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se limitaba a usar las ventajas escasísimas de que gozaba, a jugar sus pobres bazas con la frialdad aparente del jugador profesional que sabe que su supervivencia depende por partes iguales del azar y de su habilidad. Durante todo ese tiempo y a pesar de la confianza que se habían otorgado recíprocamente Onofre no había logrado aclarar la naturaleza verdadera de las relaciones de la mujer con su hermano. Sabía que ella era viuda, como había supuesto en un principio, y que había entrado al servicio de Joan movida por la necesidad; el resto permanecía sumido en el misterio. Todo parecía indicar que el etilismo de su hermano excluía de esa relación el elemento carnal, pero, en tal caso, ¿qué razón había para mantener frente al pueblo un equívoco que redundaba en perjuicio de ella, pero en el que ella parecía consentir? Probablemente ella está esperando pacientemente la oportunidad de cazarlo, pensaba Onofre; sabe que tarde o temprano caerá; entonces ella será la alcaldesa y se resarcirá de todos estos años de humillación y amargura. Cuando pensaba estas cosas le invadía el pesimismo más negro. Los pobres sólo tenemos una alternativa, se decía, la honradez y la humillación o la maldad y el remordimiento. Esto lo pensaba el hombre más rico de España. Más adelante averiguó que el marido de aquella mujer había muerto también violentamente; por más que insistió en ello, la mujer se negó a proporcionarle más detalles al respecto. Esta revelación parcial desencadenó en su cabeza todo tipo de fantasías: quizá ella no era del todo ajena a esa muerte violenta, por más que no pareciera haber sacado de ella ningún provecho material; tal vez su propio hermano estaba comprometido en un crimen que ahora lo encadenaba a aquella mujer de manera indisoluble. La vida en la casa se le hacía cada vez más incómoda. Luego se produjo el incidente ya relatado y se sintió más inseguro que antes; se decía que ella, al iniciar una relación con él que sabía de antemano inviable y efímera por necesidad sólo trataba de forzar a Joan a resolver la ambigüedad de su situación respectiva, pero esta explicación lógica no disipaba el temor creciente de ser víctima de una conspiración. Ahora la mirada que se habían cruzado Joan y la mujer después de oír lo que le había sucedido escapaba por completo a su alcance. Cuando le señaló a su hermano que el rector había muerto de resultas de un disparo de escopeta, lo que circunscribía la lista de posibles asesinos al farmacéutico y al veterinario, que poseían licencia de armas de caza, su hermano le respondió con una carcajada: no había casa en el valle que no contase con un pequeño arsenal ilícito, le dijo. Esta ampliación súbita del número de sospechosos le inquietó: ahora empezarían los rumores y las conjeturas, en las que no dejaría de verse involucrado. Sus disputas con el rector eran de conocimiento público; estas disputas no habían revestido nunca seriedad, habían sido un mero pasatiempo por su parte, pero era muy posible que las malas lenguas desvirtuaran su sentido; de resultas de las habladurías se les atribuiría una enemistad recíproca. Las sospechas que recayeran sobre él podían venir acentuadas también por la inquina notoria que siempre había habido entre el rector y la mujer: esta eventual ramificación del caso establecía otro vínculo entre él y ella. La situación era muy complicada. En realidad no le preocupaba el riesgo de verse inculpado de un crimen que no había cometido; estaba demasiado acostumbrado a eludir la inculpación de crímenes que sí había cometido para que ahora la muerte de un curita rural viniese a quitarle el apetito. Lo que le trastornaba era esto: