– Porque has ganado cuatro pesetas gracias a mí. Si yo no te hubiera comprado el primer frasco, no habrías vendido nada.
Hablas bien, pero para vender no basta con eso. Yo lo sé; mi abuelo materno era chalán. Anda, dame las dos pesetas y seremos socios. Tú hablarás y yo te compraré. Así animaremos a la clientela. Tú tendrás que hablar menos rato, te cansarás menos y no te expondrás tanto. Y si hay algún contratiempo, te puedo defender; soy muy fuerte: puedo partirle la cabeza a cualquiera de un trompazo.
Onofre se quedó mirando al gigante de hito en hito; le gustó su expresión. Obviamente era honrado: estaba dispuesto a conformarse con lo que pedía y también estaba dispuesto a partirle la cabeza. Le dijo que era verdad que era muy fuerte.
Lo que no sé es por qué no me quitas las cuatro pesetas en vez de darme tantas explicaciones, le dijo. Aquí no nos ve nadie.
Y aunque quisiera, yo no podría denunciarte a la policía, añadió. El gigante se echó a reír.
– Eres muy listo -dijo cuando hubo acabado de reírse-. Esto mismo que acabas de decir demuestra lo listo que eres. En cambio yo soy tan fuerte como tonto; por más que pienso, nunca se me ocurre nada. Si ahora te robase las cuatro pesetas, sólo ganaría eso: cuatro pesetas. En cambio he discurrido así: tú llegarás lejos, yo quiero ser tu socio y que me des la mitad de lo que ganes.
– Mira -le dijo Onofre al gigante de Calella-, esto es lo que vamos a hacer: tú me ayudas a vender los crecepelos y por cada día de trabajo yo te doy una peseta, tanto si gano mucho como si gano poco. Incluso si no gano nada. Y de lo que hagamos en el futuro, ya hablaremos cuando se presente la ocasión. ¿De acuerdo?
El gigante reflexionó un rato y dijo estar de acuerdo.
Trato hecho, le dijo a Onofre. Era tan tonto, confesó, que no había entendido muy bien la propuesta de Onofre, aunque estaba convencido de que Onofre, con su habilidad innata, le había engañado. Pero era inútil tratar de resistirse, dijo. Yo conozco bien mis limitaciones, agregó. Se dieron la mano y sellaron allí mismo una asociación que había de durar varias décadas. Efrén Castells murió en 1943, ennoblecido por el generalísimo Franco con el título de marqués en recompensa por los servicios prestados a la patria. Pese al deterioro físico producido por la edad y la enfermedad, al morir seguía siendo un gigante y hubo que hacerle el ataúd a medida. Dejó una fortuna considerable en valores y en inmuebles y una colección de pintura catalana valiosísima; de esta colección hizo legado al Museo de Arte Moderno, instalado a la sazón en el antiguo Arsenal de la Ciudadela. Este edificio, que había sido reformado y embellecido precisamente con motivo de la Exposición Universal de 1888, estaba situado a pocos metros del lugar donde él cerró el primer trato con la persona a la que había de dedicar una vida entera de devoción ciega, a cuya sombra había de llegar a la riqueza, al marquesado y al crimen.
2
Ese día, de regreso a la pensión, compró en una droguería más frascos de crecepelo con los que restituyó sin ser visto los que le había robado al barbero. Estaba muy contento, pero después de cenar, a solas en su habitación, se devanaba los sesos pensando dónde podía esconder sus ganancias. Ahora le asaltaban de golpe todas las preocupaciones que lleva aparejadas el dinero. Ningún lugar le parecía ya bastante seguro. Al final optó por llevar el dinero encima siempre.
Luego pensó en Efrén Castells. Era una eventualidad que no había previsto, pero ante los hechos consumados no había que hacerse mala sangre, se dijo. El gigante podía resultar útil.
De lo contrario, siempre estaba a tiempo de desembarazarse de él, se dijo. Más le preocupaba Pablo: tarde o temprano llegaría a oídos de los anarquistas el negocio que estaba realizando al amparo de la causa y con menoscabo de ella.
