Onofre Bouvila también hacía progresos. A fuerza de explicar el contenido de los panfletos que repartía había llegado a entenderlo él mismo; pudo percatarse de hasta qué punto los revolucionarios tenían razón en sus reivindicaciones. Cualquier chispa habría bastado para provocar un incendio. De todo esto hablaba él usando unas veces la lógica y otras la demagogia. Algunos de sus oyentes, convencidos, le ayudaron a propagar la idea. Las tormentas que a principios de septiembre convirtieron el parque en un lodazal, unos brotes leves de fiebre tifoidea y ciertos atrasos en el pago de los jornales debidos a la lentitud con que Madrid hacía efectivo el magro subsidio que finalmente el Gobierno había otorgado a la Exposición contribuyeron a imprimir ímpetu a esta difusión. El propio Onofre estaba sorprendido de su éxito. Al fin y al cabo, pensaba, sólo tengo trece años. Pablo se permitió una de sus contadas sonrisas. En los primeros tiempos del cristianismo, dijo, los impúberes lograban más conversiones que los adultos; santa Inés tenía tu misma edad, 13 años, cuando murió al filo de la espada; san Vito fue mártir a los 12 años. Más sorprendente aún, agregó, es el caso de san Quirze, hijo de santa Julita: con sólo tres años de edad dejó anonadado al prefecto Alejandro con su elocuencia, de resultas de lo cual éste arrojó al pequeño contra la escalinata del estrado con tal fuerza que le rompió la cabeza, cuyos sesos saltaron del cráneo y quedaron esparcidos por el suelo y sobre la mesa del tribunal.
– ¿De dónde sabes tú estas cosas? -le preguntó Onofre.
– Las leo. ¿Qué voy a hacer metido en esta jaula, si no leer? En leer y pensar mato las horas y los días. A veces mis pensamientos adquieren tanta fuerza que yo mismo me asusto.
Otras veces me posee una angustia sin causa, me parece estar metido en un sueño, del que despierto sumido en la zozobra.
Otras veces me pongo a llorar sin ton ni son y este llanto puede durarme varias horas, sin que acierte a contenerlo -dijo el apóstol. Pero Onofre no le escuchaba, porque a su vez era presa de un gran desasosiego.
Capítulo II
1
No, no puede ser eso que otros llaman el amor y, sin embargo, ¿qué me pasa?, se preguntaba. A lo largo del verano de 1887 y buena parte del otoño la obsesión que Delfina le provocaba fue en aumento. No había vuelto a cruzar con ella dos palabras desde aquella noche en que ella había ido a su habitación con el gato, a proponerle que trabajara en pro de la idea; después de eso apenas intercambiaban una mirada de reconocimiento, un gesto al cruzarse por los pasillos de la pensión. Todos los viernes él encontraba en la cama el dinero; un dinero que ahora ya le parecía poco en relación con sus esfuerzos y sus éxitos, con sus merecimientos. Aquella conversación nocturna a la luz de una vela era lo único que poseía de ella; ahora analizaba las frases que ella había pronunciado con prolijidad, reiterativa y sistemáticamente tratando de extraer información de ellas, de arrancarles sentidos posibles. En realidad todo aquello sucedía únicamente en su imaginación; nada de lo que creía rememorar había sucedido verdaderamente; a partir de retazos de memoria reconstruía castillos. Probablemente estaba experimentando el despertar de la sexualidad, pero él no lo sabía: todo trataba de entenderlo con la razón; pensando creía poder resolver cualquier problema. Ahora, sin embargo, se daba cuenta de que no estaba yendo a ninguna parte. ¿Qué haré?, se preguntaba.
Sólo de una cosa estaba seguro: ella le había dicho que tenía novio y esto para él era como una herida. No pensaba más que en destruirlo. Pero para ello tenía que averiguar más de lo que sabía: quién era él, dónde y cuándo se veían, qué hacían cuando estaban juntos, etcétera. De la rutina inalterable de la pensión y del hecho de que los padres de Delfina ignorasen las andanzas de su hija infirió que los novios se veían a horas inusuales, probablemente de noche. Esto era excepcional en aquella época. Hasta muy entrado el siglo XX, y salvo excepciones contadas, toda actividad cesaba poco después de la puesta del sol; la que no cesaba podía ser calificada de antemano de irregular y sospechosa sin temor a incurrir en falta. En la fantasía popular la noche estaba poblada de fantasmas y sembrada de peligros; cualquier cosa hecha a la luz de una vela adquiría un tinte excitante y enigmático.
