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Antes del reencuentro con Delfina, antes de que ella se quedara en enaguas y así se arrojara en sus brazos y le mirara con aquellos ojos de azufre que habían de cambiar el curso de sus pensamientos, ya le había acudido a las mientes varias veces la idea de que el cinematógrafo podía haber sido ese entretenimiento nuevo que andaba buscando la Humanidad. El cinematógrafo reunía tres características que lo hacían idóneo: funcionaba gracias a la energía eléctrica, no permitía la participación del público y era inmutable absolutamente en su contenido.!Ah¡, pensaba,!poder ofrecer un espectáculo siempre idéntico, que empiece siempre a la misma hora y termine exactamente a la hora señalada, siempre la misma también¡!Tener al público sentado, a oscuras, en silencio, como si durmiera, como si soñara: una manera de producir sueños colectivos¡ Éste era su ideal. Pero no, es demasiado bueno, no podrá ser, pensaba. Había visto la película del perro y un par más y por fuerza tenía que dar la razón a los pesimistas. En efecto, nadie acudía a ver una película si acto seguido no había otra cosa, si la proyección no venía seguida de sardanas o de carreras de sacos, si no se soltaba una vaquilla o no se asaban chuletas allí mismo. Así no iremos a ninguna parte, se decía. En realidad, lo que él pensaba lo estaban pensando otros también al mismo tiempo. En 1913 había sido rodada en Italia con este propósito la primera película concebida como un gran espectáculo. Esta película, que se titulaba "Quo vadis¿", que constaba de cincuenta y dos rollos y cuya proyección duraba dos horas y cuarto, nunca llegó a exhibirse en España por un motivo tan raro que bien merece una digresión.

En 1906 había debutado en un teatro de variedades de París una bailarina que luego habría de alcanzar renombre internacional; era holandesa y se llamaba Margaretha Geertruida Zelle, pero se hacía pasar por sacerdotisa india y había adoptado el nombre de Mata Hari. Como todas las bailarinas de su género, recibía muchas proposiciones, pero ninguna tan singular como la que le hizo un caballero una noche de verano del año 1907. Lo que voy a pedirle es un poco especial, le dijo atusándose el bigote engominado, algo que probablemente no le ha pedido nunca nadie. Mata Hari asomó la cabeza por encima del biombo tras el cual se había despojado de la túnica de organdí y el cinturón de plata, amatistas y turquesas que constituían su vestuario. No sé si seré lo bastante exótica para ti, cariño, dijo en un francés sazonado de acento holandés. El caballero se llevó el monóculo al ojo izquierdo cuando ella salió de detrás del biombo. Su visita había venido precedida de un ramo de rosas (seis docenas) y una gargantilla de brillantes. Ahora ella llevaba puesta la gargantilla en señal de aquiescencia y un kimono en cuya espalda había un dragón bordado en negro y oro. Así se sentó frente al espejo circular del tocador, en cuya luna príncipes, banqueros y mariscales habían visto reflejados sus ojos, que la lujuria hacía brillar como brasas. Con gesto lánguido se iba quitando los anillos supuestamente sagrados que formaban parte de la ornamentación sacerdotal, los iba dejando en una caja de madera de sándalo; algunos de estos anillos reproducían calaveras humanas. Y esto que esperas de mí, ¿puede decirse¿, preguntó con coquetería. Al oído, dijo él. Se acercó tanto que la guía del bigote dejó una pequeña cicatriz en su mejilla; en sus ojos no brillaba el deseo, sino el cálculo frío. Represento al gobierno alemán, susurró, y quiero proponerle que se haga usted espía. Esta conversación llegó en seguida a conocimiento de los servicios de inteligencia inglés, francés y norteamericano. La fama de Mata Hari como espía rebasó pronto su fama como bailarina, le llovieron contratos de todo el mundo y su cotización llegó a sobrepasar la de Sarah Bernhardt, cosa que habría resultado impensable unos años atrás. La rivalidad entre ambas divas fue durante mucho tiempo la comidilla del todo París. Así, cuando en 1915 hubo de serle amputada una pierna a Sarah Bernhardt, se dijo que ésta había exclamado: Ahora por fin podré bailar con tanta gracia como Mata Hari. En Barcelona actuó una vez ésta, en el teatro Lírico, con más éxito de público que de crítica. Al final los servicios secretos aliados decidieron desembarazarse de ella y le tendieron una trampa. Un joven oficial de Estado Mayor fingió haber caído en sus redes como habían hecho tantos otros antes que él; la cubrió de regalos, fueron vistos juntos en todas partes: cabalgando en el "Bois de Boulogne", comiendo y cenando en los restaurantes de más lujo, en un palco de la Opera, en el hipódromo de Longchamp, etcétera. Ella nunca le preguntó cómo podía mantener aquel tren de vida con el sueldo modesto de un oficial; quizá dio por sentado que él disponía de rentas adicionales, de una fortuna personal cuantiosa; quizá "correspondía con otro genuino al amor fingido de éclass="underline"

sólo así se explica que una espía con tanta experiencia mordiese un anzuelo tan convencional. Una noche, cuando ambos reposaban en aquella cama entre cuyas sábanas el curso de la guerra habla sufrido tantas vicisitudes, él le dijo súbitamente que tenía que ausentarse una semana, quizá dos. No podré vivir tanto tiempo sin ti, dijo ella; dondequiera que hayas de ir, no vayas. La patria me lo exige, dijo él. Tu patria está aquí, entre mis brazos, replicó ella. Él acabó por revelarle la naturaleza de la misión que ahora lo arrebataba de aquel nido de amor: tenía que ir a Hendaya. Allí interceptaría una película que los búlgaros trataban de hacer llegar a los agentes alemanes destacados en San Sebastián.

Cuando éstos acudieran a Hendaya, él se les habría adelantado:

la película obraría en su poder y los agentes serían aprehendidos y fusilados en el andén de la estación. Apenas acabó de hablar ella le golpeó en la cabeza con una estatuilla de Siva, el dios cruel, el principio destructor: el joven oficial cayó al suelo con la cara cubierta de sangre. Creyendo haberlo matado, Mata Hari se echó sobre el camisón un abrigo de "renard argenté", se puso un casquete y unas katiuskas y subió al Rolls Royce negro de 24 CV que poseía (además de otros tres automóviles y una motocicleta de dos cilindros).

Todo esto le había sido regalado por altas personalidades de la vida pública de Francia y otros países, había sido pagado con el dinero del contribuyente. En cuanto ella hubo salido se incorporó ágilmente el oficial y acudió a la ventana; desde allí hizo señas a los agentes apostados frente a la casa. No estaba muerto ni siquiera herido: en previsión de semejante lance el servicio secreto francés había reemplazado todos los objetos pesados de la habitación por copias de caucho y había suministrado al oficial varias cápsulas de tinta roja con las que simular un desangramiento. Ahora el Rolls Royce surcaba los campos nevados de Normandía. Junto a la carretera corría la vía férrea. A lo lejos distinguió una columna de humo horizontaclass="underline" era el tren, que se dirigía a Hendaya a toda máquina. Esta persecución era seguida desde el aire por un aeroplano en el que iban el apuesto oficial y tres agentes.

Acelerando de manera casi suicida el automóvil había logrado acortar distancias, ya estaba junto al furgón de cola. La audaz espía iba de pie en el estribo del Rolls Royce: había rasgado el camisón y con las tiras había atado el volante para evitar cambios bruscos de dirección y había puesto asimismo una piedra recogida en la cuneta sobre el pedal del gas. Con el pintalabios escribió en el parabrisas: "Adieu, Armand!" Así se llamaba el oficial a quien creía haber sacrificado a su deber. Saltó del estribo y agarró con una mano la barandilla de hierro que cerraba la plataforma del tren. Desde allí vio cómo el rolls Royce seguía su carrera frenética, salía de la carretera e iba a detenerse finalmente en un campo. Este Rolls Royce, que milagrosamente no sufrió daño alguno en esta peripecia, puede verse aún hoy en el pequeño "Musée de l.Armée" que hay en Ruán. Dentro ya del furgón, a la luz débil de una linterna sorda, trató de localizar la película de que él le había hablado. Pensaba que encontraría uno o dos palmos de celuloide, apenas una docena de fotogramas. En vez de eso encontró varias columnas de latas cilíndricas: eran los cincuenta y dos rollos de que constaba "Quo vadis?" Cuando los agentes irrumpieron en el furgón la encontraron derrengada, con las manos en carne viva; el viento que entraba por la puerta abierta del furgón había hecho volar el casquete y revolvía su cabellera ensortijada: había logrado arrojar a la vía veinte de los cincuenta y dos rollos, que ahora la nieve sepultaba. Por esto la película no llegó jamás a su destino, no se pudo proyectar en las pantallas españolas. La guerra había paralizado la producción en toda Europa, ya no se volvieron a hacer películas como aquélla: ahora estaba en manos de Onofre Bouvila resucitar la industria, pero no sabía cómo hasta que la suerte quiso que se cruzara Delfina en su camino nuevamente.