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Esto ellos no lo sabían, o lo sabían, pero lloraban igual. Con otro repique de campanas se terminó el acto y el trabajo se reanudó al punto. Era el 1 de marzo de 1888; faltaban un mes y siete días para la inauguración.

La diversificación de los negocios de Onofre Bouvila y la envergadura que iban adquiriendo, en especial desde la incorporación de los niños-ladrones y más adelante del descubrimiento de una partida clasificada como "betel, hoja peruviana, hatchichi y otras plantas para fumar y mascar" y destinada al Pabellón de la Agricultura (situado, como el Palacio de Bellas Artes, fuera del parque, esto es, contra el muro norte, en la carretera a San Martín y Francia, entre las calles de Roger de Flor y Sicilia), que vendieron a muy buen precio en el exterior por mediación de un maestro estucador tan jovial como propenso a caerse de andamios y escaleras, preocupaban a Pablo, que se iba dando cuenta de que su pupilo, por más que extremase las muestras de consideración hacia él, le tomaba el pelo. Pablo, enfrentado a este hecho, no sabía qué partido tomar. Conocía el prestigio de que gozaba Onofre entre los obreros de la Exposición. Tampoco se atrevía a mostrar a sus correligionarios la encrucijada en que lo había colocado su propia debilidad. No tenía más contacto con el mundo que lo que Onofre tenía a bien referirle. Era un títere en sus manos.

Como Pablo le había explicado varias veces que lo primero que había que destruir en Cataluña era el teatro del Liceo, se propuso ver en qué consistía aquello tan importante. El Liceo es como un símbolo, como en Madrid el Rey o en Roma el Papa, le había dicho Pablo. Gracias a Dios en Cataluña no tenemos ni Rey ni Papa, pero tenemos el Liceo. Pagó un precio a su juicio abusivo y le hicieron entrar por la puerta de los indigentes.

Entró por una callejuela lateral llena de tronchos de col. Los ricos entraban por el pórtico de las Ramblas, allí se apeaban de sus coches de caballos. A las mujeres había que bajarlas casi en volandas. Los vestidos eran tan largos que cuando ellas ya habían desaparecido por la puerta de vidrio las colas seguían saliendo de los fiacres, como si un reptil fuese a la ópera. Tuvo que subir incontables tramos de escalera. Llegó resoplando a un lugar donde no había más asiento que un banco de hierro corrido, ya ocupado por melómanos que llevaban allí días enteros, dormían allí echados sobre el antepecho, como esteras tendidas a orear, comían mendrugos de pan con ajo y bebían vino en bota. Aquello era un criadero de piojos.

Llevaban cabos de vela para leer en la penumbra del teatro la partitura y el libreto. Algunos habían perdido la vista y la salud en el Liceo. El resto del teatro era muy distinto. El fasto deslumbró a Onofre: las sedas, muselinas y terciopelos, las capas cubiertas de lentejuelas, las joyas, el petardeo incesante de las botellas de champaña, el ir y venir de los criados y el murmullo continuo que emiten los ricos cuando son muchos le encantaron. Esto es lo que yo quiero ser, se dijo, aunque para conseguirlo tenga que aguantar esta música insípida que no se acaba nunca. Tuvo el infortunio de oír "Trifón y Cascante", una ópera mitológica y grandilocuente que se ha representado sólo una vez en el Liceo y en el mundo pocas más.

A la hora del desayuno se le acercó Delfina. Ni siquiera el ser tan fea disimulaba los efectos del insomnio y la congoja.

Le preguntó si había visto por casualidad a "Belcebú". No, cómo lo voy a ver, respondió Onofre. Hace días que ha desaparecido, dijo Delfina con desazón. No se ha perdido gran cosa, dijo él.

Efrén Castells le esperaba a la puerta del recinto. Las cosas se ponen mal, le dijo apenas lo vio, hace un par de días vengo viendo a dos fulanos que parecen vigilarte; al principio pensé que serían curiosos, pero insisten demasiado. Me consta que no trabajan aquí. Han estado haciendo preguntas, dijo el gigante.

– Serán policías -dijo Onofre.

– No creo; no es su estilo -dijo Efrén Castells.

– Entonces, ¿qué? -dijo Onofre.

– Chico, lo ignoro, pero el asunto no me gusta -dijo Efrén Castells-. No sé si no deberíamos tomarnos unas vacaciones:

esto está casi liquidado del todo.

Era verdad. Onofre recorrió con la vista aquella obra ingente que casi había visto nacer. Cuando llegó al parque por primera vez, un año antes, el recinto parecía un campo de batalla. Ahora en cambio parecía el decorado de un cuento de hadas. Allí todo era vistoso, heterogéneo y desproporcionado.

Cuando la Junta Técnica de la Exposición presentó su primer proyecto al alcalde, éste lo hizo trizas con sus propias manos. Esto que me traen ustedes es una feria de cachivaches, exclamó, y yo quiero un ciclorama. Ahora habían transcurrido dos años y medio y había habido que hacer concesiones a la sensatez, pero los deseos del alcalde se habían colmado.