También existía la creencia de que la noche era un ser vivo, de que tenía el extraño poder de atraer a las personas y de que quien se adentraba en la noche sin rumbo ya no regresaba jamás. En todo la noche era equiparada a la muerte y el alba a la resurrección. La luz eléctrica, que había de acabar con la oscuridad en las ciudades para siempre, estaba aún en mantillas y su uso suscitaba todo tipo de reservas. "La luz artificial no debería deslumbrar ni oscilar pero sí ser abundante sin que caliente el ojo", dice una revista aparecida en 1886. "Luces brillantes no debieran emplearse nunca a menos que estuvieran sombreadas por pantallas de cristal molido, por la concentración de luz en la línea de la fibra". Otro periódico de Barcelona de ese mismo año, por el contrario, afirma que "la luz eléctrica sería, según el profesor Chon de Breslau, eminente oculista, de mayor preferencia a cualquier otra para leer y escribir si fuese fija y abundante". Para Onofre esto no rezaba aún. Imaginaba a Delfina sumida en lo más negro de la noche en busca de su amante, transfigurada en un ser temible y atrayente a la vez. El aire hermético de ella, su epidermis de lagarto, sus pupilas azufradas, su cabellera hirsuta y sucia como el escobón de un deshollinador, su indumentaria andrajosa y estrafalaria que durante el día la convertían en un adefesio risible al conjuro de las tinieblas se convertían en atributos de una presencia espectral.
Empeñado en sorprender a los amantes clandestinos decidió pasar las noches en blanco con este fin. A partir de entonces, cuando se acallaban los últimos ruidos de la pensión y se extinguía el último quinqué, salía de su habitación y se apostaba junto al descansillo de la escalera. Si sale de su cuarto ha de pasar necesariamente por aquí, pensaba; ella pasará por delante de mí sin verme y así podré espiarla y saber a dónde va y para qué. Las noches en vela se convirtieron en algo habitual e interminable para él. Los relojes de la Presentación, de San Ezequiel y de Nuestra Señora del Recuerdo desgranaban las horas con lentitud exasperante. Nada turbaba el reposo de la pensión. A las dos de la madrugada aproximadamente salía siempre mosén Bizancio de su habitación para ir al retrete. A los pocos minutos regresaba y en seguida se le oía roncar. A las tres Micaela Castro empezaba a hablar a solas o con los espíritus; esta salmodia duraba hasta el amanecer. A las cuatro y a las cinco y media el cura volvía a visitar el excusado. El barbero dormía en silencio. Desde su escondrijo Onofre Bouvila iba registrando aquellas minucias en la memoria. En su aburrimiento cualquier detalle banal se le antojaba de gran importancia. Lo que más le preocupaba era el gato, el pérfido "Belcebú"; la idea de que pudiera rondar por la casa en busca de ratones o de que Delfina lo llevara consigo en las escapadas nocturnas le llenaba de espanto. Mientras transcurría la noche iba pensando en un método seguro para deshacerse del gato sin despertar sospechas. El alba lo sorprendía sumido en estas reflexiones, entumecido, cansado y de un humor pésimo. Antes de que los demás se despertasen volvía a su habitación, recogía el fardo de panfletos y salía camino de la Exposición. Esta noche volveré al mismo sitio, se decía, y todas las noches del año si hace falta. Luego la fatiga le vencía, en plena vigilancia se le cerraban los ojos y daba cabezadas involuntariamente.
Lo despertó con sobresalto el susurro producido por el roce de dos telas. Conteniendo el aliento percibió el sonido de unos pasos que bajaban la escalera cuidadosamente. Por fin, pensó. En cuclillas al borde mismo de la escalera sintió el paso de un cuerpo a pocos centímetros de su cara. Un perfume intenso le llenó de turbación; jamás había pensado que Delfina pudiera incurrir en una coquetería como aquélla, que se acicalara para correr al encuentro de un hombre. Se ha puesto así para él, se dijo. De modo que esto es el amor, pensó.
Esperó un par de segundos e inició el descenso; en los peldaños de mármol artificial los pasos del perseguidor y la perseguida apenas producían ningún sonido. Si ella se detuviera por cualquier causa se produciría un encontronazo desastroso entre ambos, pensó extremando la prudencia. Notaba que la distancia que los separaba iba en aumento. De seguir así la perderé, se dijo. Ella conoce la casa palmo a palmo y además ha hecho este mismo recorrido miles de veces y yo soy tan tonto que ni siquiera he tomado la precaución de contar los escalones que hay en cada tramo, pensó. Al llegar a los rellanos corría el riesgo de dislocarse una articulación.