¿Cómo vine a parar a esta vida?, parecían querer decir los cantantes con voz aguardentosa y desgarrada; no era esto lo que yo había soñado de niño, etcétera. También se oían castañuelas y taconeo y gritos y ruido de vasos rotos, muebles derribados, carreras y reyertas. Por aquellas calles andaba la desconocida con paso decidido. Oculto en un quicio Onofre la vio entrar en un local cuya puerta de madera se cerró a espaldas de ella. Onofre decidió aguardar fuera y ver en qué paraba todo aquello. Soplaba un viento frío, húmedo y salado, por la proximidad del mar; se cubrió la boca y la nariz con la bufanda que había tenido la precaución de coger. No tuvo que esperar mucho: a los pocos minutos la mujer salió del local seguida de gran algarabía. Pudo verla de frente por primera vez, a contraluz, fugazmente; esto no le impidió reconocer el rostro de la hembra cachonda. No puede ser, se dijo, yo estoy viendo visiones. La mujer aspiraba por la nariz los polvos blancos de un sobrecito, cerraba los párpados, abría la boca de par en par, sacaba la lengua, agitaba los hombros y las nalgas, todo el cuerpo se cimbreaba. Lanzó un aullido de perro satisfecho y se dirigió a la taberna próxima, que tenía ventana a la calle. El aire caldeado por una salamandra se condensaba en los vidrios, ya de por sí muy sucios, formando un velo que dificultaba la visión del interior, pero que permitía espiar sin ser visto; eso hizo Onofre Bouvila: los parroquianos eran de la catadura más truculenta. unos jugaban a las cartas con las mangas repletas de naipes y los cuchillos prestos a hundirse en la garganta de un fullero; otros bailaban con hetairas escuálidas, de ojos vidriosos, a los compases de una concertina tocada por un ciego. A los pies del ciego había un perro que fingía dormir, pero que de improviso lanzaba dentelladas a las pantorrillas de los danzantes. En un rincón la mujer a la que había seguido discutía con un guapo de pelo ensortijado y tez cobriza. Ella hacía aspavientos y él iba frunciendo el entrecejo. Onofre vio cómo el guapo propinaba un cachete a la mujer. Ella agarró al guapo del cabello y tironeó con fuerza, como para separarle la cabeza del tronco. Los ungüentos con que el guapo se había embadurnado la cabellera no le dejaron hacer presa. El guapo logró asestar a la mujer un puñetazo en la boca; retrocedió tambaleándose, y al caer sentada sobre una mesa de juego, derribó botellas y vasos y las cartas ya repartidas. Los jugadores le lanzaron puntapiés a los riñones. El guapo avanzaba con un destello letal en la mirada y un cuchillo curvo de esquilador en la mano. La mujer lloraba a lágrima viva; los parroquianos se burlaban por igual de la víctima y del agresor. El encargado del local puso fin a la escena:
conminó a la mujer a que abandonase la taberna sin demora; nadie dudaba de que fuera ella la culpable de lo ocurrido, la que había provocado al guapo. Oculto de nuevo en el quicio, la vio salir dando traspiés. De la comisura de los labios le manaba un hilo de sangre que se tornaba violácea en contacto con el maquillaje. Comprobó con los dedos si algún diente amenazaba con desprenderse de la encía; se quitó la peluca, se restañó el sudor de la frente con un pañuelo de lunares, volvió a colocarse la peluca y emprendió el camino de regreso.
El viento había cesado, el aire estaba ahora quieto, seco y cristalino, tan frío que dolía el pecho al respirar. Onofre Bouvila la alcanzó cuando entraba en la quebrada.
– ¡Eh, señor Braulio -le gritó-, espéreme! Soy yo, Onofre Bouvila, su huésped; de mí no tiene nada que temer.
– ¡Ay, hijo -exclamó el fondista, por cuyos carrillos discurría aún el llanto-, me han golpeado en la boca y me habrían rajado como a una puerca si no llego a poner los pies en polvorosa! ¡Esa chusma!
