– Siempre has sido un imbécil -le decía su hermano en estos momentos de desasosiego-: ahora te lo puedo decir por fin a la cara.
Estas salidas extemporáneas le dejaban indiferente, por lo general; sólo los detalles aparentemente nimios acaparaban ahora su atención: la estufa apagada en un rincón de la estancia, los cambios de luz debidos al paso de una nube por el rectángulo de cielo que enmarcaba el patio, el ruido de unos pasos en la calle, el olor a leña quemada, el ladrido lejano de un perro, etcétera. En otras ocasiones la indiferencia filosófica de que hacía gala cedía el paso a una indignación súbita: entonces insultaba a su hermano. De estos arranques Joan se enteraba sólo a medias: era alcohólico y sólo pasaba dos o tres horas al día en estado de relativa lucidez; en este lapso despachaba los asuntos de la alcaldía con astucia deshonestidad. A este estado de cosas se había resignado la gente del pueblo: consideraban que esto era el progreso y procuraban que les afectase lo menos posible. Joan Bouvila nunca había intentado hacer de su cargo otra cosa que un medio de vivir sin trabajar, pero incluso en una comunidad tan pequeña la realidad política había acabado sobrepasando sus modestas pretensiones: ahora se encontraba a la cabeza de las fuerzas vivas de la localidad. Estas fuerzas vivas eran más numerosas de lo que Onofre pensó al principio: el rector, el médico, el veterinario, el farmacéutico, el maestro y los dueños del colmado y de la taberna. Desde que Onofre se había ido el pueblo había crecido considerablemente. Estos prohombres sí sabían quién era él y cada uno a su manera trataba de granjearse su confianza; lo adulaban abyectamente y permitían que él mostrase a las claras el desprecio en que los tenía. No había noche en que no recibiera en la casa la visita de uno u otro de estos pillos de vuelo corto. Estas visitas ocasionaban sufrimientos indecibles al rector, un curita joven, lerdo, codicioso e hipócrita, que había fustigado a la mujer que vivía con Joan desde el púlpito. Ahora, debido a la presencia de Onofre en esa misma casa se veía obligado no sólo a ir como los demás, sino a extremar con ella las muestras de cortesía. Onofre y su hermano se divertían a su costa.
– Mire, mosén -le decía Onofre-, he leído varias veces el Evangelio con detenimiento y en ningún sitio he visto dicho que Jesucristo tuviera que trabajar para comer, ¿qué clase de enseñanza es ésta? -ante estas blasfemias el curita se mordía los labios, bajaba los ojos y planeaba una venganza despiadada. Onofre, que podía leer sus pensamientos sin dificultad, apenas lograba contener la risa. Los otros se mostraban más hábiles. El farmacéutico y el veterinario eran aficionados a la caza: entre ambos poseían varios lebreles y otros perros de raza y media docena de escopetas. Algunas veces invitaban a Onofre y a Joan a que les acompañaran en sus salidas. Como Joan iba siempre embriagado su compañía resultaba muy peligrosa. Por su parte, el dueño del colmado recibía semanalmente algunos periódicos que le traía la camioneta que ahora hacía el trayecto entre el pueblo y Bassora. Por este medio Onofre Bouvila seguía el curso de los acontecimientos políticos que habían provocado su exilio; aquellos periódicos que a su vez obtenían información de otros periódicos daban siempre noticias atrasadas y a menudo falsas.
Esto no parecía incomodar a los lectores; además las noticias políticas ocupaban un lugar secundario en aquellos periódicos, que concedían preeminencia a los sucesos locales y a otra información más banal. Esta trasposición de valores irritaba a Onofre; al cabo de un tiempo, sin embargo, empezó a pensar que tal vez aquel orden de prioridades no fuera tan desatinado como le parecía al principio. Ahora, en cambio, era él quien consideraba fútil todo lo que hasta hacía poco le había parecido importantísimo. Estas reflexiones se las hacía en los momentos de tranquilidad, cuando lograba eludir a los parásitos obsequiosos que le asediaban y se refugiaba en los escondites de su niñez. Muchos de estos escondites habían dejado de existir; otros quizá seguían existiendo, pero no supo dar con ellos; otros, por último, estaban en lugares que a su edad le resultaban impracticables. Aun los que encontró eran pequeños y miserables; su imaginación infantil era la que había hecho de ellos lugares encantados, preñados de peligros y maravillas. Ahora, en cambio, los veía tal como eran; esto, en vez de conmoverle, le exasperaba y deprimía. Sólo el riachuelo conservaba a sus ojos todo el misterio de sus recuerdos. Allí había ido casi a diario con su padre, cuando éste regresó de Cuba; ahora tampoco pasaba día sin que acudiese al riachuelo: se sentaba en una piedra y miraba discurrir el agua y saltar las truchas y escuchaba aquellos ruidos claros, que siempre parecían estar a punto de ser palabras. Sobre los arbustos que crecían en la otra orilla había muchas mañanas sábanas extendidas; allí se secaban al sol, que resaltaba su blancura sobre el fondo oscuro de los arbustos y hería la vista. También los olores del campo le embriagaban. En la ciudad los olores, como las personas, le parecían individualistas y agresivos; allí el más penetrante se imponía a los demás: las emanaciones de una fábrica, el perfume de una dama, etcétera. En el campo, por el contrario, los olores más diversos se mezclaban para formar un solo olor del que a su vez estaba imbuido el aire: aquí oler y respirar eran una misma cosa. El camino que llevaba el riachuelo estaba ya cubierto de hojas secas y al pie de los árboles crecían setas de muchos colores y formas: era el otoño. Onofre se dejaba invadir por estas sensaciones que le traían recuerdos muy distantes e imprecisos; estos recuerdos cruzaban fugazmente su memoria, como sombras de pájaros en vuelo.
Cuando quería seguir la pista de uno cualquiera de estos recuerdos se encontraba perdido en una niebla densa; entonces tenía una especie de ensoñación recurrente: creía reconocer la mano de su madre o de su padre que se esforzaban por guiarlo hacia un punto más luminoso y seguro. Pero estas manos nunca llegaban a asir la suya. En un cajón de la cómoda del cuarto que le había sido adjudicado en la casa de su hermano había encontrado una pieza de lana burda que había pertenecido a su madre: Ella había usado esta pieza a modo de chal, precisamente en los días traicioneros del otoño. Ahora la lana se había vuelto dura y áspera y olía a humedad y a polvo.
Onofre, cuando era presa de los recuerdos y las ensoñaciones, sacaba de la cómoda el chal que había pertenecido a su madre y se sentaba con el chal extendido sobre las rodillas. Así permanecía durante varias horas, acariciando distraídamente el chal. En estos momentos pensaba que tal vez si no hubiera optado en su día por la vida aventurera que había llevado habría podido disfrutar de una vida rica en afectos y ternura.
No le remordía el mal que había hecho, sino el haber subordinado a otros objetivos lo que ahora serían recuerdos entrañables. Este dolor, además de tardío, era muy egoísta.