Onofre y el gigante de Calella se sentaron en unos bloques de piedra caliza, frente a un chamizo de bejucos levantado por la compañía de Tabacos de Filipinas. Un nativo semidesnudo tiritaba y liaba cigarros acuclillado a la puerta de aquel chamizo. Lo habían traído expresamente de Batanga y le habían dicho que no se moviera de allí hasta que se clausurase el certamen. Le habían enseñado a decir "au revoir" a los visitantes. Cuando el cielo se encapotaba miraba a lo alto con aprensión, temeroso de que la manga de un ciclón viniera a sorberles al chamizo y a él y a llevarlos de nuevo a Batanga girando como peonzas. Todo esto, pensó Onofre, es inútil y encima no significa nada; y nosotros, tres cuartos de lo mismo: nuestros anhelos, nuestros trabajos, nada. Bah, respondió Efrén Castells, no te lo tomes tan a la tremenda, chico. Tú eres muy listo, ya le encontrarás algún sentido a las cosas, añadió.

Entró sin llamar en la alcoba de la vidente. La moribunda yacía en la cama con los ojos cerrados, cubierta de mantas hasta el mentón. Onofre se percató de lo vieja que era Micaela Castro a la luz de la candela que bailaba en una triste alcuza atornillada a la cabecera del lecho. Alcanzaba el pomo de la puerta para retirarse. Onofre, ¿eres tú?, dijo la pitonisa.

Siga durmiendo, Micaela, dijo Onofre Bouvila, sólo he venido a ver si necesitaba usted algo. Yo no necesito nada, hijo, pero tú sí, susurró la vidente, de sobra se te ve sumido en un mar de confusión.

– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Onofre sobrecogido, porque la anciana ni siquiera había abierto los ojos.

– Nadie viene a verme si no está confuso, hijo. No hace falta ser vidente para saber eso. Dime qué te ocurre -dijo ella.

– Micaela, léame el futuro -dijo Onofre.

– Ay, hijo, mis fuerzas están muy mermadas. Yo ya no soy de este mundo. ¿Qué hora tenemos? -preguntó la vidente.

– La una y media, aproximadamente -respondió él.

– Me queda poco tiempo -dijo-. A las cuatro y veinte me moriré. Me lo han dicho ya. Me están esperando, ¿sabes? Pronto me reuniré con ellos. Toda mi vida la he pasado escuchando sus voces; ahora uniré la mía a su coro y alguien desde este mundo me escuchará. También los espíritus tenemos nuestros ciclos.

Voy a relevar a un espíritu cansado. Yo ocuparé su lugar y él podrá reposar por fin en la paz del Señor. Ya sé que mosén Bizancio dice que me aguarda el diablo, pero eso no es verdad.

Mosén Bizancio es un hombre bueno, pero muy ignorante. Dame mis cartas y no perdamos más tiempo. Ahí las encontrarás, en el armarito, en el tercer estante empezando por arriba.

Onofre hizo lo que le decía la anciana. En el armario había ropa negra arrebujada, enseres diversos y unas cajas de papel de arroz liadas con cintas de seda. En el estante indicado vio un devocionario viejo, un rosario de cuentas blancas y una pulsera de nardos naturales en estado de putrefacción. También había un mazo de cartas; lo cogió y se lo dio a la vidente, que había abierto los párpados. Acerca una silla, hijo, y siéntate a mi lado, le dijo, pero antes ayúdame a incorporarme… así, así está bien, gracias. Las cosas hay que hacerlas bien para no hacer el ridículo, que no se rían de nosotros cuando me vean llegar, dijo la vidente. Alisó el cobertor y extendió nueve cartas boca abajo, formando círculo.

El círculo de la sabiduría, dijo, también llamado el espejo de Salomón. Esto es el centro del cielo y aquí las cuatro constelaciones, con sus elementos. Daba vueltas con la mano en el aire, extendiendo el índice. Lo puso sobre una carta. La casa de las disposiciones, dijo dándole la vuelta, o ángulo oriental. Ya veo que vivirás muchos años, serás rico, te casarás con una mujer muy bella, tendrás tres hijos, viajarás, quizá, gozarás de buena salud.

– Está bien, Micaela -dijo Onofre levantándose de la silla-, no se fatigue más. Eso es todo lo que deseaba saber.

– Espera, Onofre, no te vayas. Lo que acabo de decirte son patrañas. No te vayas, Onofre -dijo la vidente-. Ahora veo un mausoleo abandonado, a la luz de la luna. Esto significa fortuna y muerte. Un rey; los reyes también significan muerte, pero también significan poder, así es su naturaleza. Ahora veo sangre; la sangre simboliza el dinero y también la sangre. ¿Y ahora?, ¿qué veo? veo tres mujeres. Onofre, acerca una silla y siéntate aquí, a la cabecera de la cama.

– Estoy aquí, Micaela -dijo Onofre Bouvila.

– Pues escucha bien lo que te estoy diciendo, hijo. Veo tres mujeres. Una está en la casa de los reveses, las contrariedades y las penas. Ésta te hará rico. La otra está en la casa de los legados, que es también la morada de los niños.

Ésta te encumbrará. La tercera y la última está en la casa del amor y de los conocimientos exactos. Ésta te hará feliz. En la cuarta casa hay un hombre; cuídate de éclass="underline" está en la casa de los envenenamientos y del fin trágico.

– No entiendo nada de lo que me cuenta usted, Micaela -dijo Onofre un tanto conturbado por aquel lenguaje.

– Ay, hijo, así son siempre los oráculos: certeros, pero imprecisos. ¿Crees tú que si fueran de otro modo estaría yo muriéndome en esta pensión cochambrosa? Tú escucha y recuerda.