Ahora había transcurrido más de un año y seguía pensando aún en lo que había visto y oído aquella noche, recordaba con precisión absoluta el rostro risueño de aquellos caballeros y se veía acosado por aquellas mujeres temibles y anónimas que su padre había evocado y a quienes ahora, en la confusión de la duermevela, daba a veces la apariencia inquietante de Delfina. A la mañana siguiente estaba rendido y desesperanzado, pero se echó al hombro el costal y volvió al recinto de la Exposición. No podía renunciar ahora: el mal ya estaba hecho, se dijo. Por lo demás, si no le daba a Efrén Castells la peseta convenida, corría el riesgo de recibir un manotazo posiblemente mortal. Pese a todo, cuando se encontró en el lugar de siempre y empezó a vender crecepelo como el día anterior, recuperó el buen humor. La expectativa de la ganancia y la sensación de estar actuando por cuenta propia, para su propio beneficio, le estimulaban.
El negocio fue tan lucrativo en los días sucesivos que lo único que le importaba ya era saber dónde esconder el dinero.
Llevándolo encima vivía en un continuo sobresalto: en el barrio que frecuentaba menudeaban ladrones y atracadores. La idea de abrir una cuenta en un banco no se le pasó por la cabeza; tenía la noción de que los bancos sólo admitían en depósito el dinero ganado honradamente y él no consideraba que el suyo lo fuese. Era lo mismo: siendo menor de edad ningún banco habría atendido su solicitud. Al final, acabó adoptando una solución clásica: la de esconder el dinero en el colchón, pero no en el suyo, sino en el de mosén Bizancio. El cura era pobre como una rata y nadie, ni siquiera él mismo, sospecharía que dormía sobre un capital. La posibilidad de que a Delfina se le ocurriese batanear el colchón era impensable, cabía excluirla por completo. Además, el cura salía de la pensión todas las mañanas muy temprano, con lo que dejaba libre el acceso a la habitación. Salvado este escollo, quedaban los anarquistas. Por fin llegó el día en que Pablo recibió a Onofre presa de gran agitación. Sin previo aviso le propinó un puñetazo. Onofre rodó por el suelo y el apóstol se le vino encima. Procuraba golpearle la cara y darle puntapiés en las costillas. ¡Granuja, renegado, judas!, gritaba mientras trataba de golpearlo con todas sus fuerzas. Onofre se protegía de los golpes sin tratar de devolvérselos. Cálmate, Pablo, cálmate, ¿qué te pasa?, ¿has enloquecido ya del todo?, le decía.
– Ah, bien sabes lo que me pasa, canalla; apenas puedo articular palabra -dijo Pablo-. Di, ¿qué has estado haciendo estos días, eh? Conque vendiendo crecepelo, ¿no? Para esto te pagamos, ¿verdad?
Onofre dejó que se desahogara y luego empezó a hablar. Al final, acabaron riéndose los dos de buena gana. En una cosa coincidían, al margen de sus ideologías respectivas: ambos tenían en muy baja estima la sociedad y sus miembros; para ellos cualquier engaño era aceptable, todo les parecía justificado éticamente por la estupidez de la víctima.
Profesaban la doctrina del lobo. Luego Onofre le convenció de que la venta de crecepelo era solamente un ardid para despistar a la policía, una tapadera de sus verdaderas actividades. Había repartido en aquellos meses más panfletos que nadie; ¿no era esto prueba suficiente de su lealtad a la causa?, le dijo. Al fin y al cabo, ¿quién corría con todos los riesgos?, preguntó. Pablo acabó disculpándose por haber recurrido a la violencia inicialmente. El encierro me ha enloquecido, repitió una vez más. Él no quería dedicarse a fiscalizar las actividades de los demás, eso le parecía degradante. Él quería poner bombas, pero no le dejaban. Onofre ya no le escuchaba: estaba harto de sus lamentos y otros temas acaparaban en aquellos momentos su atención.
A partir de la noche en que había seguido a la calle un perfume y el ruido de unos pasos para quedar burlado por la oscuridad, había contado y recontado los peldaños de la escalera de la pensión y calculado el ángulo que formaban los tramos, había memorizado los obstáculos y había hecho a ciegas el recorrido muchas veces. Si Delfina vuelve a pasar dejaré que tome la delantera y luego la seguiré sin miedo a perderla por segunda vez, se decía. Eso siempre y cuando no vaya acompañada del gato maldito, pensaba luego con un escalofrío.
En cierta ocasión le había preguntado a Efrén Castells como podía hacer para matar un gato. Es muy sencillo, había respondido el gigante, se le retuerce el cuello hasta que se muere; no tiene complicación. Onofre no volvió a pedirle consejo sobre nada nunca más.
Por fin un día, poco antes de la Navidad, volvió a oír el frufrú de telas en el rellano del segundo piso de la pensión y el ruido atenuado de unos pasos provenientes de arriba.
