy Foscarini, yo soy Foscarini, decían: para ellos no cabía honor más grande que ser confundidos con el apóstol. El único que no decía nada era el propio Foscarini. Años interminables de clandestinidad le habían enseñado a disimular en casos semejantes; ahora miraba por la ventanilla y silbaba alegremente, como si aquel asalto no rezara con él. Así pudieron identificarlo los policías sin dificultad. Lo bajaron a rastras del tren, lo dejaron en paños menores, lo ataron con una soga y lo tendieron en la vía, con la cabeza apoyada en un riel y los pies sobre el otro. Cuando venga el expreso de las nueve te hará rodajas, le dijeron. Acabarás tu vida como un salchichón, Foscarini, le decían con sorna diabólica. Uno de los policías se vistió con la ropa que le habían quitado y subió al tren.