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– Delfina, la jofaina -decía esa voz. Al oírla, Delfina hizo un ademán de impaciencia. No me atosigues, le dijo a Onofre, he de llevarle el agua a mamá.

Onofre no se movió de donde estaba. En los ojos de la fámula veía pintado el miedo y eso acabó de envalentonarle.

Que se espere, dijo entre dientes; tú y yo tenemos asuntos más urgentes entre manos. Delfina se mordió el labio inferior antes de hablar: No entiendo qué quieres, dijo al fin. Tu padre está en peligro, ¿no te lo he dicho?, ¿qué te pasa?, ¿no entiendes?, ¿estás tonta? Delfina pestañeó varias veces, como si aquella acumulación imprevista de sucesos decisivos le impidiese hacerse una idea global de la situación. Ah, sí, mi padre, murmuró finalmente, ¿qué puedo hacer por él? Nada, dijo Onofre con petulancia: Yo soy el único que puede ayudarle en estos momentos; su vida depende de mí. Delfina palideció y bajó los ojos. El reloj de la parroquia de San Ezequiel dio varias campanadas. ¿Qué hora es?, preguntó Onofre. Las tres y media, respondió Delfina. Luego, sin transición, añadió: Si de veras puedes ayudarle, ¿por qué no lo haces?, ¿a qué esperas?, ¿qué quieres de mí? De la habitación contigua seguían llegando las súplicas de la enferma: Delfina, ¿qué sucede?, ¿por qué no vienes?, ¿qué voces son ésas, hija, con quién hablas? Delfina hizo amago de salir al pasillo; él aprovechó aquel movimiento para sujetarla por los hombros y atraerla hacia sí violentamente. Obraba en esto con más brutalidad que pasión; mientras ella no se movió él había permanecido también inmóvil, pero ahora parecía como si el conato de fuga de la fámula hubiese señalizado el inicio de un combate. Ahora sentía a través de la tela apelmazada del camisón el cuerpo anguloso de Delfina. Ella no se debatió; el tono de su voz se había vuelto suplicante. Suéltame, por favor, dijo; sería cruel hacer esperar a mi madre. Podría sufrir un ataque si no acudo. Onofre no prestaba atención a sus palabras. Ya sabes lo que tienes que hacer si quieres ver de nuevo a tu padre con vida, dijo empujando a la fámula. Ambos entraron en la alcoba de esta última y él cerró la puerta con el pie; mientras tanto, con las manos trataba torpemente de encontrar los botones del camisón. Onofre, por el amor de Dios, no hagas eso, dijo la fámula. se rió por lo bajo: Es inútil que te resistas, dijo con saña; ahora ya no tienes el gato que te defienda: "Belcebú" ha muerto; se cayó del tejado y se hizo puré contra el pavimento. Yo mismo metí sus restos asquerosos en la alcantarilla. Oh, ¡qué diantre!, exclamó: no podía desabrochar el camisón; nunca hasta entonces había tenido ocasión de bregar con prendas femeninas y ahora además la excitación se sumaba a su impericia. Advirtiendo la situación embarazosa en que él se encontraba, Delfina se dejó caer de espaldas sobre la cama y se arremangó el camisón hasta las caderas. Anda, ven, dijo.

Cuando él se incorporó el reloj de la parroquia de San Ezequiel daba las cuatro. Falta muy poco para que salga el sol, dijo; Prometí al señor Braulio que estaría en la comisaría con el dinero antes del amanecer y cumpliré con mi palabra. Los negocios son los negocios, añadió mirando a Delfina. La fámula lo miraba con ojos enigmáticos. No sé por qué has tramado todo esto, susurró como si hablara para sí, yo no valgo tanto esfuerzo. La luz difusa del alba robaba el color del cuerpo de la fámula; sobre las sábanas revueltas, su piel era mortecina, casi grisácea. Qué flaca está, pensó Onofre. Mentalmente comparaba el cuerpo de Delfina con el de las mujeres de los obreros de la Exposición, a las que había visto en la playa aliviarse de los rigores del verano jugueteando con las olas, casi desnudas. Qué extraño, pensó, qué distinta la veo ahora. Y levantando la voz, le dijo:

Tápate. Ella se cubrió con el borde de la sábana. El cabello estropajoso y alborotado ahora formaba un nimbo alrededor de la cara de Delfina. ¿Ya te tienes que ir?, le preguntó. Él no dijo nada, pero acabó de vestirse a la carrera. La señora Agata había dejado de llamar y reinaba un silencio profundo en la alcoba. Onofre se dirigió a la puerta. Allí lo retuvo la voz de Delfina.

– Espera -oyó que le decía ella-, no te vayas aún. No me dejes así. ¿Qué va a pasar ahora? -esperó unos instantes la respuesta de Onofre, pero éste no había entendido siquiera la pregunta. Ella se tapó la cara con la mano izquierda-. ¿Qué diré a Sisinio? -preguntó al cabo de un rato. Al oír este nombre Onofre lanzó una carcajada: Por ése no tienes que preocuparte, dijo; tiene mujer e hijos; te ha estado engañando todo el tiempo; si esperas algo de ese sinvergüenza patinas.

Delfina se quedó mirando a Onofre. Un día te diré algo, murmuró en tono tranquilo; un día te haré una revelación. Y ahora, vete.

Onofre bajó al primer piso, esperó oculto a que mosén Bizancio fuera al cuarto de baño y sacó la suma necesaria del colchón del cura. Con este dinero sacó al señor Braulio de la comisaría y lo llevó a la pensión en un coche de punto, porque estaba muy débil de resultas de haber perdido mucha sangre.