Contuvo el aliento y se dijo: Ahora o nunca. Dejó que pasase el perfume por su lado, aguardó el tiempo que estimó prudencial y luego se puso en movimiento. Llegó al nacimiento de la escalera cuando la desconocida abría la puerta de la calle. Esa noche había luna; la figura de una mujer se recortó en el vano de la puerta. Esta visión duró sólo un instante, pero bastó para que Onofre se diera cuenta de que no estaba siguiendo a Delfina. Sabiendo esto puso especial empeño en no perder la pista de aquella mujer, cuya silueta difusa percibía a la luz de la luna o con mayor precisión cuando ella cruzaba ante una hornacina; en estas hornacinas ardía siempre un velón de aceite colocado allí por algún devoto para honrar a la Virgen o a un santo; salvo en las arterias principales, aquélla era toda la iluminación que había en la ciudad. Era una noche muy fría de aquel invierno terrible de 1887. La desconocida caminaba con taconeo airoso. Ni siquiera las pisadas vacilantes de un noctámbulo o el chuzo de un sereno contra el empedrado daban testimonio de otra presencia humana en las calles solitarias. Tenía que estar loca una mujer para andar sola a estas horas, pensó. Se iban adentrando en un lugar extraño: una hondonada que en aquella época separaba la falda de la montaña de la vía del ferrocarril en el sector llamado del Morrot. Este sector tenía sólo medio kilómetro de radio y estaba situado al sur de la antigua muralla. Sólo se podía llegar allí a través de una quebrada de unos doscientos metros de longitud, dos o tres de anchura y ocho de altura que no era tal, sino un enorme depósito de carbón importado de Inglaterra o de Bélgica, traído por grandes buques de cabotaje y amontonado en la hondonada en espera de ser trasladado a las fábricas de Barcelona o sus alrededores. Se guardaba allí, lejos de la ciudad, por ser muy alto el riesgo de combustión.
Así, junto al mar, era más fácil sofocar los conatos de incendio o intentarlo al menos si el fuego era superficial. Si por el contrario empezaba en el interior de la pila de carbón, no se percibía hasta que cobraba proporciones catastróficas.
Primero aparecían en algunos puntos columnas de humo finas, de color lechoso, olor áspero, sumamente tóxicas; luego estas emanaciones formaban una nube que lo envolvía todo, pobre del que aspiraba esta nube; por fin hacían su aparición las llamas propiamente dichas. Entonces ya era tarde para luchar contra el incendio. Era lo que se llamaba un incendio devorador. Las llamas alcanzaban una altitud de hasta veinte o treinta metros, proyectaban en el firmamento una luz rojiza visible en las noches claras desde Tarragona y desde Mallorca. Los barcos amarrados en los muelles zarpaban y se iban a echar el ancla mar adentro, preferían las marejadas al calor y los gases deletéreos procedentes de aquel incendio. Estos incendios, por fortuna infrecuentes, podían durar una vez iniciados varias semanas y su costo era incalculable: a la pérdida de todo el carbón importado había que agregar la paralización de toda la actividad industrial. Por esto las inmediaciones de la carbonera no eran lugar seguro para vivir. Por eso también había surgido al otro lado de la quebrada un barrio de ínfima estofa, el barrio de peor fama de Barcelona. Allí había teatros que ofrecían espectáculos procaces y sin gracia, tabernas mugrientas y bullangueras, algún fumadero de opio de poca categoría, de tres al cuarto (los buenos estaban en la parte alta, cerca de Vallcarca) y mancebías siniestras. Allí sólo acudía la hez de Barcelona y algunos marineros recién desembarcados, no pocos de los cuales nunca volvían a zarpar.
Allí sólo vivían prostitutas, proxenetas, rufianes, contrabandistas y delincuentes. Por poco dinero se podía contratar a un matón y por un poco más a un asesino. La policía no entraba en la zona salvo a pleno día y sólo para parlamentar o proponer un canje. Era como un estado independiente; allí se habían llegado a emitir unos pagarés que circulaban como si fuesen auténtico papel-moneda; existía también un código peculiar, muy estricto; se aplicaba una justicia sumaria y eficacísima: no era raro encontrar allí de cuando en cuando un ahorcado balanceándose en el dintel de un local de diversión.
A la vista del sitio al que sin saber le conducía la desconocida se iba diciendo: Si no es Delfina esta moza, ¿qué se me da a mí quién sea y por qué he de meterme yo en este túnel de carbón de donde puede salir un malhechor, darme muerte y enterrarme sin que nadie se entere ni me eche en falta? Porque se sabía que quienes morían violentamente, si no habían de servir de escarmiento público, eran sepultados en la pila de carbón. Ahí permanecían hasta que una grúa traspalaba el carbón a una gabarra o un vagón o un carro. A veces un fogonero, al alimentar la caldera, había visto aparecer por entre el carbón una bota o unos dedos engarfiados o una calavera con cuatro moñajos aún adheridos al occipucio. Estuvo tentado de renunciar al seguimiento.
Pero no se volvía atrás. Así se encontró a la entrada de aquel villorrio infame; las calles formaban una cuadrícula regular, como suele suceder en las agrupaciones urbanas muy pobres. En el fango seco y cuarteado de la calzada dormían borrachos envueltos en sus propias deyecciones, rodeados de un halo de pestilencia. Llegaban de las tabernas rasgueo de guitarras y canciones. Estas canciones eran salaces, pero transmitían una sensación agobiante de desamparo y angustia.