cuando se reunió con los obreros ya sabía que si las cosas se salían de su cauce la manifestación acabaría en un baño de sangre. Por suerte no ocurrió nada grave. Llegados al cruce de la calle Montcada los manifestantes se detuvieron de común acuerdo. Tanto da que nos paremos aquí, parecían pensar, como que sigamos andando hasta el día del juicio. Un obrero se encaramó al enrejado que celaba una ventana y pronunció una arenga. Dijo que la manifestación había sido un éxito. Luego otro obrero ocupó el mismo lugar y dijo que todo había salido mal por falta de organización y de conciencia de clase e instó a los manifestantes a que se reintegrasen al trabajo sin tardanza. Quizás así logremos evitar las represalias, dijo al concluir su intervención. Ambos oradores fueron escuchados con grandes muestras de atención y respeto. El primero que habló, según averiguó Onofre más tarde por mediación de Efrén Castells, era un confidente de la policía; el segundo, un albañil honrado no exento de veleidades sindicalistas. Este último perdió el empleo a raíz de esa huelga y no se le volvió a ver más por el parque de la Ciudadela. El resumen de la jornada fue éste: al mediodía todos los obreros habían vuelto a sus puestos de trabajo; ninguna de sus reclamaciones fue atendida y la prensa local ni siquiera recogió el hecho.
– No podía ser de otro modo -refunfuñó Pablo con un deje de satisfacción en sus ojillos febriles-. Ahora tendrán que pasar años antes de que pueda plantearse otra acción colectiva. Ni siquiera sé si vale la pena que sigas repartiendo panfletos.
Onofre, algo asustado al ver que peligraba aquella fuente de ingresos, trató de desviar el tema contando lo que había visto al separarse del grueso de la manifestación.
– Pues claro -dijo Pablo-, ¿qué creías? No van a arriesgarse a que un puñado de obreros se salga con la suya y cree un precedente funesto. Mientras se puede se les deja actuar. Un destacamento se encarga de mantener el orden público y regular el tráfico. La gente dice: no sé de qué se quejan, tenemos un gobierno de lo más benévolo. Si las cosas toman mal cariz, la caballería carga. Y si con eso no basta, ¡metralla para el pueblo!
– Entonces, ¿por qué seguir intentándolo? -preguntó Onofre-. Ellos tienen las armas. Nunca cambiará nada.
Dediquémonos a otra cosa más lucrativa.
– No digas eso, chico, no digas eso -respondió Pablo con los ojos perdidos en un horizonte imaginario, más dilatado y más luminoso que el que le ofrecían los muros húmedos y agrietados del sótano donde vivía-. No digas eso jamás. Es cierto que a las armas sólo podemos oponer nuestro número. El número y el arrojo que engendra la desesperación. Pero algún día venceremos. Nos costará mucho dolor y mucha sangre, pero el precio que hayamos de pagar será pequeño porque con él compraremos un futuro para nuestros hijos, un futuro en el que todos tendrán las mismas oportunidades y no habrá más hambre ni más tiranía ni más guerra. Es posible que esto yo no lo vea; ni tú tampoco, Onofre, chico, aunque seas muy joven. Han de pasar muchos años y hay una infinidad de cosas que hacer antes: destruir todo lo que existe, ahí es nada. Acabar con la opresión y el Estado, que la hace posible y la fomenta; con la policía y con el Ejército; con la propiedad privada y con el dinero; con la Iglesia y con la enseñanza que ahora se imparte, ¿qué sé yo? Por lo menos hay aquí para cincuenta años de trabajo, ya ves lo que te digo.
El frío, que tantas víctimas se cobró aquel invierno en Barcelona, no dejó incólume la pensión. Micaela Castro, la vidente, cayó enferma de gravedad. Mosén Bizancio trajo un médico para que la reconociera. Era un médico joven y apareció revestido de una bata blanca salpicada de manchas rojas. De un maletín sacó unos hierros sucios y algo oxidados con los que estuvo golpeando y punzando a la paciente. Todos comprendieron que el médico no sabía nada de medicina, se percataron de que las manchas de la bata eran de tomate, pero hicieron como que no lo notaban. El médico, pese a su aparente incompetencia, se mostró muy seguro en el diagnóstico: a Micaela Castro le quedaba poco de vida. No precisó la enfermedad: la vejez y otras complicaciones se la están llevando, dijo. Dejó recetados unos calmantes y se fue. Al quedarse solos los huéspedes fijos de la pensión y el señor Braulio se reunieron a deliberar en el zaguán, donde estaba la señora Agata con los pies en la jofaina. Mariano era partidario de sacar a la enferma de la pensión cuanto antes. El médico había dicho que la dolencia de la pitonisa no era contagiosa, pero el barbero era muy aprensivo.
– Llevémosla a la Casa de Caridad -propuso-, allí la atenderán bien hasta que se muera.
El señor Braulio estuvo de acuerdo con el barbero; la señora Agata no dijo nada, como de costumbre, ni dio muestras de enterarse de cuál era el objeto del cónclave; Onofre se declaró dispuesto a respaldar la opinión de la mayoría. Sólo mosén Bizancio se opuso: en su calidad de sacerdote había visitado algunos hospitales y las condiciones en que estaban los enfermos allí le parecían inaceptables. Aun en el supuesto de que hubiese una cama libre, dijo, abandonar a esta pobre mujer a su suerte en un lugar extraño, a cargo de desconocidos y rodeada de moribundos como ella sería una crueldad impropia de cristianos. Su dolencia no exigía cuidados especiales y no causaría molestia alguna, añadió.
– Esta pobre chiflada lleva muchos años en la pensión -dijo mosén Bizancio-. Ésta es su casa. Es de justicia dejarla morir aquí, rodeada de nosotros, que somos, como si dijéramos, su familia, lo único que tiene en este mundo. Tengan ustedes en cuenta -añadió mirando uno a uno a los reunidosque esta mujer tiene hecho pacto con el diablo. Le espera la condenación y una eternidad de sufrimientos. Ante esta terrible perspectiva, lo menos que podemos hacer es procurar que lo que le queda de vida terrena sea lo menos ingrato posible.
El barbero empezó a formular una protesta, pero le interrumpió la señora Agata. El mosén tiene razón, dijo con una voz bronca como la de un minero. Nadie, salvo su marido, la había oído hablar nunca; su intervención lacónica zanjó el caso. Onofre lo entendió así de inmediato y se apresuró a manifestar su acuerdo apenas la señora Agata hubo hablado. El barbero acabó por ceder: no le cabía otra salida. Mosén Bizancio prometió atender a la enferma para que su cuidado no supusiera una carga para nadie. El cónclave se deshizo amigablemente. A la hora de la cena la ausencia de Micaela Castro tendió una nube de melancolía sobre los reunidos, a quienes ya nunca volvería a distraer con sus trances.
Por fin concluyó el año 1887. Por una razón o por otra, a todos se les había antojado más largo que los precedentes; quizá porque, como sucede a veces, aquel año no había traído buena suerte. a ver si el que viene es un poquito mejor, se deseaban mutuamente los barceloneses. También es probable que el frío riguroso de las últimas semanas contribuyera a dejar un mal recuerdo del año. La nieve, allí donde no había sido limpiada, se convirtió en hielo; por consiguiente, en causa de caídas y fracturas. Esto parece el Polo Norte, decían los graciosos. Y, en efecto, la plaza Cataluña, como estaba en obras y llena de cráteres, montículos y zanjas, presentaba un aspecto desolador, de tundra. Un diario publicó al respecto una noticia chocante; en un hoyo de dicha plaza habían sido encontrados varios huevos de gran tamaño. Analizados en un laboratorio, habían resultado ser huevos de pingüino. Es casi seguro que esta noticia era falsa, que el periódico en cuestión se proponía publicarla el día de los Inocentes, y que se traspapeló y salió a destiempo. Pero este hecho mismo indica hasta qué punto el frío protagonizaba la vida de la ciudad y especialmente de quienes carecían allí de medios para defenderse de sus embestidas.
En la playa, donde habitaban los obreros sin hogar y sus familias, la situación llegó a extremos críticos. Una noche, antes que perder la vida, las mujeres cogieron en brazos a los niños y empezaron a andar. Los hombres prefirieron no seguirlas, porque pensaron con razón que su presencia imprimiría un carácter distinto a la marcha. Las mujeres y los niños cruzaron el puente de hierro que unía la playa con el parque de la Ciudadela y anduvieron por entre los pabellones a medio levantar hasta llegar al Palacio de Bellas Artes. Este Palacio, hoy desaparecido, estaba a la derecha del Salón de San Juan, conforme se entraba en él por el Arco de Triunfo, en el vértice formado por el Salón y la calle del Comercio, o sea, fuera del parque, aunque dentro del recinto de la Exposición Universal. El Palacio de Bellas Artes media 88 metros de largo por 41 de ancho; su altura era de 35 metros, sin contar las cuatro torres rematadas por cúpulas coronadas por otras tantas estatuas de la Fama, que las adornaban.
Dentro del Palacio, amén las salas y galerías destinadas a exhibir obras de arte, había un salón magnífico, de 50 metros por 30, en el que habían de tener lugar los actos más solemnes del certamen. En este salón las mujeres y los niños pretendían pernoctar. El oficial de la Guardia Civil destacado en el parque notificó el hecho a las autoridades competentes. Haga ver que no se ha enterado, le contestaron.
– Pero si es que están haciendo hogueras en mitad del salón -dijo el oficial- y el humo sale por los ventanales.
– ¿Y qué? No vamos a emprenderla a tiros y que salga la noticia en la prensa extranjera a sólo cuatro meses de la inauguración. Usted como si nada, y ya veremos -fue la respuesta oficiosa.