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Ante el telón corrido estaba Efrén Castells: en ese lugar preeminente y vestido de chaqué parecía más grande aún de lo que era. Un gracioso empezó a cantar "el gegant del Pi ara balla, ara balla"; fue coreado por toda la concurrencia con grandes risas. Esto va a ser una cuchufleta sin fin, masculló el marqués desde su puesto de observación; si yo estuviera en su lugar, ya me habría muerto del sofoco. Onofre Bouvila sonrió: Tiene la piel más dura de lo que te figuras, dijo. Lo recordaba pidiendo a voces el crecepelo mágico que vendía él mismo. Luego le daba una peseta por su colaboración. Ahora es lo mismo, pensaba; siempre es lo mismo. Gracias a ese vozarrón impuso silencio sin dificultad cuando vio que se habían cansado de cantar; ya no sabían cómo seguir la broma y estaban dispuestos a escucharle.

– !Queridos amigos¡ -empezó diciendo-. Permitidme que os tutee; soy un hombre sencillo, ya me conocéis: no hay uno solo entre vosotros que no pueda decir esto de mí: en sus tratos siempre antepuso la amistad al ánimo de lucro. No os he convocado para pediros dinero -ahora todos se miraban entre sí con recelo. Onofre Bouvila le guiñó el ojo al marqués: Ya te dije que sabría lidiar este toro, le dijo. Lo importante es que lo sepa matar de la primera estocada, respondió el marqués-. Tampoco quiero haceros perder vuestro tiempo valioso con palabrería hueca. No soy elocuente y siempre he preferido usar con vosotros el lenguaje llano y práctico de la sinceridad. Sólo os pido un rato de atención. Os voy a enseñar algo que no habéis visto nunca antes de hoy.!Algo que no habéis visto nunca antes de hoy¡ -repitió para sofocar los chistes que esta frase de doble sentido había suscitado en el auditorio-. Pero esto que vais a ver en breve por primera vez lo veréis luego miles y cientos y docenas de veces. -¿En qué líos se mete?, dijo el marqués. Los números no son su fuerte, dijo Bouvila; tú déjale a su aire-. Hoy vais a tener el privilegio de esta exclusiva: ya sabéis lo que esto significa en el mundo del comercio, no hace falta que me deis las gracias. Y ya no os digo más: ahora se apagarán las luces. No tengáis miedo, que no pasa nada; que nadie se mueva de su asiento. Yo volveré a salir luego y os explicaré de qué va el asunto. Gracias por vuestra atención.

Al retirarse del escenario el telón se iba corriendo también accionado por un motor eléctrico. Cuando acabó de descorrerse se vio que la boca del escenario había sido tapada por una pantalla enorme y sin junturas visibles, hecha de un material que no parecía metal ni tela, sino una mezcla de ambas cosas, como asbesto. Luego las luces se apagaron, como había anunciado Efrén Castells, y se oyó el ronroneo de una máquina y un piano, que alguien tocaba detrás de la pantalla.

– !Maldición¡ -exclamó una voz entre el público-.!Nos van a echar una película¡

Con esta admonición sembró el pánico. Si es la del perro, me largo, gritó alguien. Las voces ahogaban el sonido del piano. En la pantalla habían empezado a distinguirse las primeras imágenes. La escena que mostraban había sido captada aparentemente en una morada de condición humilde, poco menos que una choza desvencijada a la luz contrastada de una bujía.

Adosada a la pared del fondo de esta habitación había un camastro estrecho y revuelto; en el centro, una mesa y cuatro sillas; sobre la mesa, una caja de costura, ovillos, carretes, tijeras y retales. El conjunto sugería al espectador una vida de privaciones y sordidez. Esto provocó gran hilaridad en la concurrencia. Sentada a la mesa, de espaldas a los espectadores había ahora una mujer vestida de negro.

Aparentemente se trataba de una mujer de mediana edad, algo entrada en carnes. Los hombros de esta mujer se agitaban, una serie de convulsiones sacudían su corpachón, la cabeza desgreñada de la mujer oscilaba; con esto quería transmitir al público sensación de sufrimiento. Alguien gritó:!Qué le den tila¡ Esta ocurrencia desencadenó una carcajada general. Dios nos ampare, musitó el marqués. Calma, dijo Onofre Bouvila secamente. En la pantalla la mujer levantaba los brazos hacia el techo de la choza, hacía amago de levantarse y volvía a derrumbarse en la silla, como si le fallasen las articulaciones o le flaquease el ánimo o se conjugasen ambos problemas a un tiempo. En la platea la risa iba en aumento; no había gesto de la mujer que no acrecentase sin causa alguna la risa de todos los presentes. Efrén Castells irrumpió en el palco celado en que se hallaban Onofre Bouvila y el marqués de Ut; aun en la oscuridad reinante se podían distinguir sus ojos desorbitados.

