6
Acompañado del eco lejano de los truenos el aguacero había vuelto; azotaba los postigos y repicaba en la claraboya que cubría el patio de cocinas. En la cocina las tres hijas del lisiado se habían quedado dormidas, recostadas contra la pared tibia, abrazadas tiernamente entre sí. En el salón mientras tanto los tres hombres proseguían su debate.
– Estás loco -le dijo Efrén Castells. Era el único que se atrevía a decirle cosas semejantes; él no se ofendía. Con las yemas de los dedos acarició las fotografías que había sacado del bolsillo de la chaqueta y extendido sobre la mesa para que las vieran sus interlocutores.
– Debo advertiros que las fotografías no le hacen justicia -les dijo-. De eso me di cuenta yo mismo al principio. Le hice engordar veinte kilos para ver si así su aspecto mejoraba un poco, para ver si ganaba un poco en… ¿cómo diría yo?… en presencia física, tal vez.
La había llevado a la finca de Alella que había alquilado exclusivamente para este fin; aquella finca convenía a sus planes porque estaba rodeada de un seto de cipreses recortados, muy alto y tupido. Le dijo que había sufrido mucho. Lo que te conviene ahora es descanso, le dijo; llevas años cuidando a tu padre, que en gloria esté; ha llegado el momento de que alguien cuide de ti. A estos razonamientos Delfina no supo oponer otros: había pasado muchos años en la cárcel; luego había vivido en un aislamiento absoluto, dedicada efectivamente a cuidar a su padre enfermo y lelo.
Estaba acostumbrada a no disponer de su vida, no podía imaginar escapatoria a la obediencia ciega, salvo la muerte, no concebía otra disyuntiva. Cuando la llevó a la casa ya había allí un chófer, una cocinera y una camarera. No le extrañó que habiendo chófer no hubiera automóvil ni que esta servidumbre ocupara las habitaciones de la planta noble mientras ella era relegada al cuarto de arriba, expuesto a los cuatro vientos. Son gente de absoluta confianza, le dijo; les he dado instrucciones, ellos saben lo que hay que hacer; tú no tienes que ocuparte de nada, sólo hacer lo que ellos te indiquen. Ella sólo acertó a darle las gracias. Por dentro pensaba: quizá esto es como si estuviéramos casados; esto es lo que más se debe de parecer a estar casada con un hombre así.
Durante los meses que siguieron se limitó a dar las gracias a quien le dirigía la palabra. Por las mañanas la despertaba la camarera y le servía en la cama un desayuno copioso:
tortilla de chorizo, embutidos, puré de patatas, tostadas con aceite y un litro de leche caliente. Luego la vestía y la dejaba en el jardín apoltronada en un butacón de mimbre, a la sombra de una mimosa. Le cubría los hombros con un chal de lana de Angora de color amarillo chillón: a este chal acudían las mariposas y las abejas, atraídas por el color. Luego comía y dormía la siesta. Se despertaba con el sol ya bajo, cuando le servían té o chocolate con bizcochos. Entonces daba un corto paseo por el jardín, seguida discretamente por el chófer. Al principio, uno de los primeros días había tratado de trabar conversación con este chófer. ¿No ha dicho Onofre si vendrá a verme?, había preguntado. El chófer la miró de arriba abajo antes de responder. Si se refiere usted al señor, dijo con retintín, el señor no suele informarme acerca de sus planes, ni yo le digo al señor lo que tiene que hacer. Me ha puesto en mi sitio, pensó ella; le dio las gracias y siguió paseando. Otro día quiso apartar los cipreses que formaban el seto para ver la calle pero el chófer le dio un empellón. Esto le importó menos que el no saber si él iría a visitarla o no.
En realidad él no iba a visitarla porque estaba encerrado en su despacho escribiendo el guión de la película que ella había de protagonizar. Mientras él hacía esto sus sicarios seguían cebando a Delfina. Por la noche le administraban un somnífero para que durmiera muchas horas de un tirón. Ella no se daba cuenta de que comía en exceso: en la cárcel había pasado tanta hambre que había perdido de vista toda proporción, todo sentido de la medida: si ahora le hubieran dado nuevamente un trozo de pan, un poco de queso rancio, un arenque o un pedazo de bacalao en salmuera, le habría parecido bien; los festines pantagruélicos que le hacían ingerir también le parecían bien:
no entendía que en la vida cupieran opciones o que estuviera en poder de las personas el ejercerlas a veces: su voluntad había sido anulada. Quizá por esto también le seguía amando.
Por fin decidió escribirle una carta, decirle en ella lo que no había acertado a decirle en presencia de su padre. Cuando la hubo escrito se la dio a la camarera con el ruego de que la echara al buzón lo antes posible. Esa noche en la cocina los criados empezaron a leer la carta, cuyo contenido no entendían. Eran tres rufianes y cumplían su cometido tan mal como podían. Uno u otro estaba siempre ebrio, cuando no los tres a la vez. Aunque entre sí se odiaban, estaban siempre juntos, incapaces de pasar un instante privados de compañía.
El chófer fornicaba alternativamente con la camarera y con la cocinera; a veces, cuando habían bebido en exceso, lo hacía con ambas a un tiempo. En estas ocasiones las dos mujeres se peleaban por él, se tiraban de las greñas, se arañaban y se mordían con ferocidad. Los gritos y el alboroto que acompañaban estas orgías bestiales conseguían despertar a Delfina; como estaba aún bajo los efectos del somnífero, no llegaba a recobrar la percepción por completo: entonces creía estar todavía en la cárcel, donde todas las noches la despertaban alaridos infernales. También allí al cabo de los años había conseguido superar la desazón que estos alaridos le producían al principio integrándolos en sus propios sueños. De esto se daba cuenta ahora. "Aquella noche", había escrito en la carta que nunca llegó a sus manos, "yo también quise gritar pero me contuve. Este grito se me quedó dentro y lo vengo oyendo desde entonces todas las noches. No digo esto para hacerte un reproche: no es un grito de dolor solamente; también es un grito de felicidad sin límites. En todo caso me arrebata la paz que me podría traer el sueño a mi vida: ya no espero otro descanso que la muerte. Pero no, no quiero aparentar un valor que me falta, a ti no te pudo mentir: en mi vida he pasado por momentos difíciles, a veces he sentido ganas de renegar de la grandeza de mi destino, que ha sido el quererte. Esto que te digo ahora tampoco es un reproche.
Siempre he pensado que si tú no fueras como eres, si hubieras actuado de un modo distinto, mi vida habría sido distinta de como ha sido y no hay nada que pueda causarme tanto dolor ni tanto espanto como este pensamiento: el de que un solo instante de mi vida podía haber sido de otro modo, porque eso significaría que en ese instante yo no te habría querido tanto como te he querido. No envidio a nadie ni me cambiaría por nadie, porque nadie te puede haber amado tanto como yo te he amado". Al leer esta carta a los criados se les cayeron varias manchas de vino en el papel. Vaya, qué contrariedad, dijeron, ¿qué dirá el señor Onofre si ve estos manchurrones? Para no ser descubiertos arrojaron la carta al fuego.