Entonces no sabía cómo podían reaccionar. Tal vez ese día pudiera abandonar la propaganda revolucionaria y dedicarse solamente a las ventas, pero ¿aceptarían ellos este cambio?
No; sabía demasiadas cosas: lo considerarían un traidor y recurrirían de fijo a la violencia. Todo son problemas, pensó.
Tardó en dormirse, se despertó varias veces y tuvo sueños angustiosos. En ellos volvía a verse de nuevo en Bassora con su padre. La perseverancia de este recuerdo le sorprendía luego. ¿Por qué aquellos sucesos triviales revisten ahora tanta importancia?, se preguntaba. Y otra vez trataba de rememorar todo lo ocurrido entonces. Había sido en el curso de la cena cuando habían hecho su aparición en aquella casa de comidas los tres caballeros de Bassora. Al verlos entrar en la casa de comidas su padre había palidecido. Aquellos caballeros eran los descendientes de quienes habían iniciado la industrialización de Cataluña a principios del siglo XIX. Con su esfuerzo titánico habían transformado aquel país rural y aletargado en otro país, próspero y dinámico. Sus descendientes ya no eran, como ellos, hombres de campo o de taller: habían estudiado en Barcelona, habían viajado a Manchester para familiarizarse allí con los últimos adelantos de la industria textil y habían estado en París en los años de esplendor. En esta ciudad radiante habían conocido lo más noble y lo más depravado; allí habían visitado boquiabiertos el "Palais de la Science et de l.Industrie" (donde podían verse los inventos más extraordinarios y la tecnología más depurada y compleja y sobre cuyo frontispicio podía leerse en letras de bronce este lema: "Enrichissez-vous") y el "salón de los rechazados" (donde Pissarro, Manet, Fantin-Latour y otros artistas exhibían sus telas turbias y sensuales, pintadas con aquel estilo que entonces se llamaba "impresionista"); allí los más inquietos y avisados habían visto en la Salpetriére al joven doctor Charcot realizar varios ejercicios de hipnosis sin aparatos y oído en el Quartier Latin a Friedrich Engels anunciar el advenimiento inminente de la revuelta del proletariado; habían bebido "champagne" en los restaurantes y cabarets más postineros y absenta en los antros más acanallados; habían dilapidado su dinero en perseguir inútilmente a las cortesanas celebérrimas, aquellas "grandes horizontales" con quienes algunos identificaban ya París; habían paseado a la hora del crepúsculo en los nuevos "bateaux-mouche" (el "Géant" y el "Céleste") por el Sena y se habían emborrachado desde las torres de Notre-Dame del aire y la luz de aquella ciudad mágica, de la que a menudo sus padres habían tenido que arrancarlos con promesas y amenazas. Ahora de aquel París ya no quedaba nada: su grandeza misma había concitado la envidia y la codicia de otras naciones; el orgullo desmedido había sembrado la simiente de la guerra; la injusticia y la obcecación habían engendrado el odio y la discordia. Avejentado y enfermo Napoleón III vivía exiliado en Inglaterra a raíz de la derrota humillante de Sedán, y París se reponía penosamente de las jornadas trágicas de la Comuna.
Ahora la memoria de aquel París irrecuperable sobrevivía en aquellos representantes de la alta burguesía catalana, depositarios fortuitos del "chic exquis" del Segundo Imperio.
– ¡Coño, Bouvila, me cago en diez, usted por aquí, qué pequeño es el mundo! -exclamó a voz en cuello uno de los tres caballeros que habían entrado a media cena en la casa de comidas de Bassora-. Y la familia, ¿todos bien? -Los otros dos caballeros se habían acercado a la mesa y palmeaban el hombro al americano. Este miraba azarado a los caballeros y a su hijo, sobre quien recaían ahora las miradas de aquéllos-. Y este mozo, ¿quién es? ¿Su hijo? ¡Qué crecido está! ¿Cómo te llamas, chico?
