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Aturdido por estos problemas que no había previsto perdió la noción del espacio y del tiempo: no sabía si estaba ya en la planta baja o en el primer piso ni si llevaba unos instantes o una hora entregado a aquel acoso insensato. Oyó chirriar los goznes de la puerta de la calle. Cielos, se me escapa de veras, se dijo, y acabó de bajar las escaleras a toda velocidad; tropezó al llegar al vestíbulo y se dio un golpe en la rodilla contra el pavimento, pero prosiguió la persecución cojeando. No había luna y la calle estaba tan lóbrega como el interior de la pensión. A cielo abierto el perfume se diluía a los pocos pasos. Anduvo hasta el primer cruce, miró a derecha e izquierda. Soplaba el viento húmedo de Levante. Allí ya no percibió ningún sonido. Anduvo vagando un rato hasta que tuvo que dar la persecución por fracasada y regresó a la pensión.

Allí ocupó de nuevo su puesto de vigilancia, pero la humedad se le había metido en los huesos y tiritaba. Todo esto que hago no tiene sentido, se dijo. Hacía esfuerzos por no estornudar; con los estornudos habría revelado su presencia allí. No se sentía con fuerzas para seguir esperando; regresó a su habitación y se metió en la cama. Ahora sentía compasión de sí mismo. Se ha burlado de mí, pensaba, ahora está en brazos de otro y los dos se ríen de mí; mientras tanto, yo estoy aquí, en esta cama, enfermo. Debió de dormirse, porque cuando abrió los ojos un hombre cuya identidad no le resultaba desconocida lo estaba examinando con interés. No hace mucho que ha muerto, le oyó decir. Era evidente que se refería a él.

Aún no huele y las articulaciones conservan toda su elasticidad, siguió diciendo aquel hombre. La mariposa de luz que alumbraba la escena centelleaba en los cristales de sus anteojos y agigantaba su sombra en la pared. Ahora ya sé quién es, se dijo Onofre, Pero, ¿qué está haciendo aquí y con quién habla? Como si quisiera responder a esta pregunta con su presencia el padre de Onofre salió de la zona de sombras y se aproximó al hombre de los anteojos. ¿Usted cree que quedará bien?, le preguntó. Vestía el mismo traje de lino blanco, pero cediendo a la solemnidad de la ocasión se había quitado el panamá. Pierda usted cuidado, señor Bouvila, respondió el hombre; cuando se lo entreguemos será como si en realidad no lo hubieran perdido nunca. No hay duda de que estoy soñando, se dijo Onofre. Tiempo atrás había vivido una escena similar:

una mañana de invierno habían encontrado muerto el mono que su padre le había traído de Cuba. Su madre era siempre la primera en levantarse: había sido ella quien había descubierto el cadáver acurrucado en la jaula. Nunca había profesado cariño por aquel animal sucio, frenético y malintencionado que no parecía sentir ningún afecto por las personas que lo alimentaban, pero al verlo muerto no pudo reprimir un ramalazo de compasión y derramó unas lágrimas. Irse a morir aquí, tan lejos de los suyos, pensó, ¡cuánta soledad! Su marido la encontró presa de indignación. La culpa de esto la tienes tú, le dijo, por haberlo sacado de su tierra. Por algo lo puso allí Nuestro Señor. No sé a dónde conducen tanto afán y tanta ambición, añadió luego sin que viniera a cuento. Onofre se había despertado ya y escuchaba esta conversación entre sus padres. Vete tú a saber lo que habría sido de él si yo no me lo llego a traer, había objetado el americano. ¡Tengo una idea!, exclamó luego, agotados todos los argumentos de uno y otro bando. Onofre, dijo dirigiéndose a él por primera vez, ¿te gustaría conocer Bassora? Joan Bouvila iba a Bassora con frecuencia; era voz común que allí tenía invertida parte de su fortuna y depositado el resto en los bancos de aquella ciudad.

En estas ocasiones su ausencia duraba tres o cuatro días; a su regreso nunca contaba nada acerca de lo que había estado haciendo o de lo que había visto o de la marcha de los negocios que había ido a supervisar. Algunas veces, aunque no todas, traía de vuelta algunos regalos insignificantes: unas cintas, unas golosinas, un jabón de olor o una revista ilustrada. Otras veces volvía muy excitado; no daba razón alguna de su entusiasmo, pero a la hora de cenar se mostraba más locuaz que de costumbre. Entonces le decía a su mujer que el viaje siguiente lo harían juntos y que luego, antes de regresar a casa, irían a Barcelona o a París. Luego estas promesas, hechas con tanto énfasis, quedaban en nada. En aquella ocasión, sin embargo, a raíz de la muerte del mono, Onofre y su padre fueron juntos a Bassora. Todavía era el principio del invierno y el camino estaba practicable, pero ya oscurecía cuando llegaron a la ciudad. Una vez allí habían ido primeramente al taller de un taxidermista cuya dirección les había sido dada por un guardia municipal. En un hatillo llevaban el cadáver del mono, que suscitó el interés profesional del taxidermista. Nunca había hecho un mono, dijo palpando el cuerpo sin vida del animal con manos expertas. El taller estaba en penumbra; allí había varios animales arrumbados contra la pared, cada uno de ellos en una etapa distinta del proceso de disección: a uno le faltaban los ojos, a otros la cornamenta, a otros el plumaje; la mayoría dejaba ver por un boquete de la tripa un bastidor de cañas trenzadas que reemplazaba la osamenta; por este entramado de cañas asomaban puntas de paja e hilachas de algodón. El taxidermista se disculpó de la falta de luz: era necesario mantener cerrados a cal y canto los postigos para que no entraran moscones y polillas, les dijo. Al despedirse del taxidermista el americano le entregó una suma de dinero por concepto de paga y señal y el taxidermista le entregó a su vez un recibo.