Delfina los recibió con fuertes retortijones y cólicos. Había estado vomitando y tenía flujos intensos: temía haber quedado preñada de Onofre Bouvila y se había aplicado un lavamiento casero de efectos revulsivos, localmente y por vía oral.

Parecía estar en las postrimerías.

– ¡Hija! -exclamó el señor Braulio-, ¿qué te ha pasado?

– Y usted, padre, así vestido… ¡Y cubierto de sangre!

– De sangre y de oprobio, Delfina, hija mía querida, ya lo ves. Pero tú, ¿qué has hecho? -dijo el fondista.

– Lo mismo, padre. Igual que usted -respondió Delfina.

– Sobre todo, que tu pobre madre no se entere -dijo él.

Cuando entraron a verla, la señora Agata había empeorado.

Mosén Bizancio, alarmado por los lamentos y sollozos provinientes del tercer piso, subió en camisa de dormir, a ver si eran precisos sus servicios. El señor Braulio se ocultó en un armario para que el sacerdote no lo viera vestido de mujerona y Onofre lo envió en busca de aquel amigo médico que ya había atendido a Micaela Castro. Cuando se vio libre del sacerdote, Delfina lo llevó aparte.

– Vete de la pensión y no vuelvas -le dijo-. No te me entretengas ni a recoger tus cosas. Ya estás advertido, no te digo nada más; tú verás lo que más te conviene.

Sin detenerse a pensar en lo que significaba aquella amenaza, Onofre comprendió que Delfina no la profería en vano y huyó de la pensión. El cielo estaba rojizo y piaban los pájaros. Los obreros se encaminaban a sus trabajos. Llevaban en brazos a sus hijos pequeños para que pudieran dormir un poco más, hasta llegar a la puerta de las fábricas. Allí los despertaban y se separaban: los adultos iban a los lugares peligrosos y a las faenas más duras. Los niños, a las faenas más sencillas.

Cuando llegó al parque de la Ciudadela vio levantarse sobre las copas de los árboles y los mástiles el globo cautivo. Los ingenieros se cercioraban de su buen funcionamiento y de la firmeza de las amarras. No era cosa de que en plena Exposición el globo rompiera las amarras y se fuera a merced del viento con la canastilla llena de turistas aterrorizados. La atención al "tourista", como se decía entonces, era el centro de todos los cuidados de aquellos días. Los diarios no hablaban más que de esto. "Cada uno de los visitantes, al volver a su país", decían, "queda convertido en un apóstol y propagador de cuanto ha visto, oído y aprendido". El globo cautivo funcionaba a las mil maravillas; sólo cuando soplaba ese viento malo que llaman "vent de garbí" hacía un mal gesto y se ponía cabeza abajo.

Por dos veces esa mañana, el ingeniero que lo tripulaba había quedado colgado de un pie, sujeto por una maroma, visiblemente inquieto. Éso eran sólo minucias, percances de última hora, con los que siempre hay que contar. Al recinto se entraba por el Arco de Triunfo. Este arco, que aún hoy se puede admirar, era de ladrillo visto y estilo mudéjar. En la arcada figuraban los escudos de las provincias españolas; el de Barcelona estaba en la clave del arco. También había dos frisos, uno por cada lado; en los frisos unos relieves representan estas dos escenas: la adhesión de España a la Exposición Universal de Barcelona (en recuerdo de las disidencias habidas) y Barcelona en actitud de agradecer a las naciones extranjeras su asistencia. En ambos frisos la simbología era poco rigurosa.

El Arco de Triunfo daba paso al Salón de San Juan, una avenida amplísima, arbolada, pavimentada con mosaicos y adornada por grandes farolas y también por ocho estatuas de bronce que recibían al visitante. Pase usted, parecían decir. En el Salón de San Juan se levantaba el Palacio de Justicia, que aún existe, el Palacio de Bellas Artes, el de Agricultura y el de Ciencias, que ya no. Dos pilares daban entrada al parque propiamente dicho. Encima de cada pilar había un grupo escultórico de piedra. Uno representaba el Comercio; el otro, la Industria, como si quisieran transmitir este mensaje: no esperen de nosotros más que resultados. Esta ideología había molestado al Gobierno central, más inclinado hacia actitudes de corte espiritual, y quizá le habían disuadido, junto a la escasez de fondos, de aportar más ayuda material al esfuerzo.

Aún están visibles ambos pilares.

Recordando retazos de los sucedido horas antes, pensaba:

¿Cómo es posible que Efrén, que es tan rucio, consiga a las mujeres sin ningún esfuerzo y yo, que soy mucho más listo, tenga que tomarme tantísimas molestias? Nunca encontró respuesta satisfactoria a esta pregunta. Ni esa mañana, por más que fue a los puntos convenidos, encontró a Efrén Castells. Andando llegó hasta la playa. Una brigada de obreros rastrillaba la arena para borrar las últimas huellas del campamento que allí había existido durante más de dos años. Un sector de la playa había sido urbanizado y en él se alzaban varios pabellones: el de la Construcción Naval y el de la Compañía Transatlántica, ambos relacionados con el mar, y el destinado a la exhibición de caballos sementales, cuyos relinchos se dejaban oír cuando remitía el fragor del oleaje.

Un embarcadero con restaurante de lujo terminaba en el mar. El sol centelleaba en el agua, cegaba a Onofre Bouvila. No sabía dónde habrían ido las mujeres y los niños que hasta hacía poco vivían en la playa. Soplaba una brisa primaveral, densa y cálida.