– !Onofre, por lo que más quieras -gimió-, di que corten ahora mismo la proyección¡

– Al que haga esto lo mando fusilar -dijo Bouvila con los dientes apretados.

– ¿Pero que no ves cómo ríen los condenados? -dijo el gigante. Como a la mujer de la película, también a él los sollozos le sacudían el corpachón. Onofre se agarró a las solapas del chaqué de efrén Castells, lo zarandeaba en la medida que se lo permitían sus fuerzas dispares. ¿Desde cuándo has perdido el valor?, le espetó en la cara.!Calla y espera¡

Entonces se dieron cuenta de que las risas menguaban.

Acudieron a la celosía y dirigieron una mirada ansiosa a la pantalla: ahora la mujer conturbada se había levantado por fin de la silla, se había vuelto; su cara llenaba la pantalla. El público había enmudecido en efecto: como Efrén Castells acababa de anunciar, ahora estaba viendo por primera vez lo que durante varios años el mundo entero vería a todas horas en todas partes: el rostro apenado de Honesta Labroux.

Físicamente no podía ser menos agraciada. En aquel momento en que se eclipsaba el encanto de la real moza, hiperbólica y sinuosa y empezaba la moda de la jovencita andrógina, estrecha y sincopada, ella aportaba un cuerpo rotundo, pesado y algo hombruno, unas facciones vulgares, unos gestos afectados y unas expresiones relamidas, unas carantoñas melifluas. Su atuendo era ramplón. Todo en ella era chabacano y de mal tono.

Sin embargo entre 1919 y 1923, cuando se retiró del cine, raro era el día en que los periódicos no reprodujeron su fotografía, en que no se hablase de ella; todas las revistas ilustradas pregonaban reportajes (que ella nunca autorizó) y entrevistas (que no concedió a nadie) para multiplicar sus ventas. En los veinte kilogramos de correspondencia que recibía diariamente había declaraciones de amor y proposiciones matrimoniales; también súplicas desgarradoras, amenazas macabras, obscenidades revulsivas, juramentos de suicidio de no obtener el remitente tal o cual favor, maldiciones, Injurias, chantajes, etcétera. Para eludir el asedio de admiradores y psicópatas cambiaba de domicilio con frecuencia, no asistía nunca a un lugar público; en realidad, nadie que no formara parte de su medio podía vanagloriarse de haberla visto, sino en la pantalla. Corría el rumor de que la tenían encerrada, sometida a vigilancia estrechísima las veinticuatro horas del día, que sólo la dejaban salir a la calle para ir a rodar al estudio, de madrugada, maniatada y amordazada y con un saco sobre la cabeza, para que ni ella siquiera pudiera saber a ciencia cierta dónde vivía ni cuáles eran sus pasos. Es el precio de la fama, decían. Esta aura de misterio que la envolvía, el secreto que rodeaba su identidad verdadera y su pasado contribuían a hacer más verosímiles las veintidós películas de largometraje que protagonizó durante su carrera breve y fulgurante. De estas películas sólo nos han llegado retazos en muy mal estado. Al parecer, todas eran idénticas a la primera. Esto, lejos de retraer al público, le agradaba; cualquier variante era recibida inmediatamente en la sala con muestras de enojo, a veces con violencia material. Si alguna evolución hubo en su filmografía, ésta consistió en un descenso gradual a las simas de la sensiblería. Pésima actriz, boqueó, cabeceó y gesticuló del modo más deleznable mientras Marco Antonio perdía por su culpa la batalla de Accio y un áspid que parecía un calcetín se aprestaba a emponzoñar su pechuga aparatosa; mientras su amante moría de tuberculosis y unos chinos taimadísimos echaban adormidera en su copa con objeto de venderla al harén de un sultán afeminado y saltimbanqui; mientras un marido alcohólico y jugador le zurraba con el cinturón tras anunciarle que había apostado y perdido su honra en el tapete verde; mientras un gaucho le revelaba en el momento mismo de ser ahorcado que su madre era ella y no la mujer malvada por cuya causa había salido del convento. En estas películas todos los hombres eran crueles, todas las mujeres, insensibles, todos los sacerdotes, fanáticos, todos los médicos, sádicos y todos los jueces, implacables. Ella a todos perdonaba en sus agonías melosas e inacabables.