Más improbable aún que este amorío es el que una revista le atribuyó haber tenido años atrás con Victoriano Huerta. Este taimado general, que había usurpado la presidencia de México tras haber ordenado el asesinato de Francisco Madero y Pino Suárez, había vivido luego un tiempo en Barcelona, cuando la revuelta encabezada por Venustiano Carranza, Emiliano Zapata y Pancho Villa le obligó a renunciar al cargo y a salir huyendo.
Borracho y pendenciero recorría entonces las tascas del barrio chino. Cuando estaba sereno conspiraba y planeaba el regreso.
Agentes alemanes maquinaban una maniobra diversiva que apartase los ojos de los Estados Unidos de la guerra en Europa; para eso querían usar a Huerta de señuelo. Ellos le proporcionaron el plan que andaba buscando; con el dinero acumulado durante los meses escasos de su período presidencial, ahora depositado en la bóveda de un banco suizo, le había comprado armas y municiones a Onofre Bouvila. Éste había cobrado el importe y enviado la mercancía solicitada, pero también había hecho llegar noticia del envío al gobierno norteamericano. En el puerto de Veracruz el cargamento había sido interceptado; para ello habían tenido que desembarcar los "marines" y ocasionar numerosas víctimas entre la población civil. Puestas las armas a disposición de Bouvila, éste se las volvió a vender a Carranza, que ahora luchaba contra Villa y Zapata, sus antiguos aliados. Según la revista en estas mismas fechas, antes de dedicarse al cine, pero cuando ya trabajaba para Onofre Bouvila, Honesta Labroux había bailado una noche para Huerta; éste había quedado al instante prendado de ella, le había ofrecido sumas de dinero incalculables, le había prometido implantar a su vuelta a México la monarquía otra vez allí para coronarla emperatriz, como a la infeliz Carlota; todo en vano. Esta escena se había producido, según la revista, en la "suite" del hotel Internacional que ocupaba el traidor. Este hotel era el mismo que se había erigido en el plazo increíble de sesenta y seis días para acoger a los visitantes a la Exposición Universal de 1888. El techo y las paredes de la "suite" que ocupaba Huerta presentaban varios impactos de bala; había sido seriamente amonestado por ello por la dirección del hotel; además maltrataba al personal de palabra y de obra y no pagaba. Esa noche de amor dicen que iba descalzo, que llevaba abierta la bragueta y que debajo de la camisa desabotonada dejaba ver una camiseta amarillenta y agujereada: con esta pinta sus promesas eran difíciles de creer. Probablemente esta historia, como la de Picasso, sean apócrifas. Picasso en realidad fue a Góssol a pasar unos meses en 1906 y Victoriano Huerta había muerto en 1916 alcoholizado en una prisión de El Paso, Texas. Para entonces Honesta Labroux aún no había sido lanzada a la fama por Onofre Bouvila, ni siquiera su nombre artístico había sido inventado:
aún vivía recluida con el señor Braulio en una casita modesta de Gracia, esperando que muriese su padre para entregarse por segunda y última vez al hombre de su vida y luego quitársela.
De ejecutar este acto melodramático la disuadió precisamente aquel por cuya causa lo había concebido, cuya intervención muchos años atrás la había hecho llegar a estos extremos, no con palabras, sino con aquella misma mirada maligna y gélida que la primera vez en la buhardilla de la pensión la había subyugado y aterrorizado y la había impulsado sin razón a cometer el más abominable de los crímenes. Aquella misma noche había muerto su madre y por su culpa también había sido desarticulada la célula anarquista a la que pertenecía; la mayoría de sus miembros había perecido posteriormente en los fosos de Montjuich: con ello su conciencia se había anegado en sangre. Ahora se leían este dolor y este sufrimiento sin límites en sus ojos de color de azufre: esto no le había pasado inadvertido a Onofre Bouvila. También sabía que a partir de la segunda mitad del siglo XIX allí donde la revolución industrial había tenido efecto había cambiado radicalmente la noción del tiempo. Antes de ese momento el tiempo de que constaba la vida de un ser humano no estaba acotado: si las circunstancias lo requerían o lo hacían aconsejable, una persona podía trabajar días y noches enteras sin parar; luego permanecía ociosa por períodos similares. En consecuencia, las diversiones tenían una duración que hoy se nos antoja desmedida: la fiesta de la vendimia o la de la siega podía durar una o dos semanas. Del mismo modo un espectáculo teatral, deportivo o taurino, un acto religioso, una procesión o un desfile podía durar cinco horas, ocho o diez horas o más; el que participaba en estos actos podía hacerlo ininterrumpidamente o marcharse y volver, a voluntad.
Ahora todo esto había cambiado: todos los días se empezaba a trabajar a la misma hora, se interrumpía el trabajo a la misma hora, etcétera. No hacía falta ser augur para saber cómo serían los días y las horas de la vida de una persona, desde la infancia hasta la vejez; bastaba con saber en qué trabajaba, cuál era su oficio. Esto había hecho la vida más grata, había eliminado buen número de sobresaltos, había despejado muchas incógnitas; ahora podían exclamar los filósofos: el horario es el destino. Esto exigía, a cambio, reajustes importantes: ahora todo tenía que ser regular, no se podía dejar nada al albur o a la inspiración del momento. Esta regularidad, a su vez, no era posible sin la puntualidad.
Antes la puntualidad no había sido nada: ahora lo era todo.
Ahora había que fustigar un caballo cansado o refrenar los bríos de otro fogoso para que el carro llegase a su lugar en el momento previsto, ni un poco antes ni un poco después.
Tanta importancia se concedía a la puntualidad que algunos políticos basaban en ella su propaganda electoraclass="underline" Votadme y seré puntual, decían al electorado. De los países extranjeros ya no se alababan los paisajes, las obras de arte o la cordialidad de sus habitantes, sino la puntualidad de que hacían gala; países a los que antaño no había viajado casi nadie padecían ahora un aluvión de visitantes deseosos de comprobar por sí mismos la tradicional puntualidad de sus ciudadanos, de sus establecimientos y transportes públicos.
Este reajuste no se habría podido hacer a tan gran escala de no haber venido en ayuda de los pueblos la energía eléctrica:
con este fluido continuo e invariable estaban garantizadas la regularidad y la puntualidad en todo. un tranvía movido por energía eléctrica ya no dependía de la salud e incluso de la buena disposición de unas mulas para cumplir un trayecto con precisión de reloj; ahora los usuarios del tranvía se solazaban pensando esto: Sabiendo qué hora es, sé cuánto falta para que venga el tranvía. Estos cambios tampoco se habían podido hacer en un decir Jesús; se habían ido haciendo gradualmente: primero las cosas más necesarias; luego, las superfluas. Las diversiones y los esparcimientos, por lo tanto, habían quedado para el finaclass="underline" las corridas de toros seguían durando muchas horas; si un toro salía decidido o resabiado, si iba matando caballos a medida que éstos aparecían en el ruedo, la corrida del domingo por la tarde podía prolongarse hasta bien entrado el lunes. En 1916 en Cádiz hubo una corrida famosa que empezó un domingo y acabó el miércoles, sin que el público abandonase la plaza. De resultas de ello los obreros de los astilleros habían perdido el empleo; hubo huelgas y algaradas, ardieron algunos conventos y los obreros fueron readmitidos, pero quedó claro que las cosas no podían seguir de aquel modo. Onofre Bouvila lo sabía perfectamente.