Una tarde, cuando regresaba del riachuelo, vio a un hombre recostado contra el tronco de un árbol al margen del sendero que seguía; con la cabeza vencida sobre el pecho parecía dormido, pero su postura tenía algo de anómalo que le impulsó a dejar el sendero y acercarse al hombre. Por la sotana se veía que era el rector, aquel curita joven contra quien gustaba de lanzar diatribas impías. Antes de llegar a su lado ya sabía que estaba muerto; un examen algo más atento le reveló que esta muerte no se debía a causas naturales: alguien le había descerrajado un tiro en el pecho con un arma de calibre grueso, probablemente una escopeta de caza; allí donde le había alcanzado el disparo la tela de la sotana se había apelmazado por efecto de la sangre coagulada. También tenía sangre en la mano derecha y en la frente y la mejilla, aunque allí no presentaba heridas: sin duda al recibir el disparo se había llevado la mano al pecho y luego a la cara; entonces habría muerto de fijo. Aunque la violencia no le cogía de nuevas el descubrimiento de este crimen le alteró mucho; el hecho de que hubiera sido él precisamente quien descubriera el cadáver se le antojaba una advertencia del destino o el fruto de una maquinación malvada que le unía macabramente al curita asesinado. Ahora aquella paz interior que había creído encontrar en el pueblo había sido rota sin remedio. Abandonó el lugar del crimen a la carrera y no se detuvo hasta que llegó a la puerta de la casa de su hermano. Éste estaba sentado en el comedor bebiendo vino mientras la mujer preparaba la cena en la cocina. cuando hubo recobrado el aliento e informado a su hermano de lo ocurrido advirtió que la mujer había abandonado sus quehaceres y escuchaba con atención el relato apoyada en la jamba de la puerta de la cocina. Entre su hermano y ella hubo un cruce de miradas que no le pasó por alto. Desde el día de su llegada había tenido ocasión de tratar a la mujer y había descubierto sin asombro que era ella en realidad la que ejercía el poder en aquella casa. Casi todas las noches, después de que ella hubiera acostado a Joan, a quien el alcohol rara vez permitía atravesar consciente el umbral de la medianoche, y como sea que a él por el contrario la bebida lo sumía en un estado de ansiedad incompatible con el sueño, ambos, Onofre y la mujer, que parecía no necesitar descanso o al menos ese descanso metódico que la mayoría de las personas, especialmente los hombres, necesita en todas las etapas de su vida, se sentaban en el comedor o, si la noche era cálida y menos húmeda de lo habitual, en el patio, invadido a esa hora del aroma tupido de las azaleas, y departían allí pausadamente, a veces hasta altas horas. Sin ser una persona inteligente la mujer poseía la facultad femenina de saber sin habérselo propuesto cosas que los hombres siempre ignoran por más que se hayan afanado por desentrañar; a través de las apariencias era capaz de ver una realidad descarnada de la que ahora hacía partícipe a Onofre. Gracias a ella había ido averiguando que bajo la armonía ficticia que imperaba en el pueblo hervían pasiones bajas y odios arraigados de antiguo, envidias y traiciones; según ella los campesinos de aquel valle eran seres degradados por enfermedades congénitas, seres fríos y desalmados que dejaban morir de inanición a los ancianos, practicaban el infanticidio y torturaban por puro placer a los animales domésticos. Él se negaba por principio a creer estas cosas, que suponía inspiradas por el resentimiento general que se evidenciaba en ella; tampoco excluía la posibilidad de que aquellas revelaciones sombrías respondieran a un plan más o menos deliberado por su parte. De todos modos, lo que ella le decía producía en él una desazón que agravaba su estado general de desasosiego. A veces, siguiendo el ejemplo de su hermano, buscaba en la bebida el reposo que la conciencia parecía empeñada en negarle al cuerpo. En una de estas ocasiones despertó en su cama al canto del gallo y descubrió con espanto que la mujer dormía apaciblemente a su lado: no recordaba lo que había ocurrido la noche anterior. Cuando despertó a la mujer para preguntárselo ella hizo un mohín, pero no respondió. La hizo salir de la cama primero y de la habitación luego con cajas destempladas y se quedó pensando en las posibles consecuencias de aquel suceso inesperado: tanto si él había cometido una imprudencia como si había sido víctima de un engaño lo cierto era que las cosas habían tomado un sesgo indeseable. Con todo, no podía menos que admirar el valor de la mujer, por la que empezaba a sentir una atracción más peligrosa a la larga que los disparates ocasionales que pudiera inducirle a cometer el alcohol. Por supuesto, no había la menor espontaneidad en el comportamiento de la mujer; este comportamiento no respondía a ningún tipo de inocencia naturaclass="underline" ella sabía bien cuál era su situación en aquella casa y cuál era la reacción que esta situación provocaba en el pueblo; pero tampoco era una persona calculadora e intrigante: