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don Alfonso XIII (q. D. g.) contaba dos años y medio en 1888, cuando llegó a Barcelona en compañía de su madre, doña María Cristina, la reina regente, y de sus hermanas y séquito. La ciudad quedó paralizada. A los reyes se les había habilitado la antigua residencia del gobernador de la Ciudadela (con lo cual, por añadidura, estaban ya dentro del recinto de la Exposición y se soslayaba el engorroso trámite de la entrada, que valía una peseta, o del abono, que valía veinticinco) y el edificio llamado del Arsenal, pero a los camarlengos y veedores, cazadores y palafreneros, monteros y sobrestantes, ballesteros de maza, despenseros, cereros, tapiceros, limosneros, camaristas, azafatas, damas y dueñas hubo que hospedarlos donde buenamente se pudo. La llegada de soberanos, nobles y dignidades de otros países complicó las cosas. Hubo anécdotas para todos los gustos, como ésta: la de que un burgrave sajón tuvo que compartir por una noche la cama con un artista recién llegado de París, según reza el cartel del Circo Ecuestre, que acto seguido anuncia su espectáculo de gatos amaestrados; o la del estafador que haciéndose pasar por Gran Mogol consiguió cenar de gracia, por su bella cara, en varias fondas y cafés. La gente, los barceloneses se esmeraban por allanar todas las dificultades al visitante, aun a costa de arrostrar las mayores fatigas y perjuicios, por lo cual recibían muy mal pago, como suele suceder en estos casos. Los visitantes, por lo general, mostraban altivez, arrugaban la nariz por cualquier nimiedad y andaban diciendo: qué asco, qué lugar, qué gente más necia, etcétera. Creían que el desdén era de buen tono.

La Exposición Universal se inauguró, como estaba previsto, el día 8 de abril. La ceremonia inaugural fue de este modo: a las cuatro treinta de la tarde hicieron su entrada en el salón de fiestas del Palacio de Bellas Artes S.M. el Rey y su cortejo. El Rey ocupó el trono. Apoyaba los pies, que no llegaban al suelo, en una pila de almohadones. A su lado estaban la princesa de Asturias, doña María de las Mercedes, y la infanta doña María Teresa. Junto a la Reina Regente, que vestía de negro, estaba la duquesa de Edimburgo. Luego venían, por este orden, el duque de génova, el duque de Edimburgo, el príncipe Rupprecht de Baviera y el príncipe Jorge de Gales.

Detrás estaban el presidente del Consejo de Ministros, don Práxedes Mateo Sagasta, y los señores ministros de la Guerra, Fomento y Marina, los gentileshombres de SS.MM., los Grandes de España que habían acudido al acto (flanqueados de alabarderos, de acuerdo con su privilegio, o descalzos si optaban por ejercer alternativamente esta regalía), autoridades locales (de chaqué), cuerpo diplomático y consular, enviados extraordinarios, generales, almirantes, jefes de las escuadras, la Junta Directiva de la Exposición y un sinnúmero de personalidades. Distribuidos por el local, allí donde la masa humana los había arrastrado, había lacayos de calzón corto, a la Federica, encargados de portar los emblemas de los visitantes de alcurnia: la llave o la cadena de latón, la cinta, la fusta, el asta de ciervo, la garra, la ballesta o la campana. A este acto asistieron cinco mil personas. Pronunciados los discursos, los ayos se llevaron a los niños reales. Los adultos visitaron algunos pabellones, empezando por el de Austria, país de origen de S.M. la Reina.

En el pabellón de Francia fue tocada una pieza de Chopin y en el palacio del Gobernador se sirvió un refrigerio entonces llamado "lunch". Cuando la Reina ya se había terminado el "lunch" el último de los asistentes aún estaba entrando en el pabellón de Austria. Una muchedumbre fue testigo de todo aquello. Por la noche hubo función de gala en el Liceo, a la que asistió la Reina que llevaba, además de la ropa, corona condal. Se representó "Lohengrin"; al empezar el segundo acto aún había quien estaba dando cuenta del "lunch". En términos generales, la inauguración fue un acto solemne y bien llevado.

Las obras de la Exposición no desmerecieron la categoría de quienes las visitaron aquel día. Algunos edificios no estaban acabados; otros, acabados mucho antes, acusaban ya un avanzado deterioro. La prensa habló de "enormes grietas" y de "gran confusión". Pero lo importante era que a la gente le gustara.

Vistas hoy, las instalaciones de los expositores con su diseño severo, sus coronas de flores talladas en madera, sus crespones y baldaquinos tienen un cierto aire de túmulos funerarios, pero se ajustan a lo que debía de ser el gusto de la época, su concepto de la elegancia. Hay que enjuiciar las cosas en su exacta perspectiva. Al puerto habían llegado sesenta y ocho buques de guerra de varios países con una dotación de diecinueve mil hombres y quinientos treinta y ocho cañones. Esto, que ahora podría parecer amenazador, fue interpretado por los barceloneses como una muestra inequívoca de cortesía y amistad. Aún no se había producido la Gran Guerra y las armas conservaban algo de decorativo. En un poema compuesto para la ocasión, Federico Rahola sintetiza esta noción como vemos:

Cañoneo pertinaz Hace retemblar la tierra:

Son los monstruos de la guerra Que rinden culto a la paz. Idéntico pensamiento expresa Melchor de Palau en su "Himno a la Apertura de la Exposición ", uno de cuyos versos dice así:

Y truena, mas no hiere, el hórrido cañón.

La Exposición Universal estuvo abierta hasta el día 9 de diciembre de 1888. La clausura fue más sencilla que la inauguración: Te Deum en la catedral y un acto breve en el Palacio de la Industria. Había durado doscientos cuarenta y cinco días y había sido visitada por más de dos millones de personas. El costo de la construcción había ascendido a cinco millones, seiscientas veinticuatro mil seiscientas cincuenta y siete pesetas con cincuenta y seis céntimos. Algunas instalaciones pudieron ser aprovechadas para otros usos. El remanente de deuda fue enorme y gravó al Ayuntamiento de Barcelona durante muchos años. También quedó el recuerdo de las jornadas de esplendor y la noción de que Barcelona, si quería, podía volver a ser una ciudad cosmopolita.

Capítulo III

1

De don Humbert Figa i Morera se saben pocas cosas: había nacido en Barcelona, donde sus padres tenían un negocio modesto de frutos secos, en el Raval; estudió bajo la protección de unos monjes misioneros; a estos misioneros los vaivenes de la política en tierras lejanas los habían varado temporalmente en Barcelona, donde impartían la enseñanza para no ser una carga excesiva; luego estudió leyes. Hizo una boda tardía, a los treinta y dos años de edad. Profesionalmente prosperó mucho: a los cuarenta años tenía uno de los bufetes más afamados de Barcelona; esta fama no era buena, ahora veremos por qué: aunque a mediados del siglo XIX nadie en sus cabales discutía la igualdad de todos los hombres ante la ley, la realidad era muy distinta. Las personas de orden, la gente de bien, gozaba de una protección que al perdulario le estaba negada. El perdulario desconocía sus derechos, y de haberlos conocido, no habría sabido cómo hacerlos valer y aun cuando lo hubiera sabido, es dudoso que la judicatura se los hubiera reconocido; siempre le tocaba las de perder. A este respecto, la judicatura tenía pocas ideas, pero muy claras. La época estaba dominada por la fe en las ciencias: no había cosa ni fenómeno que respondiera a una causa precisa, se pensaba. Si se podía singularizar esa causa se podía formular para todos los casos similares una ley inmutable; con un puñado de leyes inmutables se podía predecir el futuro sin temor a equivocarse. Lo mismo se pensaba de la conducta humana: se le buscaban razones que pudieran luego reducirse a leyes. En este terreno había teorías para todos los gustos: unos sostenían que la herencia genética era el factor determinante de todo lo que hacía un individuo a lo largo de su vida; otros, que el ambiente en el que había nacido; otros, que la educación recibida, etcétera. No faltaban quienes traían a colación el libre albedrío, pero sus argumentos caían en saco roto: con esta teoría, les decían, no iremos a ninguna parte. El determinismo estaba en boga, facilitaba mucho las cosas, sobre todo a los que tenían que juzgar la conducta humana. Los jueces no desdeñaban la justicia, pero la aplicaban a su modo, expeditivamente. No estaban para matices: echaban una ojeada al reo y ya sabían lo que tenían que pensar de él. Si una persona fina, de buena cuna y medios cometía un crimen, decían: alguna razón poderosa habrá tenido para conducirse como lo ha hecho; entonces se mostraban muy comprensivos. Si el autor del crimen era un perdulario, no buscaban móviles a su conducta ni se hacían cábalas. No sólo la naturaleza transmitida de padres a hijos los inclinaba al desorden, pensaban, sino que estas inclinaciones no venían refrenadas por los dictados de la religión, la conciencia cívica ni la cultura. En esto estaban de acuerdo con los sociólogos. Si el acusado alegaba circunstancias atenuantes o eximentes le respondían con retintín. Ya puede alegar el reo lo que le plazca, le decían, que menudo pájaro está hecho el reo; nada, nada, a la cárcel con él. En la cárcel se trataba de rehabilitar a los presos, pero los resultados no eran siempre satisfactorios. A todo esto, a este estado de cosas, don Humbert Figa i Morera, que era de origen humilde, oponía una visión distinta, más práctica: Lo que les pasa a los pobres que delinquen, decía, es que no tienen un buen abogado que les saque las castañas del fuego. Era verdad: ningún letrado habría puesto su talento a disposición de un perdulario. Todos querían servir a la gente de pro, a los apellidos de raigambre. Como éstos era pocos, los abogados que se ganaban bien la vida también eran pocos. En los pobres, se decía don Humbert Figa i Morera, hay un campo vastísimo por explotar; el problema estriba en cómo hacerlo. Claro que siendo como soy un don nadie, sin relaciones entre la gente bien, tanto trabajo me costará abrirme camino en las altas esferas como en los bajos fondos, se decía don Humbert. Empezó a frecuentar a los menesterosos; les ofrecía su ayuda y su ciencia, se había hecho imprimir unas tarjetas especiales más fáciles de leer que las tarjetas al uso, impresas en letra gótica. Si se mete usted en líos, acuérdese de mí, le decía al menesteroso, y le entregaba su tarjeta. Los menesterosos lo miraban con desconfianza; no le hacían caso, se burlaban de él o lo mandaban a paseo. Luego, cuando se veían efectivamente en líos algunos se acordaban de él y recuperaban la tarjeta; qué diablos, pensaban, por probar nada se pierde; si doy con los huesos en la cárcel, como probablemente sucederá, no le pago y en paz, se decían. Le encomendaban los casos más desesperados y él los aceptaba de buen grado; trataba a sus clientes con deferencia, sin burla ni condescendencia, trabajaba en los casos con mucha seriedad. Los jueces y fiscales al principio creían que obraba así por altruismo; procuraban desengañarle: