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Al verlo entrar en el vagón los pasajeros creyeron que era Foscarini, que había burlado a sus secuestradores, y prorrumpieron en vítores. El falso Foscarini sonreía y anotaba los nombres de los que le vitoreaban con más ardor. Llegado a España se dedicó a incitar a la violencia sin ton ni son para crear mal ambiente, predisponer a la gente en contra de los trabajadores y justificar las medidas represivas terribles que tomaba el Gobierno. En realidad era un "agent provocateur", dijo Delfina.

Casi simultáneamente desembarcó en Barcelona un personaje diametralmente opuesto a los dos Foscarinis, el auténtico y el ficticio. Se llamaba Conrad de Weerd y en los Estados Unidos, de donde procedía, había sido un cronista deportivo de cierto renombre. Descendía de una familia hacendada y con ribetes aristocráticos de Carolina de Sur, que había perdido en la Guerra Civil o de secesión toda su fortuna, incluidas las tierras y los esclavos negros. En Baltimore, Nueva York, Boston y Filadelfia De Weerd había probado ejercer el periodismo, al que se sentía inclinado, pero por ser sureño había encontrado vedados todos los terrenos, salvo el de los deportes. Había conocido personalmente a las figuras más importantes de su tiempo, como Jake Kilrain y John L.

Sullivan, pero en general su vida de cronista había discurrido por cauces misérrimos. A mediados del siglo pasado el deporte era poco más que un pretexto para cruzar apuestas y dar rienda suelta a los instintos más bajos. De Weerd cubrió peleas de gallos, de perros y de ratas y peleas mixtas de toros contra perros, perros contra ratas, ratas contra cerdos, etcétera.

También hubo de presenciar combates de boxeo extenuantes y sanguinarios, que duraban hasta ochenta y cinco asaltos y acababan normalmente a tiros. Al final llegó a la conclusión de que la naturaleza humana era brutal y despiadada por esencia, de que sólo la educación cívica podía transformar al individuo en un ser mínimamente tolerable. Movido por esta convicción abandonó el mundo de los deportes y se dedicó a fundar asociaciones obreras con el dinero que le dieron algunos prestamistas judíos de tendencias liberales. La finalidad de estas asociaciones era la enseñanza mutua y el cultivo de las artes, en especial de la música; quería agrupar a los obreros en grandes corales. Así dejarán de interesarse por las peleas de ratas, pensaba. De Weerd vivió siempre pobremente; todo lo que ganó lo destinó a mantener los coros que iba fundando. Poco a poco los gangsters se infiltraron en los coros y los convirtieron en grupos de presión. Para quitarse de enmedio a De Weerd lo enviaron a Europa, a hacer allí proselitismo. Enterado de la existencia de los Coros de Clavé desembarcó en Barcelona el día de la Ascensión del año 1876. Allí se encontró con los seguidores enloquecidos del Foscarini espurio, que propugnaban la matanza indiscriminada de los niños a la salida de las escuelas. Esto le produjo un efecto pésimo.

Dentro de esta misma línea, siguió contando Delfina, otra personalidad interesante es la de Remedios Ortega Lombrices, alias " la Tagarnina ". Esta sindicalista intrépida trabajaba casualmente en la fábrica de tabacos de Sevilla. Huérfana de padre y madre, había tenido que hacerse cargo de sus ocho hermanos menores a la edad de diez años. Dos habían muerto de enfermedad, a los otros los sacó adelante con su esfuerzo, y aún le sobraron arrestos para criar once hijos habidos de siete padres distintos. Mientras torcía y liaba cigarros adquirió asimismo conocimientos sólidos de teoría económica y social por el método siguiente: como cada cigarrera debía liar un número determinado de unidades por jornada, decidieron cubrir entre todas la cuota de una compañera a la que liberaban del trabajo para que pudiera leerles libros en voz alta. Así sabían de Marx, de Adam Smith, de Bakunin, de Zola y de muchos otros. Su postura era más militante que la de De Weerd, menos individualista que la de los italianos. No predicaba la destrucción de las fábricas, lo que a su juicio habría sumido al país en la miseria más absoluta, sino su ocupación y colectivización. Por supuesto, cada líder tenía sus seguidores, pero había que advertir que las distintas facciones siempre se habían respetado entre sí, por profundas que fueran sus divergencias teóricas. En todo momento habían estado dispuestas a cooperar y a prestarse ayuda y nunca se habían enfrentado entre sí. Desde el principio su enemigo acérrimo había sido el socialismo en todas sus vertientes, aunque a veces no era fácil distinguir una doctrina de otra, acabó diciendo Delfina. A medida que hablaba, según iba desarrollando esta exposición ingenua y plagada de contradicciones e incongruencias, sus pupilas amarillas brillaban con un fulgor demente que a Onofre le resultaba si no atractivo, sí fascinante, sin que supiera decirse por qué.

La fámula sostenía la vela en alto como un faro, sin reparar en los goterones de cera que caían al suelo. Esta luz mísera y la camisa de paño burdo que cubría sus formas escuálidas le daban una apariencia de Minerva proletaria. Al final el gato dio muestras de impaciencia y Delfina interrumpió la perorata.

– Del resto, si haces lo que yo te diga, te irás enterando más adelante -le dijo. Onofre le preguntó qué era eso que había de hacer. Lo principal, dijo ella, era dar a conocer la idea, hacer sonar el clarín que despertara las masas dormidas.

Tú eres nuevo en Barcelona, acabó diciendo la fámula, nadie te conoce, eres muy joven y pareces inocente. Puedes contribuir a la causa y de paso ganar algún dinero; no mucho, somos muy pobres: lo justo para que puedas ir pagando la pensión. Ya ves que no somos tan soñadores como algunos pretenden:

comprendemos que la gente ha de vivir. Bueno, ¿qué contestas?

– ¿Cuándo empiezo? -dijo Onofre. Aunque no veía las cosas con excesivo entusiasmo, la intervención de Delfina le proporcionaba ciertamente un respiro en sus tribulaciones.

– Mañana por la mañana te presentarás en el número cuatro de la calle del Musgo -dijo Delfina, bajando mucho la voz-.

Allí preguntarás por Pablo. Él no es mi novio, pero ya sabe de ti. Te está esperando. Él te dirá lo que has de hacer. Sé muy prudente y asegúrate de que no te sigue nadie; recuerda que la policía vigila. En cuanto a mi padre y la semanada, no te preocupes. Yo lo arreglaré. "Belcebú", vámonos.

Sin añadir nada más sopló la vela y la habitación quedó a oscuras. Onofre sintió que el peso del gato desaparecía, oyó el choque blando de las cuatro patas contra las baldosas.

Luego vio brillar junto a la puerta los ojos de aquel animal temible. Finalmente la puerta se cerró sigilosamente.

3

Preguntando a unos y a otros averiguó que la dirección que Delfina le había dado estaba en el Pueblo Nuevo, relativamente cerca de Barcelona. Un tranvía de mulas hacía el trayecto, pero costaba 20 céntimos y como Onofre Bouvila no los tenía hubo de caminar siguiendo los rieles. La calle del Musgo era una vía tétrica y solitaria, adosada a la tapia de un cementerio civil destinado a los suicidas. La calle estaba llena de perros huidizos de pelaje ralo y hocico afilado que por la noche escarbaban entre las tumbas del cementerio en busca de alimento. Había llovido la noche anterior y el cielo estaba encapotado; la presión era baja y el aire, húmedo y pegajoso. Esto no afectó a Onofre Bouvila, que estaba de buen humor: aquella misma mañana, a la hora del desayuno, se le había acercado el señor Braulio y le había dicho: Anoche mi señora y yo estuvimos hablando y de común acuerdo, como lo hacemos todo, decidimos concederle a usted una semana de crédito. El señor Braulio se había rascado la oreja que presentaba un color encendido de clavellina. Las cosas están difíciles y usted es muy joven para andar desamparado por estos mundos de Dios, había añadido. Confiamos asimismo en que pronto encuentre ese empleo que con tanto ahínco busca y estamos persuadidos de que con su honradez y dedicación conseguirá a la larga labrarse un porvenir decoroso, acabó diciendo enfáticamente. Él le había dado las gracias y mirado de reojo a Delfina; en aquel momento la fámula cruzaba el comedor con un balde lleno de agua sucia, pero aparentaba no verlo o no lo veía. Llamó a la puerta del número cuatro y le abrió sin dilación un individuo de constitución enclenque, frente abombada y labios finos, reticentes.