Les advirtió también que no podría tener el trabajo terminado antes de Reyes. Estamos en plena temporada de caza y se ha puesto de moda disecar las piezas cobradas para decorar con ellas el comedor, el salón o el living, les dijo. Bassora era una ciudad de gustos refinados, explicó. Mientras decía estas cosas Onofre quiso ver el cuerpo del mono una vez más. La mesa en que había sido depositado aquél desprendía olor a zotal.

Panza arriba, con los brazos y las piernas encogidos, el mono parecía haber empequeñecido; un chiflón de aire húmedo revolvía el pelo grisáceo de las patillas del pobre animal.

Vamos, Onofre, le dijo su padre. Al salir a la calle había anochecido y el cielo estaba rojo como la bóveda del infierno en las ilustraciones del manual de piedad que le había mostrado algunas veces el rector para inspirarle un santo temor de Dios. Ahora aquel resplandor lo producían los hornos de las fundiciones, le explicó su padre. Mira, hijo, esto es el progreso, le había dicho el americano. Él había visto ciudades en América donde el humo de las chimeneas no dejaba pasar jamás la luz del sol, añadió. Onofre Bouvila acababa de cumplir los doce años de edad cuando su padre lo llevó a Bassora con motivo de la muerte del mono. Habían ido a dar una vuelta por el centro de la ciudad. Allí habían caminado por calles alumbradas por mecheros de gas, concurridas por grupos de operarios que iban y venían de sus hogares a las fábricas.

En aquel momento sonaban las sirenas de las fábricas; así anunciaban el cambio de turno. Por mitad de una calzada pasaba un tren de vía estrecha; la locomotora arrojaba pavesas al aire; luego las pavesas caían sobre los transeúntes y tiznaban los muros de los edificios. La gente traía la cara embadurnada de hollín. Circulaban bicicletas, algunos carruajes y bastantes carromatos tirados por pencos fortísimos que jadeaban. En la avenida principal la iluminación era más viva y los viandantes iban mejor trajeados. Casi todos eran hombres; la hora del paseo había concluido y las mujeres se habían retirado ya. Las aceras eran estrechas: los restaurantes y cafés las habían invadido con marquesinas; a través de los cristales de estas marquesinas se podían distinguir las siluetas de los comensales, oír el bullicio de la clientela. Onofre y su padre entraron en una casa de comidas. Onofre se percató de que allí la gente miraba con sorna al americano: el traje de lino blanco, el panamá, la manta con que se protegía del frío llamaban la atención poderosamente en aquella ciudad del interior en pleno invierno. El americano afectaba tal indiferencia que parecía ciego. Con la servilleta anudada al cuello estudiaba el menú frunciendo el ceño. Pidió sopa de pasta, pescado al horno, oca con peras, ensalada, fruta y crema. Onofre estaba maravillado:

nunca había probado aquellos manjares. Ahora, en cambio, estos recuerdos le acosaban transformados en una pesadilla de la que despertó bañado en sudor. Al pronto no supo dónde estaba y le asaltó un miedo inexplicable. Luego reconoció la habitación de la pensión, oyó las campanadas del reloj de la Presentación; estos detalles familiares le devolvieron la calma. Ahora ya no era el sueño del taxidermista lo que le desasosegaba, sino una idea imprecisa: la idea de haber sido víctima de un engaño.

Esta idea le daba vueltas por la cabeza sin que pudiera explicar su origen ni el porqué de su persistencia. Repasaba una y otra vez los sucesos de aquella noche y cada vez la idea arraigaba más en su ánimo. Podría jurar que he sido testigo de una escapada de Delfina, se decía, y, sin embargo, hay algo en todo esto que no acaba de encajar; o mucho me equivoco o aquí hay más misterio de lo que yo me barruntaba. Quería analizar los hechos fríamente, pero la cabeza le daba vueltas, las sienes le latían con fuerza y tan pronto se asfixiaba de calor como era presa de un frío glacial que le hacía castañetear los dientes. Cuando lograba conciliar el sueño se le aparecía de nuevo el taxidermista, revivía con una precisión dolorosa las circunstancias de aquel viaje a Bassora. Al despertar se zambullía otra vez en la peripecia nocturna que acababa de vivir. Los dos acontecimientos parecían guardar alguna relación entre sí. ¿Qué pasó entonces?, se preguntaba Onofre ahora, ¿qué pasó entonces que pueda darme la clave de lo que ha pasado esta misma noche? Estos interrogantes le impedían descansar. Ya pensaré mañana, cuando esté más despejado, se decía; pero el cerebro persistía con testarudez en aquella tarea estéril y agotadora; cada hora era un suplicio interminable.

– Hijo, no tengas miedo, soy yo -dijo la voz que había estado oyendo en sueños. Despertó o creyó despertar y vio a un palmo de su propia cara la de un desconocido que le observaba con ansiedad. Habría gritado si no se lo hubiera impedido la debilidad. El desconocido hizo una mueca y siguió hablando con suavidad, como si se dirigiera a un niño o a un perrito-.

Toma, bébete esto: es una infusión. Lleva quina; es un febrífugo y te hará bien -le acercó a los labios una taza humeante y Onofre bebió con avidez-. Eh, más despacio, más despacio, muchachito, no te vayas a atragantar -para entonces Onofre había reconocido ya a mosén Bizancio. Éste, advirtiendo que el enfermo recobraba poco a poco la lucidez, añadió-: