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Esa noche regresó a la pensión. El zaguán estaba desierto.

El comedor también. Vio asomar la cabeza de Mariano, el barbero. ¿Qué haces aquí?, le preguntó el barbero; menudo susto me has dado. ¿Qué ha pasado, Mariano?, preguntó a su vez Onofre, ¿dónde está todo el mundo? El barbero apenas podía hilvanar las frases. Estaba tan asustado que presentaba la tez blanca, como si se hubiera enharinado.

– La Guardia Civil vino y se llevó al señor Braulio, a la señora Agata y a Delfina dijo-. A los tres tuvieron que sacarlos en camilla. A la señora Agata porque estaba muy mal, yo creo que dando las boqueadas. Al señor Braulio y a la hija porque iban perdiendo sangre sin parar. Como está oscuro no te habrás fijado, pero está el zaguán encharcado de sangre. Ya debe de estarse coagulando. Es sangre de los dos, del padre y de la hija, mezclada. No sé si se los llevarían a la cárcel, al hospital o a enterrar directamente. Sólo de recordar la escena me dan arcadas, chico. Y eso que en el desempeño de mi profesión he visto lo mío. ¿Y qué? ¿Que por qué se los llevaron? Y yo qué sé. A mí, como comprenderás, no han venido a darme explicaciones. He oído rumores, eso sí. según cuentan, la chica, el adefesio ése, era de una banda de malhechores, de esos que llaman anarquistas. Yo no digo que sea verdad; es lo que he oído decir. Claro que las mujeres, ya se sabe. Parece ser que ella tenía relaciones o tratos, de qué tipo yo no sé, con uno que también era de la banda. Pintor de brocha gorda y de la banda. Por una denuncia cayó el pintor y detrás la chica y todos los demás.

– Y por mí, Mariano, ¿no han preguntado? -dijo Onofre.

– Sí, ahora que lo mencionas, creo que anduvieron preguntando por ti -dijo el barbero con un leve tonillo de satisfacción-. Registraron todas las habitaciones y la tuya con más detenimiento que las otras. Nos preguntaron que a qué hora solías venir. Yo les dije que a la caída de la tarde. No les dije que entre la fregona y tú había tomate, porque eso, la verdad, no lo sé. He visto cosas, he notado cosas, pero oficialmente, por así decir, nada de nada. Mosén Bizancio les dijo que ya no venías por aquí; que hacía días que te habías ido de la pensión. Como lleva sotana se creyeron las mentiras de él y no las verdades mías. Por eso no han dejado ningún guardia de retén.

Puso pies en polvorosa. Estuvo pensando mientras huía: sin duda Delfina había sido la denunciante, por despecho, para vengarse de Sisinio y de él, había denunciado a toda la organización. Ella le había dicho que se fuera de la pensión sin pérdida de tiempo. Vete sin recoger tus cosas y no vuelvas, le había dicho. Había querido salvarle de caer en manos de la Guardia Civil. En cambio Sisinio estaba ahora en la cárcel, el propio Pablo también y hasta ella misma. A mí en cambio Delfina me ha querido salvar, aunque yo soy en realidad el causante de este desbarajuste. Qué follón, pensó. De todas maneras, hay que desaparecer de Barcelona, pensó luego. Con el tiempo las aguas volverían a su cauce, se dijo; los anarquistas saldrían de la cárcel si no habían sido ejecutados antes; también él se reintegraría a sus negocios; quizás podría reconstruir la banda de niños-ladrones, incluso convencer a los anarquistas de que era mejor dedicarse a actividades lucrativas, de que la revolución que ellos soñaban era inviable. Pero, de momento, había que huir. Antes, sin embargo, tenía que recuperar el dinero que seguía en la pensión, metido en el colchón de mosén Bizancio. Aventurarse de nuevo por la zona era arriesgado. Con toda certeza Mariano, el barbero vil, habría informado a la policía de su presencia en la pensión apenas él le volvió la espalda. Pero renunciar al dinero, no, pensó, eso tampoco. Por suerte sabía cómo actuar: en la Exposición se procuró una escalera de mano, que llevó a cuestas hasta las proximidades de la pensión. Tuvo que cruzar media Barcelona con la escalera de mano a cuestas, pero no llamaba la atención de nadie así. Luego, muy entrada la noche, apoyó la escalera de mano contra la fachada ciega del edificio, como le había dicho Sisinio. Así subió al tejado:

allí se habían dado cita durante dos años Delfina y Sisinio.

Él sabía dónde estaba la trampilla que daba acceso a la pensión: por ella había salido al tejado para untarlo de aceite. El tercer piso estaba vacío y sus antiguos ocupantes, en la cárcel. Si había guardias al acecho éstos estarían en el vestíbulo esperando verlo entrar por la puerta, de ningún modo por el tejado. La oscuridad reinante favorecía sus planes:

sólo él conocía todos los recovecos de la casa al dedillo, él podía recorrerla sin tropezar. Bajó al segundo piso y empujó la puerta de la habitación de mosén Bizancio, oyó la respiración del cura anciano que dormía, se escondió debajo de la cama y esperó. Cuando el reloj de la parroquia de la Presentación dio las tres, el cura se levantó y salió del cuarto. No tardaría más de dos minutos en regresar, pero tampoco menos: con este margen de tiempo tenía que actuar.

Metió la mano en el colchón y descubrió que el dinero había volado. Perdió el tiempo tanteando una y otra vez, hurgando en la paja del colchón, que se desmenuzaba entre sus dedos. Pero sabía que no había error: el dinero ya no estaba allí. Oyó a mosén Bizancio, que volvía del cuarto de baño. Pensó en saltarle al cuello, acogotarle hasta averiguar qué había sido del dinero, pero desistió de hacerlo. Si la policía estaba allí y oía algún ruido sospechoso acudiría sin tardanza pistola en mano. Había que esperar, buscar una ocasión mejor que la presente, se dijo. Tuvo que pasar una hora bajo la cama, asfixiándose hasta que el cura volvió a ir al cuarto de baño. Entonces salió de debajo de la cama entumecido, ganó el corredor y luego sigilosamente la escalera, el tejado y la calle. De madrugada vio pasar a mosén Bizancio camino de sus devociones. Cuando se hubo cerciorado de que nadie le seguía salió a su encuentro.

– ¡Onofre, qué alegría verte, chico! -exclamó el cura-.

Pensaba que ya no te vería nunca más -se le humedecieron los ojos de emoción genuina al decir esto-. Ya ves tú qué cosas terribles han pasado. Precisamente me dirigía yo ahora a la iglesia a ofrecer una misa por la pobre señora Agata, que es la que más la necesita. Luego ofreceré otras por el señor Braulio y por Delfina; cada cosa a su debido tiempo.

– Me parece muy bien, padre, pero dígame dónde está mi dinero -le dijo Onofre.

– ¿Qué dinero, hijo? -preguntó mosén Bizancio. Nada parecía indicar que la ignorancia del anciano no fuera sincera. Tal vez la propia Delfina ocultó el dinero antes de acudir a la policía con su delación, pensó Onofre; o la policía dio con él en el curso del registro. Era posible incluso que mosén Bizancio hubiese encontrado el dinero casualmente y lo hubiese destinado a obras de caridad sin saber muy bien lo que hacía.

Después de todo, ¿cómo podía sospechar nadie que ese dinero era mío?, se dijo. Ah, en mala hora no lo fui gastando a medida que lo ganaba, como hacía Efrén Castells.

Camino de la Exposición, adonde se dirigía por ver de salvar al menos parte de lo robado por los niños, tuvo que hacerse a un lado para dejar paso a un cortejo vistoso: los toros de lidia eran conducidos de la estación a la plaza para ser muertos allí durante las fiestas, por diestros famosos del momento: Frascuelo, Guerrita, Lagartijo, Mazantini, Espartero y Cara-ancha. Los bichos cabeceaban, lanzaban cornadas a los mirones y se detenían a examinar con ojos miopes la base de algunas farolas. Al paso de los cabestros algún gracioso desanudaba el pañuelo y parodiaba unos lances. Los gañanes daban en la cabeza a los cabestros con las garrochas y si podían al gracioso también. Llegado al parque de la Ciudadela fue al pabellón donde guardaban los relojes y lo encontró vacío. Es el fin, pensó. Al salir del pabellón, dos hombres se colocaron junto a él, uno a cada lado. Cada uno de ellos le sujetó un brazo. Onofre advirtió que uno de estos hombres era extraordinariamente guapo. También comprendió que toda resistencia era inútil y se dejó conducir con mansedumbre.

Antes de abandonar el recinto echó la vista atrás: los pabellones habían sido revestidos de la noche a la mañana y ahora centelleaban al sol; a través de las ramas de los árboles, movidas por la brisa, se veían quioscos y estatuas, toldos y parasoles y las diminutas cúpulas arábigas de los tenderetes y casetas. En la plaza de Armas, frente al antiguo Arsenal, unos ingenieros venidos ex profeso de Inglaterra probaban la Fuente Mágica. Hasta sus secuestradores se quedaron por un instante boquiabiertos. Las columnas y arcos de agua cambiaban de forma y de color sin aparente manipulación ni adición de tintes: todo era obra de la electricidad. Así tendría que ser siempre la vida, pensó Onofre dejándose llevar posiblemente a la muerte. ¿Y Efrén?, se preguntaba, tantas pesetas como me lleva costado y ahora que lo necesito, ¿dónde anda? No podía sospechar que Efrén lo seguía fielmente a distancia, agazapado.

– Sube a este coche -le dijeron al llegar ante una berlina.

Las ventanas tenían echado el visillo y no se veía quién, si alguien, ocupaba el carruaje. Al pescante había un cochero sin uniformar, algo viejo, que fumaba en pipa.

– Yo aquí no subo -dijo Onofre.

Uno de los secuestradores había abierto la portezuela del coche, el otro lo zarandeó. Arriba sin chistar, le dijo.

Onofre obedeció. Sentado había un hombre solo. Parecía cincuentón, pero podía ser más joven; abultado de tripa y papada, pero cenceño de hombros y pómulos, tenía la frente chata y alta, acabada en ángulo recto. Allí una pelambrera aún no cana, salvo en las sienes, crecía recortada a modo de césped. No usaba patillas; de punta a punta de oreja iba cuidadosamente rasurado, aunque ostentaba un bigote espeso y arremangado, un poco a la manera de los mariscales de Francia, y era don Humbert Figa i Morera, para quien tantos años había de trabajar.

El séquito de un monarca era en aquel entonces numeroso por unas razones de orden práctico y otras simbólicas, de más peso, como ésta: que siendo el Rey el trasunto de Dios en la tierra, estaba mal que realizara por sí mismo cualquier función, incluso la de llevarse la cuchara a la boca; y esta otra: que los reyes de España desde tiempo inmemorial no despedían nunca a quienes les habían servido siquiera momentáneamente, que todo servicio prestado a la casa real llevaba aparejado un cargo vitalicio y que se había dado el caso de monarcas que ya en edad madura habían ido a la guerra llevando consigo a su anciana nodriza, ama seca y niñera (pues el Rey no podía descender a decir: ya de esto no necesito, lo que podría implicar por una parte necesidad de ahorro y por la otra el reconocimiento de haber necesitado algo en alguna ocasión) como si se tratara de senescal, mayordomo o sumiller, lo que en conjunto creaba a su alrededor un laberinto, un gentío que con frecuencia impedía comunicarse con él los generales en tiempo de guerra y los ministros en tiempo de paz. Por eso, los reyes casi nunca abandonaban la corte. S.M.