– Pero, ¿por qué demonios viene usted a este lugar inmundo a que le peguen, señor Braulio? ¡Y vestido de mujer! Esto no puede ser normal -dijo Onofre.
El señor Braulio se encogió de hombros y reemprendió la marcha. Nubarrones habían cubierto la luna y no se veía nada.
Era imposible no tropezar con el carbón, irse de bruces y lastimarse las rodillas, las manos o la cara. Onofre y el señor Braulio acabaron cogiéndose del brazo para afianzarse el uno en el otro.
– Ah -exclamó de nuevo el señor Braulio al cabo de un rato-, ¿no notas, Onofre? Está empezando a nevar. ¡Cuántos años hacía que no nevaba en Barcelona!
A sus espaldas crecía el bullicio: los habitantes y la clientela del villorrio depravado habían salido a la calle y se alumbraban con hachones y quinqués para contemplar aquel espectáculo insólito.
3
Aquél fue realmente el invierno más frío de cuantos se recordaban en Barcelona. Nevó durante días y noches sin parar, la ciudad quedó enterrada bajo una capa de nieve de más de un metro de espesor, el tráfico se detuvo y toda actividad y los servicios públicos se interrumpieron, aun los más perentorios; las temperaturas bajaron a varios grados bajo cero: esto no es mucho en otras latitudes, pero sí en una ciudad indefensa, en la que jamás se había tomado ninguna previsión contra esta eventualidad ni las personas tenían el organismo preparado para afrontar el frío. Hubo que lamentar numerosas víctimas.
Una mañana, cuando Onofre, a quien la vida en el campo había curtido, para quien por lo tanto aquellos rigores no suponían una traba, abrió el balcón de su habitación para contemplar el paisaje de las casas emblanquecidas, encontró en la baranda el cuerpo sin vida de una de las tórtolas. Al intentar coger el cadáver éste se cayó a la calle y se hizo añicos, como si la tórtola hubiera estado hecha de loza. El agua al congelarse reventó las cañerías y conductos: dejaron de manar los grifos y las fuentes públicas. Hubo que organizar la distribución de agua potable en unos carros-cuba que se apostaban en ciertos puntos de la ciudad a determinadas horas. Los conductores anunciaban la presencia de los carros-cuba soplando un cuerno de latón dorado. Se formaban colas muy penosas de guardar a la intemperie, con aquel frío que mordía a través de la ropa. La policía tenía que intervenir para evitar peleas y verdaderos amotinamientos por la lentitud del servicio. a veces a alguien haciendo cola se le congelaban las extremidades y había que arrancarlo del suelo echándole agua caliente en los zapatos o por la fuerza, a tirones. Muchos ciudadanos obtenían agua metiendo cubos de nieve en las casas y esperando a que se derritiese la nieve. Otros hacían lo mismo con los carámbanos que colgaban de los aleros. Todo esto, por más que era incómodo, creaba una sensación de aventura compartida, hermanaba a los barceloneses: nunca faltaba una anécdota que referir.
Para quienes trabajaban al aire libre la situación resultaba dolorosísima. Los obreros de la Exposición Universal sufrían lo indecible en el recinto, abierto al mar y desprotegido del viento. Mientras que en otros lugares parecidos, como el puerto, las labores se habían paralizado temporalmente, en la Exposición se seguía trabajando a ritmo creciente. Además, las reclamaciones de los albañiles no recibían respuesta satisfactoria, por lo que decidieron ir a la huelga. Pablo, a quien Onofre mantenía al corriente de los acontecimientos, montó en cólera. Esta huelga, decía, es una insensatez. Onofre pidió a Pablo que le explicase por qué decía aquello.
– Mira, chico, hay dos tipos de huelga: la que tiene como fin obtener un beneficio concreto y la que tiene como fin hacer que se tambalee el orden establecido, contribuir a su eventual destrucción. La primera es muy perjudicial para el obrero, porque en el fondo tiende a consolidar la situación injusta que prevalece en la sociedad. Esto es fácil de entender y no tiene vuelta de hoja. La huelga es la única arma con que cuenta el proletariado y es tonto malgastarla en minucias. Además, esta huelga carece de organización, de base, de líderes y de propósitos definidos. Fracasará del modo más rotundo y la causa habrá dado un paso atrás gigantesco -dijo Pablo.
Onofre discrepaba: para él la rabia del apóstol se debía a que los huelguistas no habían contado para nada con los ácratas: no les habían pedido consejo ni que se sumasen a la acción colectiva ni mucho menos que la dirigiesen. No obstante, aprendió que la huelga era efectivamente un arma de doble filo, que los obreros debían usar de ella con mucha cautela y que hábilmente manipulada por los patronos, éstos podían beneficiarse mucho de ella. Ahora se limitaba a seguir de cerca los sucesos procurando no perder detalle de lo que ocurría ni salir malparado si las cosas tomaban mal cariz.
Esta huelga, como había anunciado Pablo, acabó en nada: una mañana llegó al parque de la Ciudadela y encontró a casi todos los obreros reunidos en la explanada central de la futura Exposición, la antigua Plaza de Armas de la Ciudadela, frente al Palacio de la Industria. Este palacio todavía era sólo una armadura de tablones vastísima; ocupaba un área de 70.000 metros cuadrados y su altura máxima era de 26 metros. Ahora, cubierto de nieve, vacío y abandonado parecía el esqueleto de un animal antediluviano. Los obreros congregados en la Plaza de Armas no hablaban entre sí. Ateridos zapateaban, se azotaban los costados con los brazos. Parecían un mar de gorras inquieto. La Guardia Civil se había apostado en puntos estratégicos. La silueta inconfundible de los capotes y los tricornios se recortaba en las azoteas contra el cielo nítido de la mañana. Un destacamento de a caballo patrullaba las inmediaciones del parque.
– Si cargan, recordad que sólo pueden usar el sable por el lado derecho del caballo -decían algunos obreros, veteranos de otras escaramuzas-; por el izquierdo son inofensivos -añadían para calmar los nervios de los bisoños-. Y si os alcanzan, echaos al suelo y tapaos la cabeza con las manos. Los caballos no golpean nunca un cuerpo tendido. Es mejor eso que huir corriendo.
No faltaba quien decía que se podía asustar fácilmente a los caballos, animales muy tontos y timoratos, agitando un pañuelo delante de sus ojos. Con eso, decían, se encabritan y con suerte arrojan al jinete de la silla. Pero todos pensaban:
que lo pruebe otro.
Por fin circuló la orden de ponerse en marcha. Nadie sabía de dónde provenía; el grupo echó a andar muy despacio, arrastrando los pies. A él, que caminaba junto al grupo, aunque a cierta distancia, le llamó la atención una cosa: que el grupo, inicialmente compuesto de unas mil personas o más, se había reducido a doscientas o trescientas apenas iniciada la marcha. Los demás se habían esfumado. Los que quedaban fueron saliendo del parque a través de una puerta situada entre el Invernáculo y el CaféRestaurante y tomaron la calle de la Princesa, con ánimo de llegar hasta la plaza de San Jaime. Su aspecto no era muy amenazante. Más bien parecía que todos deseaban poner fin a lo que ya preveían inútil y que sólo los mantenían unidos y activos el pundonor y la solidaridad. Los comercios de la calle de la Princesa no habían cerrado las rejas y a las ventanas de las casas se asomaba la gente a ver pasar la manifestación. El destacamento de guardias seguía a los obreros al paso, con los sables envainados, más atentos al frío que a una posible alteración de la vida ciudadana. Onofre siguió un rato la manifestación y se metió luego por una calleja lateral con objeto de rebasarla y reencontrarla más adelante. En una plazoleta cercana se dio de manos a boca con una compañía de a caballo de la Guardia Civil y tres cañones de poco calibre montados sobre cureñas.