– Onofre Bouvila, para servirles -dijo él. Al levantarse para saludar al americano se le cayó la silla al suelo. Todos se rieron y Onofre comprendió que aquellos caballeros consideraban a su padre un fantoche, una cosa cómica.
– Mi hijo y yo hemos venido a cumplir un penoso deber -dijo el americano. Los tres caballeros de Bassora ya no le hacían ningún caso.
– Está bien, está bien -dijeron-. No queremos interrumpirles. Sólo veníamos a tomar algo y a seguir hablando de cosas del trabajo. Y luego, con la tripa llena, a casa, a soportar un rato a la familia. Menos éste, claro -añadió el que hablaba, señalando a uno de sus acompañantes-, que, como es soltero y sin compromiso, se irá de picos pardos -el objeto de esta broma enrojeció levemente. sus facciones presentaban una mezcla extraña de lozanía y decadencia. Parecía como si aún perdurasen en él los efectos del alcohol y los estupefacientes consumidos muchos años atrás en los bajos fondos parisinos, como si su cuerpo estuviera aún embotado por las caricias melifluas de una "demi-mondaine". Los otros se despedían ya-: Que aproveche -les decían. El americano había seguido cenando en silencio; se le había agriado inexplicablemente el humor. Cuando salieron de la casa de comidas soplaba un viento helado y en el pavimento se había formado una película de escarcha que crepitaba y se cuarteaba al pisarla. El americano se envolvió en la manta. Esos granujas, masculló, creen que me voy a dejar avasallar; porque soy de campo y estoy en su terreno, piensan que pueden tomarme por el pito del sereno. ¡Bah, mequetrefes de ciudad, que no distinguen un peral de una tomatera! No te fíes nunca de la gente de ciudad, Onofre, hijo, había agregado en voz alta, dirigiéndose a él por primera vez desde que la llegada de los tres caballeros había venido a interrumpir su cena. No son nada y se creen el no va más. Le castañeteaban los dientes de frío o de cólera y andaba a grandes zancadas; a veces Onofre tenía que correr para ponerse a su lado, porque se había rezagado sin querer. ¿Quiénes eran, padre?, le preguntó. El americano se encogió de hombros. Nadie, dijo, tres petimetres provincianos. Hombres de dinero. Se llaman Baldrich, Vilagrán y Tapera; he hecho algunos negocios con ellos. Mientras hablaba iba mirando en todas direcciones, buscando la fonda donde habían reservado habitación para pasar la noche. A esa hora sólo había en la calle mujeres solitarias, de facciones famélicas y piel grisácea, que se contoneaban y tiritaban en el ruedo pálido que proyectaban las farolas de gas. A su vista el americano agarraba a Onofre del brazo y le hacía cruzar la calle. Por fin se toparon con un sereno de rostro abotargado que les indicó cómo podían llegar a la fonda. Llegaron allí cansados: andar por las calles tenebrosas no era como andar por el campo. En la fonda se repusieron del frío que les calaba: el tubo de la salamandra que funcionaba en el vestíbulo recorría luego las habitaciones de abajo arriba, desprendiendo calor y un humo amarillento que se filtraba por las junturas de la conducción y dejaba un sabor ácido en el paladar. del vestíbulo o de una casa cercana llegaban los acordes de un piano y ruido de voces amortiguadas. A lo lejos oyeron pitar un tren. En la calle sonaban los cascos de los caballos contra el adoquinado. Se habían metido en la cama de matrimonio y el americano había apagado el quinqué. Antes de dormir le había dicho: Mira, Onofre, hay mujeres que hacen cosas horribles por dinero, ya es tiempo de que lo sepas. Otra vez que vengamos te llevaré a uno de estos sitios que te digo, pero mientras tanto no le digas nada de esto que hemos hablado a tu madre. Y ahora duérmete y no pienses más en lo que has visto y oído esta noche.